Hay cierta tendencia a representar la historia de Afganistán como la de un país recóndito, dividido e ingobernable, eternamente en conflicto; un lugar donde las grandes potencias se han estrellado una y otra vez, el famoso cementerio de los imperios. Este lugar común es sin duda reconfortante para quienes tratan de justificar el fracaso de la intervención occidental en las últimas dos décadas, pues les exime de toda autocrítica.

El problema no es la forma en que la OTAN ha tratado de llevar a cabo su cacareada construcción nacional en el país —apoyándose en líderes y comandantes locales más que cuestionables, entregando fondos para el desarrollo sin mucho reparo y causando decenas de miles de víctimas civiles—, sino que Afganistán es así.

Mi intención, no obstante, no es discutir la conveniencia de la invasión de Afganistán en 2001 ni la retirada actual, sino destripar estos clichés sobre la historia y sociedad afganas para poder entender mejor lo que ha pasado. De hecho, me aventuro a decir que buena parte de los errores que Estados Unidos ha cometido en el país se deben a una visión demasiado simplista sobre el país por parte de los políticos y militares estadounidenses.

Es cierto que Afganistán es, por su propia geografía, un lugar muy diverso. El país es en gran parte montañoso, agreste y difícilmente comunicado, pero también cuenta con valles fértiles, zonas de llanura y ciudades muy pobladas. Esto, junto con su posición entre la meseta irania, las estepas de Asia Central, el Hindu Kush y el valle del Indo ha favorecido la heterogeneidad lingüística, étnica y religiosa: en Afganistán se hablan unos diez idiomas de varias familias distintas —aunque dominan el persa, que ha sido y es la lengua franca del país, y el pastún—, y existen más de quince grupos étnicos reconocidos —aunque pastunes, hazaras y tayikos componen la gran mayoría de la población.

Sin embargo, esta diversidad no es necesariamente sinónimo de división y conflicto. Más allá de su tribu —un término, por cierto, que a veces ofusca más que aclara—, su etnia, su comunidad religiosa y, por qué no, su género y clase social, los afganos se identifican con su país y sus fronteras, resultado del azar histórico y del colonialismo —la famosa línea Durand. Significativamente, el único proyecto etnonacionalista serio que ha llegado a contar con apoyo popular, el Pastunistán, fue fomentado en los años 50 por el entonces primer ministro del país, Mohammed Daud Khan.

Su intención era, de algún modo, anexionar a Afganistán las zonas pastunes del país vecino —rompiendo efectivamente la línea Durand—, pero se encontró con la oposición del resto de los grupos étnicos del país. La gran mayoría de conflictos en el país han sido luchas por hacerse con el control del Estado, no intentos de secesión.

Lejos de ser un cementerio de imperios, el país ha sido el lugar de origen de poderosas dinastías que podemos calificar como imperiales, como los Mogoles, que dominaron la India durante siglos hasta la llegada de los británicos, y cuya primera capital fue Kabul; o los Durrani, que a finales del siglo XVIII dominaban los actuales Afganistán, Pakistán y partes de Irán.

Estas entidades políticas, cierto es, no eran Estados-nación al uso moderno, pero no por ello dejaban de ser un gobierno que permitía el comercio y los contactos entre las distintas partes de Afganistán y el resto del mundo. Por otra parte, Afganistán ha sido una parte de integral, próspera y culturalmente relevante de otros imperios, como los Timúridas de Asia Central —siglo XV— o los Safávidas de Irán —siglos XVI y XVII. Hablo de ello aquí.

Como con cualquier otro Estado-nación se podrían rellenar páginas y páginas discutiendo sobre el origen histórico de la nación afgana, aunque sin arriesgarnos mucho podemos afirmar que a finales del XIX ya hay un Estado-nación afgano rudimentario. Una obra muy buena que recorre la historia del país y los proyectos de construcción estatal desde el siglo XVII es Afghan Modern, de Robert B. Crews (2015). Uno de los argumentos más llamativos de la obra es el hecho de que los afganos no se perciben como aislados del resto del mundo, más bien al contrario: consideran que su país tiene un lugar central en la historia universal humanidad —una idea que también sugiere el popular historiador afgano Tamim Ansary.

Contra los clichés, conocimiento

Afganistán ha sido más que el mero escenario de las luchas geopolíticas, como el célebre Gran Juego entre británicos y rusos durante el siglo XIX o la Guerra Fría entre soviéticos y estadounidenses. Sus gobernantes, dentro de sus posibilidades, han tratado de manipular a las potencias extranjeras, tal y como hizo el rey del país entre 1933 y 1973, Mohamed Zahir Sha, que consiguió que tanto los soviéticos como los estadounidenses financiaran diversas infraestructuras y proyectos de desarrollo económico.

