Los muertos del Ateneo de Madrid, como una cátedra de muertos de Rembrandt, le otorgaban a Zapatero una dignidad de busto de misionero, de fundador escolapio. En realidad Zapatero no estaba allí en persona, pero sí en efigie, en espíritu, en bulto, en sombra, en hornacina vacante, en olor de santidad y de perejil de santo de perejil. A Zapatero, que cumple como aniversarios de Dalai Lama, edades místicas de las montañas o las reencarnaciones, le han hecho un libro como hagiográfico, un libro pesado de heroísmo, historia, adjetivos y milagros como pesado de piedra, y que sin embargo se presentaba como levitando sobre algún facistol progresista. “Zapatero. El legado progresista” es precisamente el título llameante del libro y lo ha escrito o lo ha pintado (tiene algo de retrato de corte) el periodista Manuel Sánchez González. Y quizá es cierto que lo de Zapatero tiene algo de vida de santo, con una primera parte mundana, como de obispo casamentero, y otra parte mística de cielos, apostolados, aureolas y apariciones en olivos. Zapatero incluso puede ser el único y santo varón que, sinceramente, se cree a Sánchez, igual que se cree en la Inmaculada Concepción.

Zapatero, que trajo la política posmoderna, el socialismo líquido, la gobernanza simbólica y el feminismo de feminista de jarroncito, no es que esté ahora en los libros y en los actos como un faraón antiguo y metalizado, ahí bajo la decoración entre egipciaca, romana y románica del Ateneo, o sea que no es que esté ahí solemnemente muerto, enterrable o estudiable, como el esqueleto de un mamut. Yo creo que esta consagración de Zapatero, estos aniversarios jacobeos por los que está pasando, forman parte más bien un intento de hermanar o enlazar el zapaterismo y el sanchismo, ese sanchismo que está ahora tan solo que necesita un padre, o un abuelo de las montañas, o ese maestro de taichí desmontable que parece a veces Zapatero. No estaba allí el socialismo de pana gorda felipista, esa prehistoria de padres del partido, padres de la Constitución e inventores de la tortilla de rosas, que no dejan de darle caña a Sánchez. Era como si el socialismo lo hubiera inventado Zapatero y lo hubiera recogido Sánchez luego en un moisés, en el río, que a lo mejor esa es la idea, esa herencia, esa transmisión y esa justificación casi bíblicas.

Aquello era una reunión de familia socialista, del socialismo millennial al menos, alrededor de un mueble bar de abuela de madera gloriosa y marinera, que algo de eso tiene el Ateneo. Pepiño Blanco saludaba como una estatua de cera, dándote el susto de que una estatua de cera salude. Juan Lobato llegó, diría yo, como montado en Ayusomóvil, como un James Dean de carreras que se va a llevar bastante tiempo con esa carrera. José Bono salió de un salón o quizá de una vitrina como un copón de consagrar, con su sombrero duro machadiano de calva, luto y ortodoxia (suponíamos que iba a ser el crítico o el rebelde de la noche pero resultó que no, que se ha vuelto el más dócil de los altivos con alzacuello socialista). Pilar Alegría venía acelerada de sus Consejos de Ministros como se viene acelerada del médico del seguro, y empezó a hablar de la Oficina de Intereses sin que nadie le preguntara, y de la amnistía y la Comisión de Venecia cuando le preguntaron.

José Blanco, en la presentación del libro de Zapatero.
José Blanco, en la presentación del libro de Zapatero.

Yo creo que lo del libro es lo de menos, que se trataba de oficiar una boda intergeneracional, una fusión de casas o de alcobas, el colchón discotequero sanchista con la esterilla zapaterista, con exministros encurtidos u olvidados igual que triunfitos y actuales altos cargos del sanchismo pasándose algo así como un testigo o un velón. Óscar López, jefe del Gabinete de Sánchez, parecía haber ido a hacerse cargo de la herencia de la madre, o al menos a cobrar un cupón de la madre. Miguel Ángel Oliver miraba todo como ese vigilante de los concursos de baile de antes, evaluando cercanía, roces, posibles premios, accésits y descalificaciones. Y entre los políticos y los cargos, las generaciones y las volubilidades, los periodistas de la cuerda, con más años alrededor del partido que los advenedizos y los cabecitas de cartel, hacían eso, de urdimbre, de tejido conectivo y de plástico de bolitas para que la mercancía no se pierda. Esther Palomera, presentadora del acto, es una de esas periodistas que dice “nosotros” no por modestia sino por disolución de lo suyo en la causa y en el público, que el público y la causa enseguida asentían. 

