Puede que hoy mismo hayas recibido un correo electrónico de tu agencia de alquiler seguro favorita en el que se te informa de que no has superado la prueba de solvencia necesaria para ser inquilino de una vivienda. No estás solo, amigo. La tasa de jóvenes españoles emancipados ha caído por debajo de la barrera del 15% en los últimos tiempos -Consejo de la Juventud- como consecuencia del incremento del precio de las rentas, derivado de la escasez de oferta en el mercado.
Arrendar una vivienda en Madrid o en Barcelona se ha convertido en toda una aventura. El paseante atento podrá encontrar de vez en cuando una fila de gente junto a un portal que aguarda su turno para ver un piso, dentro de una visita programada. Es de suponer que quienes acuden son capaces de responder a los meses de fianza, garantía e inmobiliaria; y, por supuesto, haber superado el test de solvencia que pide en muchos casos el intermediario, lo que implica entregar su nómina para escrutinio minucioso y, en ocasiones, una carta de presentación en la que hay quien llega a exponer sus usos y costumbres. No sólo hay que justificar ingresos. También conviene dejar claro que uno es buena persona, mejor cristiano, poco friolero y menos dado todavía a alternar.
Hay auténtico pavor entre una parte de los propietarios a arrendar su casa a parejas con un solo sueldo o a familias con hijos. Estas últimas son rechazadas por sistema por algunas inmobiliarias, no sea que aleguen vulnerabilidad y sea imposible rescindir su contrato. Predije hace un tiempo que habrá un gobernante que se zampará, tarde o temprano, la crisis derivada de la vuelta de los poblados de chabolas, que a lo mejor en esta ocasión están ocupados por caravanas (como en Baleares, más cool, igualmente penoso) o por viviendas prefabricadas y muy precarias. ¿Cuándo sucederá? Es una gran pregunta. A lo mejor el año que viene, a lo mejor en 2030... o a lo mejor está al caer. Con el mercado de la vivienda roto, el sector híper-regulado y los precios disparados, es cuestión de tiempo.
De la precariedad a la marginalidad
De momento, toca aferrarse a la normalidad. A ese terreno de hierba alta que media entre la vida anterior -donde había bastante más dignidad en estas cosas- y la futura, que podría ser todavía más complicada si deriva en marginalidad, que nunca está tan lejana como se suele pensar. Así que mientras en las grandes ciudades los propietarios han visto incrementarse de forma constante -durante los últimos años- el valor de mercado de sus viviendas, hay una parte de la población, joven, con sueldos medios que son de alrededor de 1.200 euros al mes (INE), con una tasa de desempleo del 26,5% (Eurostat), que hace un tiempo se dio cuenta de que no podía vivir de forma independiente y que ahora comprueba que tampoco se puede pagar una habitación. Mientras, les anuncian impuestos de solidaridad intergeneracional que a lo mejor -quién sabe- sirven para redondear su pensión a quien les alquila un zulo de 7 metros cuadrados.
El precio del metro cuadrado de alquiler oscilaba en 2020 entre 13 y 15 euros en Madrid, según Idealista. Actualmente, ronda los 18-20. Eso implica que una vivienda de 50 metros cuadrados, en un barrio normal, puede implicar un desembolso mensual de 1.000 euros, amén de haber superado pruebas de solvencia, buena actitud y derivados. El ejercicio requiere aprender a sentarse el váter con una pierna rozando la pared o la mampara de la ducha mientras se destina a ese lugar el 60% de un salario medio.
Una habitación costaba entre 350 y 400 euros antes de la pandemia. Ahora, la media es de entre 550 y 750. No sólo ocurre en España, ni mucho menos: en Europa hay varios lugares con la misma problemática. Tampoco es sólo culpa del Ejecutivo. Ahora bien, las medidas que ha propuesto para contener precios y dotar de seguridad a los inquilinos no han dado resultado. Hace falta construir. Pedro Sánchez ha anunciado ambiciosos planes para ello, pero, de momento, son sólo eso, promesas que no valen nada.
La generación Netflix
Mientras los más despistados y menos informados atribuyen la falta de acceso a una vivienda de los jóvenes a su elevado tren de vida o a cierta inconsistencia, los datos indican que hay un mercado absolutamente roto que genera consecuencias demoledoras sobre la esperanza de más de una generación, cuyos salarios se incrementan a un ritmo mucho menor que el del suelo; y que cada vez tienen una mayor sensación de que su esfuerzo no les permite mucho más que sobrevivir, lo cual es lógico que les haga descreídos sobre las posibilidades de prosperar en el lugar que habitan. Algunos se marcharán (y harán bien) y otros adoptarán posiciones antisistema o esotéricas. Es bastante normal.