Por otra parte, la existencia de figuras históricas como Jamal-ad-din al-Afghani, un célebre intelectual y agitador anticolonial que actuó a finales del siglo XIX en varios países del mundo islámico —la India, Irán, el imperio Otomano, Egipto— es un buen ejemplo de la estrecha relación entre los afganos y el resto del mundo.

Otro cliché extendido es el de Afganistán como un Estado inexistente. La situación actual, sin duda, no es la de un Estado consolidado que controla efectivamente su territorio. Esto, no obstante, no se debe a una cualidad innata del país que hace que sea ingobernable, sino a una situación de guerra desde hace más de cuatro décadas.

Cuarenta años de misiles y balas son demasiados incluso para el Estado más fuerte: a la invasión soviética en 1978 y su retirada una década después le siguieron varios años de guerra civil, primero entre los muyahidín y los restos del Afganistán socialista, después entre las distintas facciones de muyahidín, posteriormente entre éstos y los talibán… una guerra civil que no acaba con la intervención de la OTAN en 2001, y que sigue hasta el presente con nuevos actores y distintas alianzas.

Antes de la guerra, el Estado afgano tenía cierta capacidad. En la década de 1930, el país ya contaba con una banca nacional, red eléctrica, comunicaciones instantáneas entre sus distintas ciudades gracias al telégrafo, y una segunda constitución, proclamada en 1933. El Afganistán de mediados del siglo XX era una monarquía constitucional con ambiciosos proyectos modernizadores inspirados en los de Atatürk en Turquía y los Pahlavi en Irán, si bien la influencia del Estado en muchos aspectos se limitaba a las áreas más densamente pobladas.

País en continua transformación

Afganistán, por tanto, ha sido un país en continua transformación y en contacto con el resto del mundo —como la mayoría de los países del planeta, por otro lado. Entenderlo como si fuera un lugar aislado y remoto donde nada cambia y que está destinado a estar continuamente en guerra, ya sea un conflicto civil o una desastrosa intervención extranjera, es una simplificación atroz de su historia. Pensemos, por ejemplo, en los últimos 20 años. Muchos analistas señalan que nada ha cambiado en Afganistán pero, sin embargo, nos encontramos ante un país completamente distinto.

No hay un censo oficial, pero sabemos que la población afgana ha aumentado de poco más de 20 millones de habitantes en 2000 hasta más de 33 millones en 2021 —según el anterior gobierno afgano— o casi 40 según el Banco Mundial. Más de la mitad de los habitantes actuales del país tiene menos de 25 años, es decir, no han conocido el régimen Talibán de los 90 y han crecido bajo los gobiernos auspiciado por la OTAN.

El aumento de la población ha ido acompañado de cambios en la política, la sociedad y la economía. Algunos grupos anteriormente marginalizados, como los hazaras, han aumentado su poder político y económico durante las últimas décadas, y algunos ayatolás chiíes afganos han conseguido proyección internacional gracias a Internet y los medios de comunicación.

A pesar de que la guerra nunca se ha detenido, muchas áreas del país han conocido la paz durante estas dos décadas, lo que ha permitido cierto desarrollo económico. En los últimos años Afganistán ha recibido millones de dólares, bien a causa de la ayuda al desarrollo extranjera y de los proyectos para explotación de recursos y construcción de infraestructuras, o bien gracias a las exportaciones ilegales de opio y minerales. Todo esto ha ocasionado las consiguientes desigualdades, corrupción y tensiones sociales. Al mismo tiempo, han aparecido nuevos actores políticos en escena, ya sean organizaciones de la sociedad civil —sindicatos, asociaciones cívicas, ONGs— o distintos grupos armados, como la sección jorasaní del Daesh.

El Afganistán de 2021, en definitiva, no es el mismo que el de 2001, del mismo modo que el mundo de 2021 no es el mismo que el de 2001. Los talibanes lo saben, y por eso tratan de distraer a la opinión pública occidental de sus asesinatos selectivos y desplazamientos forzosos de la población con fotos de guerreros en los coches de choque. Por eso mismo se reúnen con algunas comunidades chiíes y fingen respetar sus fiestas y tradiciones, porque saben que llegar a controlar y gobernar el país en los últimos meses va a requerir mucho más que la brutalidad ejemplarizante de los años 90.

Afganistán ha cambiado mucho, pero parece que muchos analistas occidentales siguen pensando que todo sigue igual que hace veinte años, y si les apuran, que hace dos siglos. Esta tendencia a encasillar a los habitantes de otras regiones del mundo en categorías y esencias históricas inamovibles, tan cómoda e intelectualmente perezosa, es el origen de muchos de los malentendidos y sorpresas que los occidentales se han llevado en Afganistán.


Alejandro Salamanca Rodríguez es investigador en el Instituto Universitario Europeo de Florencia.