En el barrio de Al Muthana huele a podrido. Una especie de hedor dulzón inunda las calles después de la batalla. Un niño juega con los perros que devoran las entrañas de un combatiente del Estado Islámico, que yace en el suelo muerto. Los cuerpos esparcidos entre los escombros se descomponen e hinchan rápidamente. Son los restos de una noche de furia. Se supone que iba a ser una jornada tranquila con la Golden División, la tropa de élite iraquí, pero en Mosul nunca se sabe.
Tras liberar la parte Este -que se encontraba ocupada desde el 2014- el ejército centra sus esfuerzos en el área occidental de Mosul, donde siguen atrapados 200.000 civiles, la mayoría en la parte vieja. Se trata de la zona más complicada donde los combates se libran calle por calle, una guerra de explosivos enterrados, guerrillas y trincheras. Naciones Unidas ha advertido de que los combates podrían convertirse en la peor "catástrofe" humanitaria de la guerra contra los milicianos del Estado Islámico. Las tropas iraquíes esperan tomar el resto de la ciudad en tan solo semanas, aunque la tarea podría ser titánica. La cifra de desplazados desde el comienzo de la ofensiva en febrero ha superado las 600.000 personas, según el ministro iraquí para Desplazados y Migraciones, Yasem Mohamed al Yaf.
Un soldado aparta con un palo las aves carroñeras que picotean otro cadáver. “A veces los dejamos días, para que la gente no olvide, otras los empalamos con estacas a modo de advertencia o simplemente, los colgamos de algún poste hasta que solo queda el esqueleto” afirma. Es la manera de advertir a los “lobos dormidos”, suicidas y espías que acechan en las sombras de las zonas liberadas. Tras las recientes imágenes de militares moribundos arrastrándose, segundos después de ser alcanzados por un mortero del Daesh, el ejercito iraquí cerró sus puertas a la prensa. El último checkpoint se volvió infranqueable, pero tuvimos suerte. Una rueda de prensa donde los generales querían mostrar sus galones y hablar sobre los últimos avances de la ofensiva, fue la excusa perfecta para poder entrar hasta la base de Bartella. Después de varias horas y de tomar litros de té, nuestro fixer -productor- congenia con uno de los comandantes kurdos que nos permite pernoctar con ellos, a la espera de acontecimientos.
La Golden Division iraquí fue creada para luchar contra el terrorismo en 2005, entrenada por los boinas verdes norteamericanos y las fuerzas especiales jordanas
La Golden Division fue creada para luchar contra el terrorismo en 2005, entrenada por los boinas verdes norteamericanos y las fuerzas especiales jordanas. Aunque por aquel entonces, todavía no tenían el adiestramiento ni el armamento que poseen hoy. Tras la vergonzosa invasión de Mosul en el 2014, donde prácticamente los iraquíes huyeron en cuestión de horas abandonando sus armas a merced del Estado Islámico, la tropa de élite del ejército tomó el mando de la reconquista iniciada el pasado octubre.
La jornada comienza temprano. Varios humvees -coches blindados de fabricación norteamericana- cruzan el desierto entre casas abandonadas y destruidas. Llegamos al distrito de Al Muthada, donde los combates eran feroces hasta hace tan solo horas. Ahora se respira una tensa calma. El general del tercer batallón, Abdulwehab, pasea triunfal por las calles mientras los vecinos salen a abrazarlo. Los francotiradores quedan apostados en las terrazas mirando hacia la colina donde los yihadistas se replegaron cuando salió el sol.
La paz es interrumpida cuando un soldado dispara al aire, asegura haber visto un dron sobrevolando la zona. Rápidamente nos ponemos a refugio, el combatiente sigue apuntando al cielo, cazando hélices entre las nubes. A falta de aviación, los drones se han convertido en una de las armas más letales utilizadas por el Daesh, que los manipulan y cargan con explosivos. En las últimas jornadas decenas de efectivos de la Golden Division murieron por estos artefactos. Tras varios minutos de tensión salimos de las casas. Todo parece tranquilo de nuevo. Varios iraquíes muestran victoriosos en los tejados la bandera negra del ISIS, abandonada por los terroristas.
