Somos saharauis. Somos una comunidad que vive entre dos mundos: uno colonizado y violentado desde hace casi medio siglo, y otro —el español— que nos niega sistemáticamente una voz propia, incluso cuando hemos crecido, estudiado y trabajado aquí. Lo que vivimos en los últimos años en España no es sólo invisibilización: es una persecución política, racial y social, acompañada de un silencio ensordecedor por parte de quienes se dicen defensores de los que hacen del internacionalismo proletario una bandera, del feminismo y del antirracismo.
Agresiones y acoso: una violencia constante
Los saharauis hemos sido agredidos en manifestaciones, acosados públicamente por posicionarnos a favor de la autodeterminación del Sáhara Occidental, y señalados como enemigos del multiculturalismo cada vez que denunciamos la instrumentalización política de la inmigración por parte del majzen marroquí. En Vigo, una joven saharaui fue golpeada por ser saharaui.
En otros encuentros públicos, como el organizado por la Fundación Euroárabe sobre Sáhara y Palestina, el propio Consulado de Marruecos movilizó a ciudadanos marroquíes para acosar e intimidar a organizadores y asistentes, impidiendo el desarrollo normal de las jornadas.
En nombre del antirracismo, se blanquea el racismo de Estado de Marruecos y se silencia al pueblo saharaui
Durante las protestas en la calle, es raro las veces que no acude la población marroquí a acosar a los manifestantes. Nadie dijo nada. Ninguna ONG “antirracista” lo denunció. Ningún gran medio lo recogió. Y si lo decimos nosotros, si nos atrevemos a levantar la voz, se nos acusa de agitar el odio. Se nos llama nazis por denunciar agresiones políticas organizadas desde una potencia ocupante. Como si denunciar al opresor con nombre y apellidos nos convirtiera automáticamente en fascistas. Esta es la paradoja: en nombre del antirracismo, se blanquea el racismo de Estado de Marruecos y se silencia al pueblo saharaui.
¿Racismo contra quién?
La izquierda institucional y el activismo del Hagstag, el de salón, nos exigen que veamos a la clase trabajadora inmigrante como un bloque único, homogéneo, carente de matices. Nos piden que no diferenciemos entre comunidades, entre procesos políticos, entre historias nacionales. Que no digamos que una parte de la inmigración marroquí está ideologizada y activada como brazo blando del Majzen. Que nos callemos cuando esos mismos grupos nos acosan, nos agreden o nos impiden expresarnos.
Lo que muchos sectores progresistas no entienden —o no quieren entender— es que homogeneizar a la clase trabajadora inmigrante no es antirracista: es profundamente racista y clasista. Es deshumanizarla. Es convertirla en una masa sin rostro, sin historia, sin contexto, útil solo para tres cosas: limpiar, servir, y engordar titulares. Para el telediario o la cadena de montaje.
Nos piden que no digamos que una parte de la inmigración marroquí está ideologizada y activada como brazo blando del Majzen
Pero nosotros no somos “la inmigración”. Somos saharauis. Tenemos una historia concreta. Un pueblo concreto. Una causa política reconocida internacionalmente. Y también tenemos derecho a denunciar cuando esa inmigración —especialmente la organizada desde Marruecos— se usa como herramienta de presión, de represión o de silenciamiento político.
Marruecos no es solo un país: es un régimen con tentáculos
Y mientras tanto, nosotros hemos documentado y denunciado casos de deportaciones forzadas de saharauis, incluso cuando se encontraban en trámites de asilo. También hemos denunciado los obstáculos sistemáticos que sufrimos en las oficinas de extranjería y asilo: retrasos, negativas sin explicación, manipulaciones burocráticas. Todo esto muchas veces ejecutado por funcionarios o instituciones alineadas con los intereses de Marruecos, que actúan como socios silenciosos de un régimen que nos persigue fuera y dentro del territorio español. Esta es otra forma de represión, menos visible, pero igual de efectiva: negarnos la posibilidad de existir legalmente y con dignidad.
