Uno de los ponentes de la Constitución, a propósito de la indómita voluntad de trenzar el primer consenso desde el final de la guerra civil, resonando a Borges, ha dicho que “no nos unió el amor sino el espanto”.

En efecto, ese sentimiento permitió superar las reticencias y llegar a un texto duradero, imperfecto e incompleto. A horcajadas pero con conclusiones aceptables para una gran mayoría. De ahí que casi nueve de cada diez españoles que acudieron ese día a votar en el referéndum, optaron por el “sí” a la Constitución del 78.

Esto no debe esconder otra realidad y es que de los 34,5 millones de votantes que hay en España, en torno a 25 millones son demasiado jóvenes para haber podido participar en esa consulta cardinal.

En concreto, todos los menores de 61 años ya que, en aquella ocasión, la edad mínima era de 21 años. Por tanto, la mayor parte de la población actual no participó de aquellas decisiones. Este es el argumento básico que invocan los partidarios de abrir un “proceso constituyente”.

Este 40 aniversario, fruto de cesiones, compromisos y arreglos que dieron legitimidad a un texto, mayoritariamente aceptado por la sociedad española, constituye ocasión propicia para sacar conclusiones. Y como plantea Fernando Savater, repensar sus circunstancias y releerla, sin exacerbar el “supremacismo victimista”, ese efecto tan nocivo del nacionalismo de ruptura.

De los 34,5 millones de votantes, 25 millones son demasiado jóvenes para haber podido participar en esa consulta cardinal

Otros ven en la reforma la vía para solucionar el conflicto que plantea la crisis territorial e invocan el Título VIII”. Precisamente el ámbito en el que más claramente se notan “las costuras más tirantes” de la Carta Magna, como apunta el profesor Muñoz Machado, quién también advierte que “la reforma es inevitable porque una constitución que no lo hace está condenada a morir”.

De ahí, su circunstancia otoñal, “un poco gastada, pero a la que le rendimos culto por los grandes servicios prestados”, según Antonio Rovira, catedrático de la Autónoma.

Se ha dicho y escrito con avidez, no exenta de intencionalidad, sobre el making off que condujo al acuerdo final, cuyo texto es el marco regulador de la democracia en nuestro país. Tampoco es bueno caer en el embaucamiento de leyendas urbanas -con denominación de origen nacionalista- que han circulado durante este tiempo, sobre los supuestos tejemanejes que, en la ominosa penumbra, urdieron el tejido de la Carta Magna. Ni plantes gremiales ni presiones militares.

En el tiempo que llevamos bajo este paraguas han sucedido cosas tan elocuentes que no admiten discusión, como que este es un país que goza hoy de un mayor desarrollo civil y tecnológico. Las cifras que se desprenden de un reciente estudio del Instituto Elcano, reflejan una mejora evidente de los niveles de bienestar.

Así, el denostado “Régimen del 78” presenta números en el plano económico que no dejan lugar a dudas: La renta per cápita, medida en términos de poder adquisitivo, se multiplicó por 5; la inversión extranjera acumulada, pasó de 5.000 a 644.000 millones; el porcentaje de la población que alcanza una formación universitaria ha pasado de estar por debajo del 4% al 28% y el número total de coches registrados por cada 1.000 habitantes de 136 a 483.

El desaliento que escolta los avatares del país, y aflora en lo que he querido denominar el otoño de la Constitución del 78, no se compadece con el balance de estos años

En el plano político, según The Economist Inteligence Unit, en 2017 España era una de las 19 “democracias plenas”, las de más calidad del mundo, calificación que ha obtenido nuestro país todos los años desde 2006.

El desaliento que escolta los avatares del país y aflora en lo que he querido denominar el otoño de la Constitución del 78, no se compadece con el balance de estos años ¿Qué es lo que ha ocurrido entonces, para que una parte de la población española reniegue de este periodo?

La explicación habría que buscarla en los efectos secundarios de la crisis financiera de 2008; como efecto de la exacerbada política de austeridad, auspiciada por Wolfgang Schäuble, ministro de economía alemán, káiser de la economía europea en los años de plomo.

Como argüía Jaime Carvajal Urquijo, en una excelente conferencia en el Centro de Estudios Constitucionales, “no se puede obviar que, en los diez años transcurridos, la desigualdad de riqueza y de ingresos ha aumentado. El crecimiento no alcanza a todos y los efectos de las crisis futuras, especialmente en las que puedan venir de los nuevos cambios tecnológicos, habrá que repartirlos con mayor justicia”.

Sociedades avanzadas como la española no pueden asistir impasibles a niveles de pobreza, sin tomar medidas correctoras urgentes

Sociedades avanzadas como la española no pueden asistir impasibles a niveles de pobreza, sin tomar medidas correctoras urgentes. Tampoco se puede soslayar la corrupción, como un fenómeno sistémico. La financiación ilegal de las empresas a los partidos y sus campañas electorales a cambio de favores en la adjudicación de contratos, ha sido harto frecuente.

Esto tiene que ver con una evolución regresiva de los valores democráticos, como denuncia Timothy Snyder, historiador en Yale, en su libro “El camino hacia la no-libertad”, una “desviación de las tradiciones intelectuales de Occidente, que conduce a un debilitamiento de las instituciones, valores y convenciones, lo que perjudica gravemente el funcionamiento de las democracias”.

Cabria preguntarse si la democracia española, de alguna forma, está amenazada. La respuesta sería que desconocer esta contingencia sería un error. No cabe dejar de recordar el objetivo que lanzó el profesor de la Complutense y líder populista en 2014: “destruir el régimen de 1978 o de la Transición”, lo que desdeñaba cualquier análisis objetivo que concluyera que los últimos cuarenta años de monarquía parlamentaria constituyen uno de los periodos más brillantes de la historia de España.

Pero el debate sobre la consolidación de la democracia es más amplio que la apoteosis de la política. Esa labor afianzadora no corresponde solo a los políticos sino a toda la sociedad. De ahí, el papel de la sociedad civil. La verdadera estabilidad de los países avanzados no se asienta en la fortaleza de los gobiernos sino en el vigor y la vitalidad de su sociedad civil, según Habermas, “prerrequisito de la democracia, sin ella no hay estado legítimo”.

Hay que acometer su actualización, pero ese objetivo precisa de un grado de consenso al menos similar al que se alcanzó en el inicio de la Transición

Si hoy todo está sujeto a escrutinio y revisión ¿cómo no estar de acuerdo en que nuestra ley fundamental sea objeto de reforma, transcurridas ciento sesenta estaciones de su vida? Hay que acometer su actualización, pero ese objetivo precisa de un grado de consenso al menos similar al que se alcanzó en el inicio de la Transición.

Sin esa confluencia, resulta difícil aventurar un resultado, como el que una gran mayoría de españoles desea para apuntalar la estabilidad del sistema: una solución territorial sólida y duradera, la consolidación pragmática del estado del bienestar y la reducción de la grosera desigualdad entre los ciudadanos.

Con ocasión de una reciente reflexión sobre “El Otoño de nuestra Constitución”, los avisados jóvenes del Instituto Especial San Mateo de Madrid, parecían mostrarse conformes con el diagnóstico y los objetivos del empeño reformador.