Bajo los techos del salón, con musas de tablao o de sauna, vimos a Bono ir tras el paso zapaterista, como tras esos cristos con cañita; vimos a Pilar Alegría encender el cirio sanchista, y vimos a Esther Palomera casar las dos épocas como por poderes de druida. Bono, con micrófono de mejilla, como si fuera Chayanne, contaba muchas batallitas, y entre el autor y la presentadora iban explicando en libro como en eras: la era del feminismo, la era del matrimonio homosexual, la era de Irak (con su pacifismo de puta mili), la era del fin de ETA, la era de Cataluña (provocada por la sentencia del TC, según asentían todos, hasta los muertos de la pinacoteca). Fue Palomera la que nos mostró el nexo definitivo entre el zapaterismo fundante y el sanchismo heredero: comparó las manifestaciones contra la amnistía con aquellas que le hacían a Zapatero por el aborto, o por el matrimonio gay. Nada por lo que salgan a protestar las monjas con bigote, parecía decir, puede ser malo, incluida esta amnistía corrupta. Y eso que el que ha sido siempre una monja con bigote ha sido Zapatero.

La santidad de Zapatero, que parecía estar encerrado en ese libro como se encierra a algunos santos en almanaques de cajas de polvorones, se publicita ahora tanto porque es la única manera de que el sanchismo tenga ahora padre

En vez del libro llameante de Zapatero, que es como un flautista pintado por el Greco, y de palabras como las del director del Ateneo, como si fuera un tripulante de Star Trek, sobre que “la luz se impone siempre a la oscuridad”; en vez de eso, yo hubiera puesto allí una bandera de España como la de una fragata y un cajón de pesetas y de chisteras, porque parece que el mensaje es que hay una continuidad en el socialismo millennial porque hay una continuidad en la derechona eterna. La retrospectiva de la derecha, más que la retrospectiva de Zapatero con su fracaso económico, sus hitos simbólicos y sus concursos de feministas de profesión sus labores feministas, como si fueran concursos de mises, eso es lo que le otorgaba sentido, personalidad y unidad a la cosa, al libro, al momento, al hermanamiento de un socialismo que ya no existe con a la defensa de un sanchismo indefendible.

Bono, ya digo, no fue crítico, sino más bien decorativo, como un buen sillón de orejas para esos señores que son muy de sillón de orejas. A lo mejor es que nunca ha sido crítico, que lo suyo es ser leve o lateralmente picante, hacer una acotación como rasante y vertiginosa y luego volver al campanario del partido. Fue lo que hizo en el acto. Cuando le preguntaron por la amnistía, dijo: “No deseo que aquello en lo que pueda discrepar sea utilizado por los adversarios para hacer daño a mi partido”. Y habló de lealtad y de sentir los colores (los colores son lo único que quedan del PSOE, que no quedan ni las letras ni, claro, los principios). Así que Bono, el socialista ortodoxo, sólo es otro socialista forofo, otro socialista de sillón de peña, con la quiniela en la mano.

La santidad de Zapatero, que parecía estar encerrado en ese libro como se encierra a algunos santos en almanaques de cajas de polvorones, se publicita ahora tanto porque es la única manera de que el sanchismo tenga ahora padre, tradición, teología, la única manera de que no parezca que Sánchez ha borrado todo el socialismo para ponerse él solo en el altar, blasfemamente, en tanga de leopardo. Zapatero, ya digo, lo mismo se cree a Sánchez, o le da igual mientras le den incienso y clavos de faquir. Zapatero, santo sandalio con sándalo, monja con bigote y pionono progresista, don Mendo buenista, Hare Krisha de aeropuerto, sería de todas maneras un santo, un progresista y un demócrata rarísimo, un santo que invierte todos los valores, que diría Nietzsche. Ahí lo ven defendiendo a Bildu, a Maduro o a Mohamed VI, o llamando paz y progreso al conchabamiento con las tribus arias indepes. Pero Sánchez ha encontrado a su santo padre, que le hace parecer santo. Y Zapatero, de nuevo, se acomoda a lo que ya tiene acostumbrado el cuerpo, a la hornacina, a la llama, a la estampita, al bongo, a salir y entrar de alguna lámpara mágica, a la santidad de comerse un altramuz simbólico mientras se hunden España y la democracia.