Cuando iba sobre el puente romano, la ciudad vieja de Córdoba nacía ante mis ojos, un cielo azul salpicado de nubes de blancas, cubría la torre de la Calahorra. En el fondo se veía la Mezquita, el río Guadalquivir reflejaba los rayos de sol entre los árboles que discurrían a sus laderas.
La enorme puerta arqueada te daba la bienvenida. Varias lenguas se mezclaban mientras los guías mostraban la historia de la ciudad. El patio de los naranjos, de las flores colgantes, de los cactus y de las higueras. Todo se mezclaba mientras el agua susurraba en una pequeña fuente.
Calles estrechas llenas de historia, la estatua de Maimónides, la vieja sinagoga. La historia nace en cada piedra, sobre la pared queda esculpida la palabra. Es Córdoba con todo su esplendor, la estatua del célebre oculista Mohamed Al-Gafequi. Otro monumento donde se advierte la tradición en la imagen de un niño que extiende su mano al abuelo para colgar una maceta.
El agua, las flores, todo vuelve a nacer en la ciudad vieja de Córdoba
Nunca había visto tanta historia acumulada en tan poco espacio. El monumento de San Rafael. Una cruz cristiana, un alminar se buscan en el interior de la Mezquita. Los capiteles te cuentan la historia de los visigodos, de los romanos, de los árabes. Cuántas huellas en tan poco espacio.
El Alcázar se muestra con todo su esplendor. El agua, las flores, todo vuelve a nacer en la ciudad vieja de Córdoba. Las inscripciones cristinas, las letras musulmanas se conservan en la pared, te hablan de un pasado lejano, de la palabra de Dios.
En Madinat al-Zahara, vuelves a recorrer cada piedra, cada columna incrustada en la falda de una montaña. Los muros de piedra, las puertas arqueadas nacen una y otra vez para llevarte al pasado. El silencio del agua, las flores, el canto de un pájaro te van indicando el camino hacia las ruinas de la ciudadela que vuelve a renacer en la luz del ocaso.
Nunca pensaron los Omeyas que Fernando III iba a quedar rendido ante la belleza de la Mezquita. El culto a Dios podía nacer en la voz de un almuédano, en las campanadas que surgen como un eco en el interior de una bóveda.
En Granada más al sur, en Sierra Nevada. La ciudad nace al abrigo de las montañas, custodiada por el palacio de la Alhambra. Es la historia de Alhamar, de la Casa Nasar, de Carlos V, del Palacio Generalife.
En el Albaicín las mezquitas se mezclan con las iglesias, todo vuelve a surgir en las estrechas calles en la vieja Alcazaba Qadima donde mi amiga Keiko Xhingo me contaba la historia de las pesas trucadas, donde los comerciantes ofrecían sus productos.
De camino al cementerio otro amigo del exilio y el destierro, Bahía Mahumd Awah me había hablado de la tumba del obelisco, del trágico accidente de 1964. Allí descansan los restos de los viajeros de aquel avión que se estrelló en Sierra Nevada cuando se dirigía a Mauritania.
Yo estuve en silencio, observaba cada nombre que aparecía sobre la lápida
Yo prometí depositar una rosa en la memoria de una mujer saharaui, de Umtha Ababa. Un ramo de tomillo, me dieron, cuando dejé la Alhambra a mi espalda. En él me habían susurrado las palabras del camino, el escapulario de la imaginación, el que me llevó a las paredes de piedra donde el agua baja desde la colina.
Cuando estaba perdido en el cementerio, una mujer que oraba en memoria de sus seres queridos me acompañó hasta la tumba del obelisco. Yo estuve en silencio, observaba cada nombre que aparecía sobre la lápida.
La mujer se sentía triste. La soledad, el recuerdo imborrable de su esposo estaban allí delante de sus ojos. Yo empecé a hablar bajo la sombra de un ciprés, le expliqué que yo había perdido parte de mi familia en la ciudad de mi infancia. Le recordé los versos del poeta Robert Browning cuando dijo “en un minuto de sufrimiento, de sombras y frío. Porque para los valientes lo peor se transforma en lo mejor”.
Cuando subía la cuesta del Rey Chico hacia las Torres Bermejas, algo inesperado ocurrió, una mujer se desvaneció, cayó sobre el camino de piedra. La cara quedó ensangrentada, la muñeca fracturada. La levanté, llamé a una ambulancia, comunicé su nombre, expliqué todo lo que había ocurrido.
La Alhambra volvía a nacer otra vez, en la ciudad de Granada, en el Palacio de la Madraza, en la estatua de Yehuda Ibn Tibón el patriarca de los traductores. Todo surgía de nuevo en las aguas del río Darro, en El Patio del Perfume, en los versos de Jorge Luis Borges colgados sobre la pared cuando decía “Grata la música del zéjel, grato el amor y grata la plegaria dirigida a un Dios que está solo, grato el jazmín”.
Córdoba, Granada,
la Alhambra,
Madinat al-Zahra,
la Mezquita, el Alcázar,
hay en ellas un tiempo
en cada huella
en cada palabra.
Sobre los capiteles
en las columnas,
nace el camino
hacia el pasado.
En El Patio del Perfume
cerca del río Darro
la Alhambra permanece quieta
en los ojos de cada mirada
hacia los cipreses
cerca de las Torres Bermejas.
Hay un relato
en el silencio de los árboles
en el fulgor del agua
donde un ruiseñor
canta al ocaso de una tarde
cubierta de nubes blancas
sobre los muros de la Alhambra.
Ali Salem Iselmu es periodista y escritor saharaui.
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