El asombro y el horror se entremezclaban en el rostro de Benito Mussolini. Frente a él, aquel hombre sentado sobre un cajón colocado del revés, en un edificio completamente devastado, le estaba explicando con una sorprendente tranquilidad los detalles de la explosión que había tenido lugar ahí hacía apenas dos horas. "Aquí fue. Aquí, junto a esta mesa, estaba yo de pie. Así me hallaba, con el brazo derecho apoyado en la mesa, mirando el mapa, cuando de pronto el tablero de la mesa fue lanzado contra mí y me empujó hacia arriba el brazo derecho. Aquí, a mis propios pies, estalló la bomba", señalaba a su interlocutor Adolf Hitler, que se mostraba casi ileso tras el atentado.
Por aquella misma hora, a unos 700 kilómetros, el coronel Claus Von Stauffenberg se mostraba airado al comprobar que ningún coche le esperaba para recogerle en el aeródromo de Berlín en el que acababa de aterrizar. Y su enfado no haría sino aumentar cuando, más de una hora después, logró llegar a la oficina central del Ejército en la capital alemana y comprobó que el Plan Valkiria apenas acababa de activarse. "¡Hitler ha muerto!, ¡yo he visto con mis propios ojos cómo lo sacaban entre los escombros!", exclamó con cierta desesperación ante las dudas que parecían reinar entre sus compañeros de conspiración.
Habían pasado menos de cuatro horas desde que Stauffenberg, acompañado por su asistente, el teniente Werner von Haeften, había abandonado apresurado la Guarida del Lobo, el cuartel general de Hitler en Rastenburg, para emprender el camino de regreso a Berlín, tras comprobar que el barracón en el que Hitler se encontraba reunido con algunos de sus colaboradores había saltado por los aires.
Entre los conspiradores, en Berlín, reinaba la confusión sobre la suerte que había corrido Hitler
El desconcierto reinante durante los minutos posteriores le sirvió para escapar, no sin dificultades, del cuartel, y dirigirse al lugar en que le esperaba su avión, listo para despegar. Cuando se encontraron a bordo, "Stauffenberg y Haeften debieron derrumbarse sobre sus asientos, agotados por la terrible tensión nerviosa que habían acumulado, pero felices y satisfechos, convencidos de que habían cumplido con su arriesgada misión", sostiene Jesús Hernández, autor de Operación Valkiria (Nowtilus, 2008).
En el centro de operaciones de la conspiración, lo que imperaba, en cambio, era la confusión. Ninguna de las informaciones que llegaban desde Rastenburg confirmaba de forma fiable la muerte del Führer; de hecho, eran varias las fuentes que aseguraban que había sobrevivido al atentado. La pieza esencial de sus planes se tambaleaba y nadie se atrevía a dar el siguiente paso.
Sin embargo, tampoco parecía haber muchas alternativas. El golpe del 20 de julio de 1944 había sido concebido como la última oportunidad para derrocar al dictador alemán y, si era posible, poner fin a un conflicto que parecía dirigirse hacia la derrota total de Alemania.
En las semanas previas se habían hecho ya varias tentativas de eliminar a Hitler. Y aunque ninguna de ellas había pasado de meros planes sobre el papel, habían motivado algunos movimientos que ya habían despertado las sospechas de la Gestapo. Si el atentado de Stauffenberg había fracasado y el golpe resultaba frustrado era fácil suponer que los conspiradores serían pronto descubiertos, detenidos y, con toda probabilidad, ejecutados.
Por esa razón, la misión de Stauffenberg en Rastenburg había sido planteada como la última oportunidad de llevar a cabo un plan largamente pergeñado. Como sostiene Hernández, "la resistencia contra el Tercer Reich era tan antigua como éste mismo", aunque sería a partir de 1942, cuando se empezaron a acumular las derrotas en el frente oriental, cuando el desencanto hacia Hitler empezó a cobrar fuerza dentro de su propio Ejército. Y el desastre de Stalingrado, a inicios de 1943, se reveló como una trágica muestra del destino que esperaba al país si el Führer seguía dirigiendo el rumbo político y militar.
