No soy quién para juzgar si Oppenheimer merece siete estatuillas. No creo además que sea un tema que quite mucho el sueño a los lectores, pero sí creo que es oportuno mencionar tanto las ideas que hay detrás de la película como el debate generado durante estos meses.

Primero de todo, hay que comentar que es una película sobre un físico en la que la física ocupa un espacio secundario. Podrán ver efectos especiales y alguna frase mitológica, pero poca física y poca matemática. Además, falta alguna anécdota divertida como la del papelito de Fermi.

Esto no es un reproche, pero conviene subrayar que la primera decisión artística de Christopher Nolan es que la política ocupe un lugar principal. Tal vez no pueda ser de otra forma, ya que, como le gustaba recordar a Stephen Hawking, el número de ventas de un libro es inversamente proporcional al número de ecuaciones que aparezcan en él.

Películas como 'Oppenheimer' deberían servir para reconocer una vez más que la ciencia y la ética deben andar juntas

El hecho es que Nolan decide dar un mayor peso a la faceta de Oppenheimer como figura política. En mi opinión, esta es una decisión coherente con que el tema principal es el macartismo y la caza de brujas. Y es una decisión conservadora, dado que se trata de un asunto muy presente en la memoria de los Estados Unidos, como evidencia Las brujas de Salem de Arthur Miller.

Para construir su historia, Nolan recuerda las simpatías de Oppenheimer por los sindicatos y el New Deal. El cineasta insiste en que Oppenheimer no era comunista, sino un progresista que compartía una posición política parecida a la del presidente F. D. Roosevelt. El director no busca una alabanza del New Deal, sino denunciar la intransigencia de los enemigos de la libertad de expresión. En este caso, la dureza de los halcones estadounidenses que consideraron cualquier política de carácter socialdemócrata como leninismo y traición a la patria. Tal vez no sea casualidad que todo ello coincida con el peligroso discurso de Donald Trump, que no tiene problema en acusar al Partido Demócrata de Joe Biden de comunista.

En la película hay grandes ausencias. Quizá lo más flagrante es la escasa atención a las víctimas. Muchos juegos artificiales pero poca ciencia y memoria sobre las consecuencias médicas que tiene la radiación, descubierta como ya sabemos por la física Marie Curie. De igual forma, ninguna alusión a Joseph Rotblat, que abandonó el proyecto después de conocer que “los científicos alemanes habían desestimado su programa de bomba atómica”. Rotblat ganaría el Nobel de la Paz, pero antes sería perseguido, amenazado y acusado de espía.

No quiero decir que el tema escogido por Nolan no merezca atención, pero sí creo que debido al contexto actual se equivoca al no prestar la suficiente atención a la gran pregunta que el propio Oppenheimer formuló: ¿estamos haciendo lo suficiente para evitar una guerra nuclear?

En física, a la hora de estudiar los sistemas dinámicos se hace una distinción entre sistemas inestables y estables. La analogía es la siguiente: piensen en un sistema inestable como una pelota de tenis en el pico de una montaña. La pelota permanece de momento quieta, pero cualquier fuerza, cualquier golpe de viento en cualquier dirección hará que la pelota caiga.

Si uno repasa la historia de la segunda mitad del siglo XX, puede encontrar que los episodios de inestabilidad fueron frecuentes. La caída de la pelota simboliza la guerra nuclear y el final de la humanidad. La cuestión es que fue un milagro que la pelota nunca cayera. Habría que preguntarse quiénes ayudaron a que la pelota no recibiera ningún golpe. Aunque la pregunta es compleja, es justo afirmar que la comunidad científica desempeñó un papel importante para que el mundo no ardiera literalmente en llamas.

Dicho de otra forma, si estamos aquí para contarlo es por el enorme esfuerzo de mucha gente para impedir una guerra nuclear. Sobre este punto, la película debería haber tratado el tema con una mayor profundidad. Los diálogos de Albert Einstein con Oppenheimer son emocionantes, pero echo en falta, por ejemplo, que se hablara con cierta profundidad de las posiciones pacifistas del primero.