Atrapados
Nuestro primer error fue separamos del grupo. Otro de los humvees negros del la ISOF -Fuerzas Iraquíes de Operaciones Especiales- se dispone a patrullar el perímetro y nos invita a acompañarlo. Me encaramo arriba junto a una laduska, una especie de metralleta soldada al techo que maneja un combatiente. Pienso que aquí podré grabar mejor. Arrancamos, a los 15 minutos suenan varias ráfagas de disparos, el soldado me dice que los “tiros” vienen de atrás. Hay que volver, “métete adentro” me grita visiblemente nervioso.
En el interior el calor es sofocante. El conductor discute con su compañero, parecen perdidos. Quedamos solos, en mitad de una calle sin saber hacia donde ir. De repente gritan, ¡Es el Daesh, es el Daesh! A través de las rejas que cubren las compuertas del blindado, pueden verse sus cabezas asomar sobre la colina. Se mueven rápidamente. Han retomado posiciones, es una emboscada. Avanzan, empiezan a dispararnos, el humvee frena, se detiene. Desde la torreta la DShK escupe fuego, ráfagas en semi círculo intentando despejar una vía de escape. Hasta siete fogonazos seguidos. Los cartuchos caen en nuestras rodillas, humean, arden. Me tiembla la pierna, no puedo pararla. En un momento no sé si nos disparan o somos nosotros los que respondemos. Abro la boca para que el sonido no dañe mis tímpanos. Los cristales están agrietados por los impactos. Pregunto a mi compañero, un fotógrafo árabe con mucha experiencia en el frente: “¿Cuánto aguanta el blindado?”. “Con el fusil no hay problema pero lo que me preocupa son los morteros y el RPG. Si seguimos aquí no tardaran en llegar”, afirma. Amagamos con abandonar el vehículo. Nadie se atreve. Finalmente nos movemos en zig-zag, doblando en varias esquinas hasta llegar al punto de partida con la Golden Division, a pies de la montaña. La batalla ha comenzado.
La batalla
Varias duskas descargan munición. No hay tanques, los callejones son demasiado estrechos para que puedan avanzar. Otro arrastra su bazuca hasta el borde de una pared. La carga y corre por un pasadizo, queremos acompañarlo pero nos agarran del brazo, “la onda expansiva puede quemarte”, me dicen. Se arrodilla y dispara. Una luz roja en forma de rayo atraviesa el cielo. En otra de las esquinas lanzan cohetes. Otro humvee atravesado sirve de escudo. Dos combatientes se van turnando con sus M16. Primero descarga uno, le releva el otro y vuelta a empezar. Una combinación letal. Grabamos de rodillas. Un disparo pega a escasos centímetros de mi cara, sobre el muro, apenas lo escucho, solo siento el polvo de la pared que salpica mi rostro. Corremos, tropezamos y rodamos. Finalmente, nos protegemos en la parte contraria. El general Abdulwehab, que se ha percatado de la jugada, viene hacia mi con sus Ray-ban de cristales tintados. “No pasa nada, tranquilo” dice mientras sonríe.
Yo trato de mostrar entereza mientras cargo mi cámara con una nueva batería, pese a que me tiritan las manos. El chaleco se ha vuelto agobiante, me asfixia. Ya no llevo casco, sudo por todas partes. Al lado un soldado con una granada que cuelga del pecho se acerca: “Tengo dos corazones, uno de carne y otro de hierro”, afirma señalando el explosivo. “Si me encontrase acorralado por el ISIS tiraría de la anilla, prefiero morir que ser capturado por esos perros salvajes. Son animales, bestias”, añade.
En un momento nos ofrecen subir a una de las terrazas donde se encuentran los francotiradores. Debatimos sobre si es seguro, “más que aquí fácil”, dice uno los fotógrafos. Arriba un snipers disparaba con su dragunov de fabricación rusa. Tiene un kilómetro de alcance. Nos anima a mirar por encima del muro. Asomamos con sigilo la cabeza, divisamos una enorme montaña de humo que se levanta en el horizonte. El tirador cambia de posición, se acomoda y apunta. Segundos después yace en el suelo encogido, si moverse, no respira, está muerto. Alrededor de su cabeza hay un charco de sangre. Acaba de ser alcanzado por otro francotirador enemigo. A su lado, de cuclillas, el compañero visiblemente aterrado, huye gateando mientras me mira con los ojos desencajados. No hace amago de socorrerlo. Mejor bajar.