Su madre, en 1990, tuvo su primer hijo a los 26,4 años. Ahora, la media está en 31,7 (INE). Se contaban hasta hace unos años las historias de matrimonios, recién casados, que vivían durante un tiempo en casa de sus padres para ahorrar para poder dar la entrada de una vivienda. Pisos.com calcula que, con el precio medio de la vivienda en España, hace falta ahorrar 13 años el 20% del salario bruto para dar la entrada de un piso en Madrid. Diría que, en esas condiciones, quienes se casen podrían pensar antes en enterrar a los progenitores de la contraparte, cuando toque, por causas naturales, de nonagenario, que en disponer de un nido para hacer crecer la familia.
Quizás es una visión demasiado pesimista la que he expuesto en el artículo. Cuesta mucho no dejarse llevar por los peores presagios en estos tiempos. Lo que sucede es que merecía la pena ponerlo en negro sobre blanco en el día después de que el Gobierno anunciara que se va a gastar 120 millones de euros para que los jóvenes de entre 18 y 30 años gocen de descuentos de hasta el 90% para viajar en tren y en autobús; que se unen a los 500 millones que se pulen con el bono joven cultural. Todos ellos, salidos de los impuestos de los trabajadores que, en algunos casos, no se pueden pagar una vivienda.
Pensaba al leer esta información en las abuelas y las madres que daban la propina a escondidas a los nietos cuando, a los 27 o a los 29, se quedaban sin trabajo. Era una forma de ayudar que generaba cierta vergüenza y bochorno en quien la recibía, dado que en realidad era una limosna. Aquella acción tenía sin duda buena voluntad, no así lo que ha aprobado el Gobierno este martes, que lo que pretende es lo de siempre: captar votos entre incautos con el dinero de los contribuyentes. Sobra decir que administraciones autonómicas y locales de todo color proponen planes similares, así que sería injusto cargar las tintas tan sólo contra Moncloa. El problema es general y es igual de patético en todos los casos.
Pero quien tiene esa edad y celebra que le van a pagar el viaje a la playa tampoco tiene muchas luces, para qué nos vamos a engañar. Mientras tiene todo en contra para emanciparse, ganar dinero, formar una familia y ser feliz, aplaude el descuento en un autobús para Gandía. Eso también es muy penoso. Propio de país cada vez más pobre de mentalidad, luces y bolsillo. Propio de Nueva Zambia del Norte, esta España nuestra.
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3 Comentarios
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hace 10 minutos
A los vascos no les pasa tanto porque tienen una subvenciones al alquiler que pagamos todos los demás.
Tengo familia allí y sé de lo que hablo, vivir en el centro de San Sebastián por menos de lo que pagan algunos de los mencionados en el artículo.
hace 11 horas
Si sr Arranz y aunque hay muchos culpables ahora son el gobierno social/comunista el máximo y mucho mas que otros.
Abajo el sanchismo bildu etarra, por un gobierno patriota nacional.
hace 12 horas
Grande, don Rubén. Tras leer su artículo, me he iluminado con los innegables logros del Sanchismo, esa bendición caótica que nos ha tocado vivir. Gracias a la última epístola del Trolero de la Moncloa —ese Moisés moderno de las políticas públicas— he comprendido por fin que vivimos en una España próspera, igualitaria y verde, más verde que un desfile de Greenpeace en primavera.
La economía va como un tiro… al pie. El paro se mide con una calculadora estropeada y la democracia brilla tanto como una urna venezolana en plena jornada electoral. El feminismo es de pancarta y subvención, y el cambio climático lo combatimos con tanta eficacia que pronto no quedará ni clima que cambiar.
Pero lo mejor no son los datos (amañados, por supuesto, pero con PowerPoint de diseño), sino el orgullo con el que nos anuncian que subsidian a más de dos millones de personas, como si la caridad institucional fuera un triunfo del Estado del bienestar y no el parche de una economía que se tambalea más que una cometa con temporal.
Jóvenes con paguita, jubilados con viajes en bus gratis —o en tren, si logran entender los horarios de Renfe—, y una clase media a la que llaman clase media porque «clase baja» quedaba feo en el titular.
No es que no podamos comprar o alquilar una casa; es que no podemos pagar la luz, el agua, el gas, o siquiera tener un coche. Y si es diésel, cuidado: lo puedes tener, pero no usar. Es como el BOE, pero con ruedas.
Con 1300 euros —el «sueldo medio» según los gurús del gobierno— no llegas a fin de mes salvo que cenes aire y reces fuerte. Y si tienes familia, ya puedes echar más horas que el reloj de la Puerta del Sol, porque lo de las extras no es lujo, es supervivencia.
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Mi consejo a los jóvenes: aparte de votar algo que no huela a progresismo revenido, váyanse del país si tienen aprecio por su trabajo. Aquí el futuro es tan prometedor como un discurso de Irene Montero: largo, caro y sin sentido.