Pedro Sánchez no defenderá el Estado de derecho, pero va a defender el tomate, el sol de tomate, la cara de tomate, la pobreza de tomate que tienen España y el español, que el español es como el fruiti tomate. Los franceses tienen quesos y república, pero si hay algo que tenemos aquí son tomates, tomates colombinos como huevos de Colón, tomates de gazpacho y de calcetines, tomates de tomatina, tomates de aquí hay tomate, tomate idiosincrásico y eucarístico que preside la mesa y la nevera con plumaje vegetal de dios azteca. Hace bien Sánchez en defender el tomate, el lustroso y jugoso tomate que es como la teta de España, el tomate español que siempre es un lujo de tomate, como la gran carroza real de la cesta de la compra, como el rico torero de grana que baila con la pobre cebolla. Aquí con un tomate íbamos comidos, íbamos de gala, íbamos con el pan contento y hasta íbamos con la reseña o la sentencia hechas. Normal que salga Sánchez a defender el tomate antes que a los cebollinos de los jueces de la fachosfera. Es más, yo creo que no hay más que dos opciones aquí: o Sánchez y el tomate, o Feijóo y el pepino.

Ha salido Sánchez a defender el tomate español, la flora / fauna ibérica del tomate sanchopancesco, cervantino, frente al tomate rimbaudiano o algo así de los franceses, de todo lo francés, que el tomate creo que les queda también un poco pedantón, grasoso, fungoso e infantil a la vez, como el paté. Los franceses son muy finos con la comida, como con el sexo, hasta que se ponen cerdos o brutos con las dos cosas. En el barullo verdulero francés (yo creo que estas cosas en Francia son más un desastre estético o reputacional que económico o social, como si de repente descubriéramos que los franceses no son más que italianos disimulando); en esta guerra del francés rabioso contra el algarrobo español y contra el ancho mundo, o sea como siempre; ahora, en fin, ha salido Ségolène Royal a decirnos que nuestros tomates son “incomibles” y hasta “falsos”. Podría haberlo dicho de nuestra democracia, pero aquí nadie se asustaría por eso. Sin embargo, se ha metido con el tomate español y es como si hubiera matado a Chanquete en su huerto de tomates.

Ha salido Ségolène Royal a decirnos que nuestros tomates son “incomibles” y hasta “falsos”. Podría haberlo dicho de nuestra democracia, pero aquí nadie se asustaría por eso. Sin embargo, se ha metido con el tomate español y es como si hubiera matado a Chanquete en su huerto de tomates

Ségolène Royal ya no es ministra ni nada, sólo una socialista que ha salido de las trascocinas políticas un poco sangrienta de tomate, con algo de asesina de tomates como una asesina de dálmatas, para descubrir el chovinismo del tomate como una novedad en el rico chovinismo francés. Lo bueno que tiene la Unión Europea es que se supone que todos los tomates están bajo el mismo sol reglamentario y jardinero, que un tomate español y uno francés se podrán distinguir por la boina pero no por las normativas que lo hacen tomate comestible, orgánico o biológico (aunque sigo sin entender que haya tomates inorgánicos o no biológicos, que deben de ser aquel trozo de madera hecho de hierro que decía Schopenhauer —o Schopenhauer a través de Baroja, creo—, o acaso una daliliana naranja mecánica de tomate). Pero, claro, la UE debería ser muchas cosas que todavía no es. Por eso Sánchez está ya más cerca del cubalibre sinvergonzón y la banana caribeña que de nuestro salmorejo o nuestro pisto constitucionales, sin que Europa le preste mucha más atención a la receta rocambolesca de nuestra democracia que a una receta rocambolesca de la paella.

Los franceses se llevan media vida reventando camiones españoles y la otra media reventando suflés, como los españoles nos llevamos media vida peleando contra los franceses y la otra mitad peleando contra nosotros mismos. Es una guerra mitológica en la que también tenía que entrar el tomate mitológico, colgando de la mismísima rama dorada de Frazer. Sánchez sale a defender el tomate, tomate hercúleo de un Jardín de las Hespérides tomatero, guerrero del antifaz de nuestra dieta, girasol vencido de abundancia de sangre, joya del hambre, patata para la sed, rosa coagulada en carne. Había que gritar la superioridad de nuestro tomate, y que venga Ségolène Royal, o toda Francia, a comernos el tomate palpitante y tumefacto, como la pieza magnífica de una castiza matanza.

El campo seguramente terminará vengándose de nosotros (Manuel Pimentel ya ha escrito el libro o la profecía, La venganza del campo) y es posible que pronto no nos queden tomates ni agricultores, ni aquí ni en Francia. A lo mejor tampoco nos va a quedar democracia, que nos hemos olvidado de ella como del sabor del tomate primigenio, casi como la rosa primigenia de Umberto Eco. Igual que algunos creen que los tomates nacen en lata, algunos creen que la democracia sólo son los políticos en pleno o la gente en montonera. Ya hay listos que contraponen la democracia a las cosas de comer, y, claro, son listos con hambre.

El tomate, corazón en el estómago, labio en la mano, sol en la lengua; el tomate, oro madurado como un higo, bollo de tierra, cofre de agua, ovillo de cinta de luz que es un universo para las gotas, los gorgojos y los granjeros; el tomate, en fin, cojón español escarchado como una fruta escarchada, había que defenderlo de los franceses o los afrancesados, y menos mal que Sánchez les ha dado prioridad a las tripas frente a la fachosfera. Había que gritar la superioridad del tomate español y, de camino, del sanchismo. Esto va a ser así, o Sánchez y el tomate o Feijóo y el pepino. O ni eso, que ya digo que igual pronto no va a haber ni tomates ni democracia, de no saber lo que son ni de dónde salen, de no saber cuidarlos ni agradecerlos. El tomate se vengará, como si fuera don Mendo con sangre de tomate, y a lo mejor también se venga la democracia, a tomatazos.