De vuelta en el campo de batalla, varios soldados vienen hacia nosotros para ver las imágenes capturadas en la terraza. Al principio, nos negamos pensando que quieren borrarlas para no dejar rastro de militares muertos, signo de debilidad. Sin embargo, solo quieren saber si el francotirador abatido es su compañero.
Llega la aviación, un bombardeo en picada que se repite tres veces. “Son cazas norteamericanos, probablemente tipo Rockwell B-1 Lancer igual de mortíferos que los Sukhoi rusos”, aclara sin que le preguntemos un miembro de la División Dorada. A escasos metros un oficial norteamericano de tez blanca, vestido de negro, con anteojos y pelo canoso, toma notas mientras graba con una cámara y con la Go Pro que lleva incrustada en el casco. Un traductor le acompaña a todos lados. No va armado, tan solo hace informes y mira mapas. A veces habla por radio. No rehúsa las cámaras, incluso nos da pastillas para la herida que tenemos en la cabeza tras tropezar en el tiroteo.
La huida
La gente huye despavorida del polvorín. Corren en masa con apenas lo puesto. Cargan a sus bebes como si fueran sacos de patata. Les acompañamos en su particular éxodo. Un kilómetro de caminata desesperada hasta encontrar una escena dantesca. En medio del fuego cruzado, miles de familias intentan cruzar un puente partido en dos, que separa la ciudad, rezando para que un proyectil perdido no alcance a sus hijos. Las balas silban a nuestro alrededor. Un hombre empuja una silla de ruedas, una mujer de avanzada edad se aferra a ella con los dientes apretados, balbuceando. El terreno abrupto cuesta abajo no facilita la tarea. La anciana es abandonada a su suerte, en mitad del tumulto, mirando al vacío. Ya no parece asustada, tan solo resignada. Los iraquíes corren sin chocarla, tampoco la ayudan.
Debajo del puente varios se refugian, otros se reencuentran después del caos. Una mujer realiza un especie de canto chiita llorando; sus rezos recuerdan a los ritos de la Ashura en Karbala, donde los iraquíes se flagelan con espadas hasta que sus cabezas sangran. Otros se afanan por atravesar el puente quebrado, explosionado por el Estado Islámico durante la huida hacia la parte oriental de Mosul, separada por el Rio Tigris. Para evitar el tiroteo un padre coloca en hilera a sus hijos, arrodillados contra el muro inclinado del puente que se hunde en el barro, formando un triángulo inverso con la otra mitad de cemento. Una niña llora, la otra de unos 10 años no habla, está aterrorizada, sus ojos apenas pueden verse a través de la mascara color carne que cubre su rostro, parece cosida a la piel, probablemente quemada, deformada por la metralla de algún mortero.
Abandonamos el río. Seguimos el rastro de los heridos, algunos moribundos, un reguero de sangre y casquería hasta el hospital Gogjalee. En realidad, se trata de una casa con cuatro paredes maltrechas y algunos colchones en el suelo. Las condiciones de higiene son lamentables. Un herido que ha sido alcanzado por un mortero se cubre el rostro a nuestro paso. Apenas hay personal, es un hospital de paso donde tratar gangrenas, transfusiones, saturar heridas y amputar miembros. No siempre hay anestesias ni herramientas eléctricas para realizarlas. Es una carnicería, un matadero donde aliviar el sufrimiento. Los que tienen posibilidades son trasladados hasta el puesto de ambulancias de Bartella. “No miramos si es enemigo o civil. No hacemos diferencias, en el primer puesto de control son identificados y separados, pero nosotros los tratamos por igual”, dice Suleyman, jefe de la estación.