Por entonces se plantearon algunos de los planes que más cerca estuvieron de acabar con la vida del dictador germano. En marzo de 1943 llegó a volar con una bomba en su avión, que había sido previamente activada, pero que para frustración de los conjurados no llegó a explotar. Otros intentos resultaron frustrados a última hora, por unas y otras razones, haciendo germinar entre los líderes de la conspiración la frustrante sensación de que la Providencia jugaba a su favor.
Fue por esas fechas, en el verano de 1943, cuando Stauffenberg se sumó de lleno al complot. Hasta entonces, este joven de origen aristrocrático había servido con notable eficacia a los esfuerzos militares del Reich. Formaba parte de un nutrido grupo de militares que habían acogido el ascenso de Hitler con optimismo, que apoyaban sus planes para hacer de Alemania una potencia dominante en Europa central, pero que no habían tardado en sentirse contrariados por algunos de los excesos violentos del nuevo régimen y que habían acabado defraudados el modo en que se dirigía la guerra.
Ya en el verano de 1942 había dejado patente su malestar con comentarios tan elocuentes como "¿es que en el cuartel general del Führer no se encuentra ningún oficial capaz de dispararle?". El azar no tardaría en ponerle en una posición privilegiada para encargarse él mismo de esa misión.
En abril de 1943, mientras se encontraba destinado en África, sufrió un ataque aéreo que a punto estuvo de costarle la vida. Como resultado del mismo quedó gravemente mutilado: perdió un ojo, una mano y dos dedos de la otra. Tras varios meses de convalecencia, sería nombrado jefe del Estado Mayor en la jefatura de la oficina central del Ejército, en Berlín.
Stauffenberg estuvo a punto de morir en abril de 1943, tras sufrir un ataque aéreo
Allí, pudo entrar en contacto con algunos de los elementos más destacados de la oposición militar al régimen, como su superior, el general Friedich Olbricht, quien pronto le haría parte destacada de todos los preparativos para acometer el golpe que debía librar a Alemania de la garra de Hitler.
Durante meses se trabajó para añadir elementos a la conspiración, plantear la toma del poder y perfilar el nuevo gobierno que debía dirigir el país. Lo que resultaba más difícil de definir era el modo de acabar con el dictador. Esta tarea era considerada esencial para cortar de tajo las lealtades aún existentes en el seno del Ejército hacia el máximo gobernante del país, pero las fuertes medidas de seguridad de las que se rodeaba y su errática agenda complicaban mucho la tarea; era necesario encontrar a alguien con acceso directo al Führer que estuviera dispuesto a ejecutar la misión.
Estas dificultades fueron dilatando los planes de los conspiradores, hasta el punto de que, avanzado el año 1944, fueron varios los que creyeron que la ocasión ya había pasado. El rápido avance de las fuerzas soviéticas en el frente oriental y el desembarco aliado en Normandía hacían presagiar que, tarde o temprano, Alemania sufriría una aplastante derrota. En aquellas circunstancias era poco el interés que tenían los enemigos bélicos de Hitler en apoyar el golpe de unos militares que se creerían en situación de negociar su rendición.
El propio Stauffenberg llegó a pensar que ya no valía la pena seguir adelante con el golpe; era preferible que fuera el régimen nazi el que corriera con las cargas de una derrota inevitable. Pero el mayor general Henning von Tresckow logró convencerle de que su misión era culminar el plan en el que llevaban tanto tiempo trabajando. "El atentado ha de llevarse a cabo, cueste lo que cueste. Aunque hubiera de fracasar ha de ser intentado en Berlín. Ya no se trata del objetivo práctico, sino de que la oposición alemana haya intentado el golpe decisivo, ante el mundo y la historia. Todo lo demás aquí es indiferente", aseveró.
Por esos días, de nuevo el azar había obrado para reforzar el papel protagonista de Stauffenberg en el complot. Señalado por el general Heinz Guderian "como el mejor del Estado Mayor", fue designado jefe de la Sección de Operaciones, un cargo que le daba acceso directo al Cuartel General de Hitler.
En las semanas siguientes tuvo oportunidad de reunirse en diversas ocasiones con los jerarcas del nazismo, incluido Hitler. Aquellos encuentros con los que consideraba "manifiestos psicópatas" le repugnaban y por su mente ya sólo se cruzaba una idea: la de aprovechar su acceso al Führer para acabar con él.
