Mientras no llegan las elecciones que importan, las generales, el PP va haciendo festivales de la castañuela o ensayos generales del triunfo por unas calles que se van acostumbrando como al triatlón diario de los partidos. Los partidos se pelean por llenar las calles con sus propios afiliados, traídos en autobuses como en carretones de temporeros, con los churumbeles, las longanizas y los botijos colgando por fuera. Todos dicen ser la gente y se convocan ante la sombra helenística de los monumentos para parecer emanaciones de la patria de piedra o del pueblo de viento. Luego, se cuentan los asistentes los unos a otros y se acusan de haber pinchado en la convocatoria, de llevar las banderas flácidas y de no llegar a tapar ni las fuentes. En realidad, si los que se manifestaron en Ferraz durante la Gran Reflexión probaban el apoyo y el cariño del pueblo por su presidente enamorado hasta las trancas, la gente que ha ido sacando el PP justificaría la defenestración de Sánchez, como Esquilache. Pero no habla la gente, sino los partidos, que creen que se les hace más caso si salen en bicicleta y si ganan no en las elecciones sino en las carreras de sacos.

En Madrid no se sabía si había manifa o carrera solidaria, pero es que coincidían las dos cosas, con lo que uno duda si votar a un paralímpico o darle una medalla de jabalina a Feijóo. Además, uno se encuentra por las esquinas los puestecillos de los partidos en campaña, que parecen testigos de Jehová o libreros menesterosos, con su obrita mal encolada pero prometedora o salvadora, y es como esos días de Rastro en los que, acosado por todos los manierismos de España, uno no sabe si va a volver con una consola isabelina, una estafa igual de isabelina, o va a volver sin billetera. El PP le ha ido cogiendo gusto a la calle, y ha pasado de no saber manejarse en ella, como una monja con Seiscientos, a disfrutar de pisar adoquín, del megáfono campanero y del discurso como de torero que sale en esas plazas plantadas de banderas como de lechugas. No sé si ya van abusando, como cuando se abusa de la pandereta, además de lo chocante que resulta, en la era de las redes sociales, de la ubicuidad y de la inmediatez, esto de llamar al pueblo como para que acuda a las fuentes a llenar los cántaros. Debe de ser por lo de la “movilización”, que es como una angurria o un baile de san Vito que padece ahora la política.

no habla la gente, sino los partidos, que creen que se les hace más caso si salen en bicicleta y si ganan no en las elecciones sino en las carreras de sacos

Todos están ahora con la “movilización”, pero sobre todo Sánchez, que sin movilización se ve fuera del colchón. Sánchez salió tras la Gran Reflexión un poco doblado, igual que un faquir con malas noches de lágrimas como clavos, y pidió una movilización que no era cualquier movilización. Quiero decir que el PP sigue llevando a la gente a las fuentes, sigue llevando las banderas a la peluquería y sigue llevando a las monjitas al sol para, al fin y al cabo, leerles unas cuantas obviedades no ya sobre su ideología sino sobre la democracia (ahora la urgencia no es defender una manera u otra de gestionar lo público, sino los propios fundamentos de nuestro sistema de libertades). Sin embargo, Sánchez pidió una movilización nada menos que contra la potestad de los jueces para juzgarle y la libertad de los medios y los ciudadanos para criticarle. Bueno, a él y a su santa, los Inmaculados de la Moncloa. Sólo la ultraizquierda (patria e internacional) y los indepes habían llegado a proponer esta ruptura tan brutal que sólo se puede definir como revolucionaria o autoritaria. Así que las manifas de la derecha ya van teniendo menos de folclore taurino que de autodefensa cívica.

Tenemos, pues, mucha movilización, aunque no es lo mismo movilizarse por tu colchón redondo de sultán sentimental, con amor de ojos almendrados de Las mil y una noches, que movilizarse por la supervivencia de los rudimentos de la democracia, que están cerca de parecernos un lujo de sultán. Algunos confundieron a Felipe González con un ayatolá por agitar la Constitución en El hormiguero, un poco con malos pelos, pero él sólo dijo obviedades: el principio de legalidad, la interdicción de la arbitrariedad, son fundamentos que van más allá de nuestra Constitución y del edadismo de boomers y millennials. Como la separación de poderes, la prohibición de la censura previa y la potestad de los jueces y sólo de los jueces para juzgar. Todo esto se está cargando Sánchez, y ya, además, llamando a la movilización, queriendo que el barullo de la gente y las flores negras de los balcones lo legitimen, como Mussolini en la Marcha a Roma.

Uno nunca ha sido de manifas, que ni el mogollón ni las rimas me parecen a mí prueba de fuerza, de democracia ni de razón. Las manifas son más de partidos poniendo gasolina y mortadela que de un pueblo que se manifiesta en la manifestación como si fuera Yahvé en el Sinaí. Otra cosa es salir a la calle para que el invisible se vea o para que el callado no parezca conforme, o salir porque algunos se creen, simplemente, que la calle es suya, como Fraga. La calle aquí tiene todos los ruidos, todos los perfumes y todas las posibilidades, por eso seguimos saliendo a la calle para comer, para ligar, para festejar, para llorar, para pedir y para protestar. También es lo primero que piden tomar los que pretenden acabar con la libertad, demostrando que la democracia no sólo no es la muchedumbre, sino que es lo contrario a la muchedumbre.

La verdad es que no pasa nada por salir a la calle con pito, con muñecote, con pelo malva o con fachaleco, mientras no nos creamos que por aquella manifestación ha hablado el pueblo, o por aquella otra han sido beatificados los amantes de Moncloa/Teruel, o ha sido declarado Rey Sol el príncipe de los espejos del Congreso. O que por aquella otra Feijóo ha devenido en gloria política. Eso sí, salir a la calle cuando Sánchez quiere quitarnos la democracia parece como salir a la calle cuando están a punto de quitarnos la propia calle, un acto cívico de recuerdo, defensa y legítima posesión.