Un fondo rojo, una corona y el texto Keep calm and carry on. El cartel británico motivacional creado en 1939 ante una inminente Guerra Mundial apenas se repartió por las calles. Fue 60 años después cuando cobró popularidad y se convirtió en un icono pop.

Algo similar logró Isabel II con la monarquía británica. Fallecida hace unos días tras setenta años de mandato y 96 de vida, su figura ha sido todo lo controvertida que puede ser una personalidad expuesta al escrutinio público constante durante un siglo. 

Elizabeth Alexandra Mary de York nació por cesárea en un momento en el que el Imperio Británico tenía su máxima extensión territorial, ascendió al trono bajo el gobierno crepuscular de Winston Churchill y ha fallecido cuando el Reino Unido sufre intenta recuperarse del histrionismo de Boris Johnson y el patetismo del Brexit.

El día en que la Reina fue coronada, el ABC informaba de que por primera vez un ser humano había coronado el Everest, el New York Times informaba de negociaciones para terminar con la Guerra de Corea y de pactos entre la oposición cubana para derrocar al presidente Fulgencio Batista. El hoy olvidado Percy Faith y su orquesta lideraban la lista Billboard como lo más escuchado en Estados Unidos, y en España la radio emitía la versión original de La Campanera, cantada por Ana María. Ese año de 1953, John Ford ganaba el Oscar al mejor director por El hombre tranquilo y Gary Cooper a mejor actor por Solo ante el peligro.

En esa época empezó a reinar una Isabel II que llevó la corona del país mientras Reino Unido resurgía como la sede financiera del continente europeo, ganaba su pequeña guerra contra Argentina, dominaba el mundo del pop y del rock a nivel mundial. Pero también cuando el IRA asesinaba indiscriminadamente con fines políticos, cuando la princesa Diana moría en un accidente de tráfico y llevaba a la opinión pública a cuestionarse el sentido y el futuro de la monarquía. 

Sin embargo, revertir esa tendencia y consolidar la percepción positiva de la institución es, probablemente, el éxito más notable de la Reina. Isabel II supo dulcificar la imagen de la corona (y ahí quedan las colaboraciones estelares con James Bond en los Juegos Olímpicos o posteriormente con el osito Paddington), pero manteniendo la credibilidad estética del boato victoriano hasta el punto de contener el daño que los escándalos protagonizados por sus hijos. En otro paso hacia el acercamiento al pueblo, se sumó en 1993, como cualquier otro ciudadano, a quienes pagan el impuesto sobre la renta y asumió el mantenimiento de la Familia Real.

Todo esto es el principal legado de Isabel II a su hijo, el ya rey Carlos III. El futuro de la monarquía depende de su capacidad para continuar adaptándola a cambios políticos y culturales que no cesan. Hace apenas un año que Barbados se transformó en república y abandonó la Commonwealth. Mientras, quedan rescoldos de los escándalos de la familia que han involucrado al propio Carlos además de a otros miembros de la familia real con saudíes de dudosa reputación, no hablemos ya del turbio y mal resuelto asunto entre el príncipe Andrés y el pedófilo convicto Jeffrey Epstein.

Ese monumental anacronismo institucional, que sin embargo simboliza y en buena medida sostiene la continuidad del Reino Unido con estado-nación, sobrevivirá en la medida que Carlos, como hizo Isabel II, sepa adaptarlo a nuevas realidad políticas y culturales manteniendo la gravitas que necesita la institución.

Y para analizar la situación hoy contamos con Cristina Barreiro, profesora de Historia Contemporánea en al Universidad San Pablo CEU junto al equipo habitual de Culturas Políticas: Javier Collado y David Sarias, profesores de la URJC y Álvaro Petit, consultor, periodista y poeta. 


David Sarias es profesor de Historia del Pensamiento y los movimientos sociales, URJC