Las obras de Kafka tienen una dosis de psicología que nos deja algo aturdidos. Su metamorfosis, su forma de reflejar la soledad, el aislamiento del individuo transformando a su personaje principal en un insecto dejó a más de uno con las neuronas mareadas, con la historia en la cabeza durante días. Su proceso, que dejó a medias y no sé publicó hasta su fallecimiento, dio un paso más en la literatura y sus relatos cortos, que tan desapercibidos pasaron mientras él vivía, conquistaron al público tras su muerte.

Este 3 de julio lo recordamos con algo más de fuerza porque tal día como hoy nacía en Praga en 1883. Franz Kafka, de origen judío, llegó cuando sus padres ya habían superado sus problemas económicos. Al venir al mundo este ya le sonreía, con una educación tan severa como densa, tan autoritaria como eficaz. Desde pequeño su cabeza era un torbellino, deseó con fuerza la muerte de sus hermanos por una celopatía incontrolable y, cuando dos de ellos murieron de forma natural, él no fue capaz de superar la culpa. Tampoco la relación tensa que siempre tuvo con su progenitor y que le llevaría a escribir sobre padres e hijos con ansiedad y que condicionaría casi cada página de sus obras.

Su cabeza viajaba más de lo normal, quizás a más revoluciones. Empezó Química, luego Filosofía y terminó en Derecho por la perseverancia de su padre. Era 1906 y tras pasar por varios hospitales, su cuerpo le jugaba malas pasadas, empezó a escribir mientras fingía estar interesado en su trabajo como pasante. Eran sus inquietudes, la oscuridad que a veces le traía la vida, lo que le daba la inspiración. "Mi miedo es mi sustancia, y probablemente lo mejor de mí mismo", llegó a asegurar.

Sería varios años más tarde cuando la escritura se convierte en una obsesión. Comienza a llenar páginas con rapidez, termina El juicio en apenas ocho horas y poco después comienza con La metamorfosis. Dicen que fue durante aquel tiempo, antes de empezar con su hombre-insecto, cuando a Kafka el amor le deja tirado en una cama. Obsesionado con una mujer que no le corresponde, entra en una especie de depresión que le secuestra entre las sábanas, que le impide coger fuerzas para levantarse. Se ve enjaulado y parece que empieza a crear a Gregorio Samsa.

Tuberculosis y miedos

Esa relación, que al final tuvo idas y venidas, fue la que marcó parte de su obra y  fue la tuberculosis la que le libró de acudir a las guerras mundiales y le concedió el tiempo, en la segunda, para escribir El Proceso.

Su mal de amores se curó con Dora Diamant, una joven periodista que le acompañó desde 1923 hasta su muerte, poco tiempo después. Él se negó durante su vida a publicar gran parte de sus escritos, a dejar ver su talento. Quizá por falta de confianza, quizá por miedo a no ser entendido. Cuentan que aunque sus manuscritos provenían de una complejidad mental, nadie jamás le calificó como tal. Aseguran que daba la imagen de ser un hombre normal, nunca la de un genio estrafalario. Pero son sus diarios los que dejan constancia de infiernos, de demonios, del desamparo de la soledad. Puede que sufría en silencio, que fingiera la normalidad. "En tu lucha contra el resto del mundo te aconsejo que te pongas del lado del resto del mundo", dejó escrito y tal vez actuó de aquella manera.

Murió un 3 de junio de 1924, en Austria y dando una orden: que todos sus manuscritos se destruyesen. Su íntimo amigo y albacea, Max Bord, hizo caso omiso a su petición y con la ayuda de Diamant le dieron a la literatura otro impulso, puede que otra pulsión. Fueron ellos lo que nos hicieron llegar gran parte de su obra, la que provoca que más de 100 años después nos acordemos de él los 3 de julio.