Marruecos no exporta solo migración económica. Exporta también su ideología, sus redes de influencia y sus aparatos represivos
Marruecos no exporta solo migración económica. Exporta también su ideología, sus redes de influencia y sus aparatos represivos. Y los usa dentro de España: en barrios, en redes sociales, en actos públicos, en consulados que funcionan como extensiones del majzen. Y lo hace con impunidad, porque ningún partido español, ni de izquierda ni de derecha, quiere levantar demasiado la voz.
El miedo a romper el tabú de la buena vecindad con Rabat ha convertido a la comunidad saharaui en víctima doble: perseguida por Marruecos, silenciada por España. Y lo más doloroso es que si el discurso antirracista en España fuera realmente honesto, ya habría señalado el supremacismo estructural del régimen marroquí. Porque Marruecos no es un ejemplo de convivencia: es un sistema jerárquico, autoritario y racista.
Sus autoridades discriminan abiertamente a la población nacional no árabe, a las zonas periféricas como el Rif y el Sáhara, y masacran sin reparo a migrantes subsaharianos. Las imágenes de la frontera de Nador, donde decenas de personas negras murieron mientras intentaban cruzar a Melilla, contrastan de forma sangrante con la apertura deliberada de vallas para que ciudadanos marroquíes entren en Ceuta o Melilla cuando Rabat lo decide. Esa es la verdadera cara del racismo de Estado que nadie quiere ver. Y sin embargo, aquí, en nombre de la corrección política, se defiende al verdugo y se ignora a las víctimas.
Lo más doloroso es que si el discurso antirracista en España fuera realmente honesto, ya habría señalado el supremacismo estructural del régimen marroquí
Acostumbrados a este abandono, a esta represión silenciosa, los saharauis hemos aprendido a autoorganizarnos. Lo hacemos dentro y fuera del Estado español. Nos apoyamos, nos protegemos, nos informamos. Y no estamos solos.
También otros pueblos migrantes han desarrollado formas de resistencia frente al acoso estructural y la violencia simbólica y física. En Lavapiés, por ejemplo, grupos de senegaleses se organizan para defenderse cuando jóvenes marroquíes —acostumbrados a perseguirles en el monte Gurugú en Marruecos— intentan hacer lo mismo aquí, en España.
Lo que antes era persecución fronteriza, ahora se traslada a las calles del barrio. Pero esta vez hay respuesta, hay comunidad, hay estructura. Y lo mismo sucede en lo que ha pasado recientemente en Torre Pacheco. Cuando un pueblo se levanta para exigir seguridad, dignidad y responsabilidad institucional, no es racismo: es autoorganización popular frente a la dejadez de funciones de un Estado ausente. Porque cuando el Gobierno ignora, la gente responde. Y si hay violencia es porque la desprotección ha alcanzado niveles intolerables. Que algunos aprovechen el caos para sembrar odio no puede invalidar las causas reales que mueven a los vecinos: el hartazgo, la inseguridad, y la sensación de ser dejados a su suerte.
El deber de nombrar
Nombrar no es odiar. Nombrar no es discriminar. Nombrar es reconocer las diferencias, los conflictos reales, los sistemas de poder que nos atraviesan. Cuando los saharauis señalamos que existe una parte de la inmigración marroquí profundamente politizada —y muchas veces movilizada por intereses del régimen— no estamos estigmatizando: estamos exigiendo justicia y verdad.
Exigimos que se reconozca que hay personas que huyen de Marruecos, pero también personas que representan y reproducen aquí mismo sus estructuras de represión. Y que una parte del antirracismo institucional —ciego, abstracto, elitista— es cómplice de ese silencio.
Taufig Moulay es saharaui de los campos de refugiados, militante del Frente Polisario y divulgador de África y Sáhara Occidental.
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