Hablar de Einstein nos obliga a hablar también del prestigioso Bulletin of the Atomic Scientists (Boletín de Científicos Atómicos) que ayudó a crear junto a otros prestigiosos compañeros de disciplina. El caso es que desde hace varias décadas el Boletín lanza advertencias anuales a través de un reloj simbólico que representa lo cerca que la humanidad está del precipicio de la destrucción. Desde hace varios años los científicos llevan lanzando previsiones apocalípticas, señalando que el riesgo de catástrofe es incluso mayor que en tiempos de la Guerra Fría. Por ser claro: no es una cuestión de que Oppenheimer o Einstein fueran ignorados, sino que sigue siendo la tónica general. En un momento de grave riesgo, los gobiernos se lanzan a una carrera armamentística en contra del criterio de los expertos.

Es al fin y al cabo una lástima que la película no haya servido para propiciar un debate en el seno de las democracias occidentales sobre si se está haciendo lo correcto para evitar una guerra nuclear. Lo ideal en democracias sanas es que tanto la derecha como la izquierda busquen dar un nuevo impulso al camino que abre siempre la diplomacia para resolver los conflictos. Es cierto que no existe una fórmula mágica, pero también lo es que una buena idea se puede superar con una idea todavía mejor si el clima es favorable.

Los populismos que están devorando las democracias liberales no parecen ser la mejor receta para conseguirlo, aunque tampoco debemos perder la fe. Una de las ideas que puede extraerse de la película es que ese desdén hacia la ciencia es en cierta manera atemporal. Oppenheimer representa a ese científico marioneta que después será tirado a la hoguera por no compartir las posiciones más belicistas del nacionalismo intransigente.

De igual modo, películas como Oppenheimer deberían servir para reconocer una vez más que la ciencia y la ética deben andar juntas. Por desgracia, nuestra historia sugiere que el progreso moral ha ido bastante por detrás que el progreso científico. Esta idea, popularizada por el filósofo, matemático y premio nobel de Literatura, Bertrand Russell, no podría ser más actual.

Russell, al igual que Einstein, dejaba a un lado su intensa labor científica para intentar que el mundo no saltase por los aires. Un buen resumen de su labor incansable es el manifiesto Russell-Einstein de 1955, con una apuesta decisiva por evitar el estallido de guerras que ya no se pueden ganar: “Tenemos que aprender a preguntarnos, no qué medidas hay que tomar para que el grupo que preferimos obtenga la victoria militar, porque este tipo de medidas ya no existen, sino qué medidas hay que tomar para prevenir la conflagración militar, cuyo resultado sería desastroso para cualquiera de las partes”.

Una buena buena demostración del irracionalismo presente en nuestras sociedades es que no se haya desechado por completo la idea de que es posible una guerra nuclear. Este manifiesto escrito hace casi 70 años es bastante claro cuando señala que una guerra nuclear significaría “la muerte universal”, que sería “súbita para una minoría y que, para la mayoría restante, representaría una lenta tortura de enfermedades y desintegración”.

En aquel momento debió quedar zanjado el asunto, pero la desinformación ha hecho que cada cierto tiempo grandes científicos y divulgadores hayan tenido que volver a poner los datos encima de la mesa. En los años 80 pueden encontrar a Carl Sagan, en estos tiempos pueden leer buenos artículos como el del astrónomo y director del Observatorio Astronómico Nacional Rafael Bachiller.

La humanidad afronta uno de los momentos más transcendentales en toda su Historia. Si tendrá éxito es de momento una pregunta en el aire. Si fracasa solo quedará conformarse con estas palabras pesimistas del propio Russell: “Después de siglos durante los cuales la Tierra produjo trilobites y mariposas inofensivas, la evolución progresó hasta el punto en que generó a Nerones, Genghis Khans y Hitlers. Sin embargo, creo que esto es una pesadilla pasajera; con el tiempo, la Tierra volverá a ser incapaz de sostener vida humana y solo entonces la paz regresará a la Tierra”.


Isaías Ferrer es autor del libro 'El futuro del liberalismo'