Hoy rompo el silencio. Y no porque tenga el valor suficiente, sino porque el peso de la traición me oprime el pecho. Porque el eco de la historia me golpea las sienes con una sola pregunta: ¿dónde estuve yo cuando mi pueblo necesitaba de mí?

Soy saharaui. Heredero de una revolución que no se hizo para ser contemplada desde la distancia, sino vivida, sudada, gritada con los dientes apretados y el corazón con arritmias. Y sin embargo, aquí estoy. En la diáspora. Cómodo. Cálido. Alimentado.

Protegido. Silencioso.

He fallado, he abandonado y he fracasado.

He sido testigo mudo del avance del olvido. Me he convertido en parte de esa masa que dice "viva el Frente", pero no se moja por él. Que aplaude a El Uali, pero lo reduce a una postal. Que habla de liberación africana mientras se arrodilla ante los lujos europeos.

Me he convertido en parte de esa masa que dice "viva el Frente", pero no se moja por él. Que aplaude a El Uali, pero lo reduce a una postal.

Y lo peor de todo es que esta traición no fue súbita. No llegó con una decisión, sino con miles de pequeñas renuncias cotidianas: cuando dejé de leer La Revolución, cuando prioricé mi interés personal sobre el colectivo, cuando miré para otro lado
mientras las estructuras de poder devoraban la voluntad popular.
Hace unas semanas vi cómo se desmoronaba algo que debía ser un faro: la Escuela de Formación Política que iba a llevar el nombre del mártir El Uali Mustafa Sayed. Un espacio hecho por y para la juventud saharaui, nacida del polvo y la distopía, hija
directa de los ideales que nos enseñaron a creer en la autodeterminación, en la dignidad, en la palabra como arma y la fuerza como escudo.
Y pregunto: ¿Nos pusieron zancadillas? ¿O simplemente lo dejamos morir todos con nuestra indiferencia? ¿Fue una mano cobarde la que firmó su cancelación? ¿O fuimos todos los ausentes, los tibios, los adaptados, los integrados, los privilegiados,
quienes le dimos la estocada final?

Yo sé la parte que me toca. No estuve. No defendí. No alzé la voz. Permití que las intrigas internas, los egos, los juegos de poder, destruyeran un proyecto que debía servir de semilla pensamiento revolucionario. He visto cómo se le cerraban puertas a la juventud que aún cree, que aún lucha, y no moví un solo dedo. Por cobardía o corrupción, da igual. Marruecos y España culpables, NOSOTROS RESPONSABLES.

Y eso me convierte en cómplice.
Para quienes entienden el contexto, suena a película, per me he convertido en lo que juré combatir.
He traicionado la memoria de mis antepasados.
He quebrantado el juramento sagrado que le hicimos a los mártires.
He abandonado la lucha del gran El Uali.
He confundido militancia con presencia digital.

He cambiado el fusil de las ideas por el confort de un sueldo mensual

He cambiado el fusil de las ideas por el confort de un sueldo mensual.
No hay excusa posible. No hay discurso que me limpie. Pero sí hay futuro. Y si algo me queda, si algo aún me arde por dentro, es la conciencia de que todavía estoy a tiempo de retomar la trinchera.
Desde hoy, reniego del silencio, del confort, de la cobardía. No es que me haya importado nunca que me llamen radical, extremista o terrorista, pero hoy, directamente, me resulta indiferente. Prefiero eso mil veces antes que cargar con el peso de seguir siendo un saharaui domesticado.

El pueblo saharaui no necesita más mártires. Necesita combatientes vivos, pensantes, críticos.
Necesita que la diáspora despierte, se organice, se sacuda el polvo del olvido y recupere la voz.
Necesita que todos los que alguna vez gritamos “¡Hasta la victoria o la muerte!” lo digamos ahora con hechos, no con nostalgia.
Esta no es una carta de arrepentimiento. Es una declaración de guerra contra mi propio letargo.
Y si la Escuela fue boicoteada, si fue saboteada desde dentro por miedo al pensamiento libre, entonces nuestro deber es fundarla mil veces más. En cada barrio, en cada pantalla, en cada corazón.
Porque la Revolución vive. Y nos está esperando.


Taufig Mulay es un joven activista saharaui