Trump en la ONU parecía Tejero en el Congreso, con aureola de hierro, autoridad enguatada, mondadientes de fusiles, bravura fondona de braguero, crueldad de sargento y ganas de ponerlos a todos, como reclutas, a saltar el plinto fascista (el plinto me sigue pareciendo un instrumento fascista, era como la basílica de Cuelgamuros de todos los gimnasios). Seguramente Trump tiene razón en algo, en que la ONU ha fracasado. La ONU es una especie de acuario de sueños globalistas y ecosistemas artificiales que nunca a llegó a nada porque el mundo sigue siendo tribal. La ONU ya sólo es un hotel con banderas, un club con botelleros de globo terráqueo, una diplomacia de manicura. Claro que la culpa es de sus miembros, que nunca consintieron que aquello fuera más que una pantomima multicolor, un museo del vestido, una parodia de un Senado de Roma cuando ya no hay Roma (y miren que la hemos estado buscando, desde Carlomagno a la Unión Europea o a los mismísimos Estados Unidos). Trump se quejaba de que la ONU no hace nada, pero es que los jefes del mundo ejercen la política del poder y la diplomacia de la fuerza, él más que nadie. Y los que van por allí sólo van a posar de sargentones, redentores o aborígenes de lo suyo.

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Trump no cree en la ONU, pero va a la ONU a quejarse de la ONU y a pavonearse ante la ONU, o sea que, en el fondo, con todo su testosteronismo de dodotis, Trump es sólo una especie de exesposa aguafiestas. A Europa le ha dicho que “se va al infierno”, que no es del todo mentira porque aún queremos ser las monjitas con guitarrita en un mundo de piratas y criminales. Pero Estados Unidos se va otro infierno peor, el que sale de la loca combinación de la autocracia y la idiocracia. Decía el otro día el Querido Líder americano, al que ya se le está poniendo la absurda cabeza de Doraemon que tiene Kim Jong-un, que en Estados Unidos tenían “un montón de gente estúpida dirigiendo las cosas”. Y parece más felicitación que queja, después de querer inyectarle a la gente lejía para el Covid, de anunciar con campanazos que el paracetamol produce autismo, y de confundir el déficit comercial con una deuda o con una humillación. Quizá Trump iba a la ONU a declararse rey del mundo y sólo ha salido declarado rey de los idiotas, con coronita de cartón y un banjo que a lo mejor le han dicho que es el Nobel de la Paz, al que él aspira como a una piruleta del dentista.

Trump se pasea por la ONU como Hugh Hefner por su piscina, con un poder incontestable pero perseguido y atormentado por risitas incontenibles. Ser poderoso y risible es quizá más humillante que ser desconocido y risible, así que eso seguramente sólo lo convertirá en más osado y cruel. En el mundo, Estados Unidos ya no es un modelo para las democracias ni para nada. Trump ha devuelto la diplomacia y la política no ya al siglo XX, sino a los colonialismos imperiales; ha devuelto el poder a la fuerza bruta, ha convertido la ley en mero acuerdo mercantil, el interés es indistinguible de la explotación o de la extorsión y las vidas no valen no ya lo que diamantes de sangre, sino siquiera lo que los lantánidos del móvil. Trump está en la misma vitrinita que Putin, Kim Jong-un y Xi-Jingpin, entre el miedo y el chiste. Son como los Village People de las autocracias iliberales, cada uno en su estilo y tradición.

Trump va por la ONU como King África, sin tener nada ya que ver con eso, salvo una leve reminiscencia geográfica. A Trump ya no podemos considerarlo ni demócrata ni occidental

Estados Unidos ha soltado amarras como un barco pirata con cien cañones por banda, y ahora está dirigido por un corsario con cabeza de peluche y un loro de segundo de a bordo, imprevisibles. De momento, ese fascismo retórico, con hervores de pereza y de fetichismo, que tanto ha malgastado la izquierda, se va sustanciando pavorosamente en Trump. Ya está el ejército en las calles (en las ciudades demócratas, “enemigas”), ya hay detenciones arbitrarias, ya se consigue echar de sus trabajos a los críticos, ya se amenaza con quitar licencias a los medios, ya se despacha a los periodistas como aquí hace Patxi López o el propio Sánchez (su alegato allí por la libertad de expresión hizo reír por los flecos a las banderas que le tapaban las vergüenzas como a una vedete o a un exhibicionista). El sanchismo, insisto, es nuestro trumpismo, con excusa izquierdista pero con sus mismos manejos, ideas, excusas y latiguillos. Estamos presenciando cómo mueren las democracias, según el famoso libro de Levitsky y Ziblat, lo que pasa es que, como recordaba Stefan Sweig, rara vez el contemporáneo aprecia la verdadera medida de los sucesos históricos que le toca vivir. Además, el cabezón de tebeo de Trump brilla tanto que no nos fijamos en los resoles achaflanados de los pómulos de nuestro aspirante local, Sánchez.

Quizá Trump sí tiene razón con eso de que Europa se va al infierno. Aunque no tanto por la inmigración, que yo creo que no es tan complicada de controlar: sólo se trata de aplicar la ley. Recuerden aquello del gobernador inglés de la India: “Ustedes queman a la viuda en la pira, nosotros ahorcamos al que lo haga y así todos cumplimos con nuestras costumbres”. Claro que esto funcionaría si aquí entendiéramos qué es el imperio de la ley, algo que no hacen los indepes, los ministros sanchistas, la izquierda de gallinero ni los medios con morral. Así que con qué autoridad vamos a educar al autóctono ni al que venga con la ley de la selva. Quizá nos vamos al infierno, pero es más bien el infierno de Trump y de Sánchez, y eso que nuestras dos superstars no dejan de avisarnos. Ya ven que a Trump todavía lo agasajan en el Reino Unido, hasta con sus carrozas de hada, y a Sánchez aún lo veneran por aquí, como a la Santa Muerte.

Trump en la ONU parecía Tejero con bomba atómica de yesca en el bolsillo, el chusquero vengativo, con bigote o bisoñé barnizados para la ocasión del desquite, creyéndose una autoridad irisada por la fuerza ante esos políticos o diplomáticos que todavía son de terno, esperanto, pianola y atlas. Ahora, claro, Tejero nos parece apenas un muñeco de la Legión, porque la ley se impuso. Lo que no sabemos es si la ley se impondrá a Trump. O a Sánchez, que al final va a ser su virrey en España, más que el pobre Abascal, apenas entre esbirro de secta y animadora con pompones.

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