Siendo yo estudiante de Relaciones Internacionales estalló la guerra de las Malvinas. Y aunque entonces no lo sabíamos, fue una ocasión única para observar, en vivo y directo, la aplicación práctica de varias teorías y doctrinas que conocimos en clase.
Por una parte, pudimos enmarcar la reacción de los países de la región ―incluyendo, por supuesto, el apoyo de Venezuela a Argentina, aun tratándose de una férrea dictadura militar― dentro de un intento de aplicar postulados de corte constructivista, apoyados en la invocación del TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca) y en las manifestaciones de solidaridad hemisférica. Ello revelaba la aspiración de actuar conforme a modelos institucionales construidos por los propios Estados, como las Naciones Unidas o el sistema interamericano.
Del mismo modo, observamos cómo las reacciones de los gobiernos de la región podían asociarse a la doctrina Monroe ("América para los americanos"), articuladas a través de una potente narrativa antiimperialista. Si seguimos la lógica del pensador realista Hans Morgenthau, dicha narrativa era prácticamente inevitable ante la presencia británica en el Atlántico Sur.
Sin embargo, por encima de todo, la guerra de las Malvinas sigue siendo hoy un ejemplo casi de libro de texto para analizar uno de los elementos más característicos de la teoría realista: la política de prestigio, tal como la definió Hans Morgenthau.
En qué consiste la política de prestigio
Morgenthau, gran exponente del realismo, sostiene que la política de prestigio consiste en el uso de recursos militares, económicos y simbólicos no tanto para obtener ganancias materiales inmediatas, sino para mostrar y defender la reputación de un Estado como potencia. Es, esencialmente, una política de señalización: demostrar capacidad y voluntad de actuar para que los demás perciban esa determinación como creíble y ésta tenga un efecto disuasorio, y de no ser así, avanzar sin importar el costo.
Por ello, la política de prestigio se expresa en gestos, demostraciones de fuerza y señales inequívocas. En este marco, el coste material ―económico, militar o logístico― se considera secundario: lo que se persigue es evitar el coste reputacional de parecer débil.
El ejemplo de la guerra de las Malvinas
Durante la guerra de 1982, la entonces primera ministra británica, Margaret Thatcher, justificó el envío de una flota que cruzó el Atlántico de norte a sur apelando explícitamente al prestigio internacional del Reino Unido. Para Londres, no responder significaba mostrarse como una potencia decadente, incapaz de defender a sus ciudadanos y territorios de ultramar. La pérdida de prestigio ―y su impacto en la OTAN, en su autoridad global y en su identidad como potencia marítima― era considerada un coste mucho mayor que el enorme esfuerzo operativo de movilizar una fuerza naval hasta el límite de la Antártida.
En esos años de romanticismo estudiantil, en una universidad marcadamente de izquierda, desarrollista, no alineada y antiimperialista, existía un consenso casi automático: el agresor era el Reino Unido y, por tanto, había que apoyar a la república hermana de Argentina. Poco importaba que se tratase de un régimen militar violador de derechos humanos, que desaparecía personas, traficaba niños y había iniciado el conflicto. El reflejo ideológico nos conducía a cerrar filas en defensa de la "integridad latinoamericana", a condenar la agresión de una potencia nuclear contra un país en desarrollo y a exigir el fin del último vestigio colonial en América.
Sin embargo, con la perspectiva que dan los años, al analizar con detenimiento la política argentina se confirman tres elementos fundamentales:
- La Junta Militar explotó eficazmente una narrativa de victimización, presentándose como defensora de la soberanía continental frente a una potencia externa.
- La decisión de ocupar las islas funcionó como una maniobra de distracción, destinada a desviar la atención de una población asfixiada por la crisis económica, la represión y las divisiones internas del régimen.
- Y más importante aún, la Junta también actuó movida por la política de prestigio, convencida de que retroceder ante el Reino Unido era inadmisible en términos de honor y devastador para su reputación interna y externa. El deseo de liderar la región y evitar una humillación pesó más que cualquier cálculo racional militar.
Así, en ambos casos ―británico y argentino―, los costes económicos y militares fueron menos determinantes que el cálculo reputacional y el costo político inherente, eje central de la política de prestigio.
Paralelismos en el Caribe
Avancemos cuatro décadas y observemos el panorama actual, marcado por el retorno del realismo en la política internacional y por la necesidad de Estados Unidos de reafirmarse frente a rivales estratégicos. El Caribe constituye, sin duda, parte esencial del espacio de seguridad primaria de EEUU: ceder allí implicaría una señal de debilidad difícil de revertir.
Ninguna maniobra servirá para alterar el desenlace cuando la correlación real de poder es tan desigual, y lo que está en juego es el prestigio de una potencia mundial"
En este contexto, la Administración Trump está arriesgando prestigio interno y externo al enfrentar con determinación las redes de narcotráfico y a los actores identificados como vinculados al crimen transnacional. Por eso escuchamos con frecuencia que "no hay vuelta atrás" porque es, precisamente, una señal característica de política de prestigio. No es imaginable que EEUU retroceda ante grupos designados como narco-terroristas, y menos aún ante Nicolás Maduro, porque lo que está en juego es mayor que el valor táctico de cualquier operación concreta: se trata responder a una oferta electoral tanto como a la consolidación de un liderazgo hemisférico, y también se trata de abordar eficazmente uno de los pilares de su política exterior como lo es la seguridad nacional, o incluso el diseño de un nuevo equilibrio internacional.
Por su parte, Maduro despliega una narrativa antiimperialista, busca apoyos externos y pretende distraer a la población venezolana presentándose como víctima de una agresión norteamericana destinada a provocar un cambio de régimen, mientras arrecia la represión contra la población. Esta narrativa reproduce patrones ya observados en la propaganda de la Junta Militar argentina. Lo que sucede en este caso, es que Maduro carece de la legitimidad interna y del respaldo internacional mínimo (que sí consiguió la Junta), especialmente tras haber perdido las elecciones, tal como han documentado Edmundo González Urrutia, María Corina Machado y diversos organismos internacionales como la ONU, la OEA y el Centro Carter.
Aquí, de nuevo, la política de prestigio aparece con fuerza: Estados Unidos actúa para garantizar su reputación; Maduro responde con una narrativa de resistencia destinada a preservar apariencia de fuerza. Pero, igual que en 1982, ninguna maniobra –ni narrativa, ni militar– alcanzará para alterar el desenlace cuando, lo sabemos, la correlación real de poder es tan desigual, y lo que está en juego es el prestigio de una potencia mundial.
María Alejandra Aristeguieta es ex embajadora venezolana y experta en la ONU. Aquí puedes leer los artículos que ha publicado en El Independiente.
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