España era un país muy diferente del que es ahora en el año 1982. Las heridas de la dictadura franquista aún no tenían ni cicatrices, pero había que mirar hacia delante. España había cambiado, pero necesitaba enseñárselo al mundo. Y no podía haber mejor ocasión que ser la sede de todo un Mundial de fútbol.

Por aquél entonces, en el verano del 82, se estaban preparando las urnas que, en octubre, acabarían por materializar el cambio social que supuso la llegada del socialista Felipe González a La Moncloa, tras unas elecciones que se adelantaron varios meses.

La economía también estaba preparándose para despegar. En el año 1982 el Producto Interior Bruto (PIB) era de 190.291 millones de euros, tras crecer un 1,2% respecto al ejercicio anterior, en el que el crecimiento se había ralentizado una décima. A partir de este año, España encadenó 10 años de crecimiento con avances que incluso llegaron al 5,5% o el 5,1% en 1988 y 1989 respectivamente.

Siguiendo la norma que dice que hay muchas cosas que nunca cambian, el paro estaba disparado, con una Encuesta de Población Activa (EPA) que dictaba que la tasa se situaba en el 16,6%. La Deuda Pública se situaba en el 25% del PIB, rozando los 32.000 millones de euros al cambio actual.

La Administración sabía que el Mundial era el marco perfecto para dar una imagen aperturista y, aunque no lograron alcanzar el posterior éxito de los Juegos Olímpicos de Barcelona, sí que se organizó un buen torneo.

El de España fue el primer Mundial que tuvo a 24 selecciones en la fase final, después de que se aumentaran las plazas para acoger a más equipos de África y Asia. También fue la primera Copa del Mundo en la que se podían decidir los partidos de las eliminatorias por penaltis, algo que aprovechó Alemania Federal para imponerse a Francia en las semifinales.

Se disputaron 52 partidos, en los que se marcaron 146 goles. El pichichi del torneo fue Paolo Rossi, que aportó seis tantos, uno de ellos en la final, para ayudar a Italia a hacerse con el trofeo. Sólo hubo cinco rojas en todo el campeonato, aunque una de ellas la recibió un nombre ilustre: Diego Armando Maradona.

Las gradas respondieron a la cita y llenaron las 17 sedes que acogieron algún partido mundialista, desde la inauguración en el Camp Nou de Barcelona (Argentina 0-1 Bélgica) hasta la final celebrada en el Santiago Bernabéu de Madrid (Italia 3-1 Alemania Federal), pasando por el Carlos Tartiere ovetense o el José Zorilla de Valladolid, inaugurado meses antes de la cita. En total hubo 2.109.723 espectadores en las gradas de cualquiera de los choques, una media de 40.571 aficionados cada vez que el árbitro daba comienzo a un partido.

Para la selección española, no obstante, el Mundial sólo retiene el oscuro recuerdo de Mestalla y el Santiago Bernabéu. Arconada; Camacho, Gordillo, Alonso, Tendillo, Alexanko, Juanito, Alonso, Satrústegui, Jesús Zamora, López Ufarte, Enrique Saura y José Sánchez fueron los 13 futbolistas que participaron del empate inicial frente a Honduras, solventado en la segunda parte de penalti, como un presagio de lo que vendría después. La remontada ante Yugoslavia (2-1) del 20 de junio, robo arbitral mediante (el colegiado pitó un penalti que no fue y, tras fallarlo, lo mandó repetir hasta que anotó Juanito), levantó los ánimos, que quedaban dispuestos para un espoleo definitivo el día 25, frente a la desconocida Irlanda del Norte y ya sin presión tras la derrota de Honduras frente a Yugoslavia, en Zaragoza, el día anterior.

Lejos de aprovechar el momento, España cosechó una derrota desastrosa (0-1, gol de Gerry Armstrong) que condenó al equipo a un segundo grupo criminal, junto a Inglaterra y la Alemania Federal de Stielike y Rummenigge. No fueron ellos, sin embargo, quienes firmaron nuestra defunción en el Mundial, ya en el Bernabéu, sino Littbarski y Klaus Fischer, que con sus goles ahogaron el postrero de Jesús Mari Zamora y el que quizá fue el mejor partido de España en el torneo. El último, a título póstumo, fue un triste empate a cero frente a una Inglaterra desdibujada, pese a haber arrasado a Francia y Checoslovaquia en la fase anterior.

De ahí en adelante quedaron para el recuerdo el doblete de Paolo Rossi frente a Polonia en el Camp Nou y la inolvidable prórroga en Sevilla entre Alemania Federal y Francia (3-3), que mandó a los bávaros a la final tras ganar en la muerte súbita de la tanda de penaltis. En la final, sin embargo, fueron literalmente barridos por la selección transalpina, venida a más tras vencer en Sarrià a Brasil (3-2, hat-trick de Rossi) y venida a menos después.

La fiesta italiana, que empezó en el Bernabéu, nubló la mente de Enzo Bearzot, El Viejo, que trasladó su mote a su equipo durante los años posteriores. Bearzot, que no volvió a entrenar tras dejar la selección, confió en un grupo más nostálgico que otra cosa. El resultado, como suele suceder y valga el ejemplo de España en Brasil, no pudo ser peor: la campeonísima Italia no se clasificó para la Eurocopa de 1984 y cayó eliminada en los octavos de final del Mundial de México'86.