La conversación es interrumpida por otra ambulancia que llega derrapando. Se traslada el cuerpo y comienza el rally. Le venda la cabeza, la herida en la pierna y tapona los orificios del pecho abiertos por la metralla. La sirena es estridente, marca nuestro paso. A su lado el ayudante sostiene el suero y le pasa las gasas. Hay sangre por todo el suelo, también heces y orina del paciente. El herido apenas se mueve, a veces hace espavientos y levanta la mano, como si fuera un acto reflejo, parece semiinconsciente siempre con los ojos cerrados. El doctor le mete un tubo por la garganta por el que sale un flujo de sangre, saliva y pus, que va a parar a un recipiente que burbujea. La ambulancia se detiene abruptamente en el campo de refugiados de Khazer. Allí varios peshmergas -soldados kurdos- abren la ambulancia y chequean las identidades para asegurarse de que no llevamos terroristas o armamento a bordo. Los permisos tardan cerca de 15 minutos hasta que levantan de nuevo la barrera. Se abre la compuerta y nos arrojan los papeles. Continua la carrera. Al poco de arrancar Viyan levanta el pulgar, asegura que ha conseguido estabilizarlo. La herida de la cabeza, la más preocupante, ha dejado de sangrar. Sus pulsaciones son constantes. Sobrevivirá.
En el hospital de Emergencias de Érbil los heridos se organizan por categorías aunque casi todos tienen algo en común: son víctimas de esta guerra. La mayoría son mujeres y niños. Como Nura que sonríe de lejos ante nuestra llegada. Tiene cinco años. Su pie permanece infectado y vendado, sobresalen varios clavos. Cuando su madre levanta la manta prefiere no mirar, nos enseña las radiografías donde se puede diferenciar claramente el metal del hueso. Confía en que volverá a andar.
En otra de las salas varios niños tienen sus miembros amputados. Uno de ellos ha perdido las dos piernas, también varios hermanos. Se tapa con una sábana azul. Intenta saludar con una mano que permanece enyesada, también le faltan varios dedos, asegura el padre.
A su lado, Amir de 12 años apenas gesticula. Ha perdido la pierna derecha. El muñón comienza en la rodilla. Tiene cicatrices en el pecho y el brazo, le han sacado la metralla y le han cosido. Lleva unos pantalones naranjas del Barça. Su piel tiene un color morado, a veces se torna amarillenta, probablemente fruto de los medicamentos. “Cómo quieres que sonría, ya nunca podré volver a practicar fútbol exclama”. Le explicamos que sí se puede, que en España hay equipos enteros de personas que juegan con discapacidad. Amir tuerce la mirada. En Irak no hay lugar para los sueños. Su padre Luqman nos dice: “Seguimos en el hospital porque por lo menos aquí nos dan medicinas. Si volvemos a Mosul no tendremos nada. Ni tan siquiera hemos conseguido una prótesis. Nuestras casas se han convertido en las tumbas de nuestros hijos”.
Amnistía Internacional ha denunciado que más allá de las terribles heridas físicas, los menores desplazados quedan profundamente traumatizados por la violencia extrema de la que han sido testigos. Muy pocos de estos niños tienen acceso a la atención y apoyo psicológico que necesitan de manera urgente.
Según el grupo iraquí Body Count, más de 16.000 civiles murieron en hechos de violencia en el 2016, lo que lo hace uno de los años más mortíferos para Irak. Como comparación, según el informe anual, 17.578 civiles iraquíes murieron en el 2015 y 20.218 en el 2014.
A 90 kilómetros de allí, en el barrio de Al Muthana, la ofensiva continua. Tres motocicletas suicidas se han estrellado contra las balizas de protección. Sin embargo los yihadistas retroceden. El general Abdulwehab pasa revista, pega palmaditas en los hombros de sus soldados mientras se enciende un puro que le regala el “consultor gringo”. Agarra un parche caído en el suelo y se lo coloca en su pecho. Es un escudo con un águila negra que abre sus garras y bate las alas para agarrar a su presa. Se nos acerca de nuevo. “Ves, os dije que venceríamos” susurra al oído. Un día más en la Golden Division.
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