Aún fueron necesarios varios encuentros más hasta que Stauffenberg se convenció de que había llegado el momento de actuar. El 20 de julio de 1944, cuando se dirigió a Rastenburg llevaba ya la firme decisión de no marchar de allí sin atentar contra el dictador.
Una vez allí, el coronel tuvo que hacer frente a una serie de imprevistos que dificultaron su tarea. Especialmente, el adelanto de la reunión, provocado por la visita que había de efectuar Mussolini horas después, le obligaron a preparar las dos bombas que portaba en su cartera de forma apresurada. A pesar de contar con la ayuda de Haeften, Stauffenberg sólo tuvo tiempo de preparar uno de los explosivos. El otro se lo dejaría a su ayudante, en lo que acabaría resultando un error fatal.
Cuando llegó al barracón indicado, la reunión ya había comenzado. Solicitó a sus acompañantes que le situaran lo más cerca posible de Hitler, con la excusa de que tendría que intervenir seguidamente. Así pudo situar su cartera con la bomba a apenas dos metros del dictador, antes de, con el pretexto de efectuar una llamada urgente, volvió a abandonar la sala. Ya sólo faltaba esperar la explosión y emprender la huida para ponerse al frente del levantamiento.
La reunión se adelantó y Stauffenberg sólo tuvo tiempo de preparar una de las dos bombas que portaba
Hacia las 12:42 se produjo la detonación esperada. Antes de abandonar la Guarida del Lobo, Stauffenberg pasó por delante del edificio en llamas y comprobó la destrucción causada por la detonación. Todo parecía indicar que su plan había salido a la perfección.
Lo que desconocía el coronel del Estado Mayor era que, en su ausencia, alguien había movido su cartera, situándola en una posición en la que la gruesa pata de madera en que estaba apoyada actuaría como pantalla, enviando la onda expansiva hacia el lado contrario al que ocupaba Hitler.
El hecho de que las ventanas estuvieran totalmente abiertas, a causa del calor asfixiante de aquella tarde, y que la estructura del edificio fuera bastante endeble facilitaron que la fuerza de la detonación se dispersara hacia fuera del barracón. Además, la decisión de Stauffenberg de no guardar también en la cartera la segunda de las bombas, que seguramente habría explotado por efecto de la primera, acabó salvando la vida del Führer.
Hasta cuatro de los presentes en la sala murieron, y otros muchos sufrieron heridas de distinta gravedad. Hitler, sin embargo, pudo abandonarla por su propio pie, con la cara ennegrecida y su ropa hecha jirones. El estallido de un tímpano y algunas heridas en brazos y piernas eran las escasas secuelas de un atentado del que había escapado milagrosamente, como él se encargaría de recalcar.
"Después de librarme hoy de este peligro de muerte tan inmediato, estoy más convencido que nunca que mi destino consiste en llevar a cabo felizmente nuestra gran causa común", le comentaría a Mussolini en su posterior reunión.
"El atentado fallido no sólo alimentó la sed de cruel venganza de Hitler, también reforzó poderosamente su sensación de ser el elegido por el destino. Convencido de tener a la Providencia de su lado, el haber sobrevivido significaba para él una garantía de que cumpliría su misión histórica, lo cual aceleró su caída en el mesianismo más puro", corrobora Ian Kershaw en Hitler: la biografía definitiva (Península, 2019).
Con esa seguridad, el dictador dio las órdenes precisas para aplastar el golpe ya en marcha en Berlín y castigar a los culpables de la conspiración. No se lo pondrían muy difícil sus oponentes. Por un momento, el empuje de Stauffenberg pareció reconducir la situación y el éxito del golpe llegó a vislumbrarse como una opción nada improbable.
Pero lo cierto es que se habían desaprovechado unas horas muy valiosas, se habían dejado demasiados cabos sueltos y, sobre todo, las inciertas noticias sobre la suerte que había corrido Hitler en el atentado hicieron vacilar a buena parte de los generales implicados, que prefirieron no tomar riesgos hasta que la situación se aclarara. "¡Bonita chapuza!", espetó a Stauffenberg el mariscal de campo Erwin von Witzleben, quien rehusó asumir el mando de las tropas sublevadas, tal y como estaba previsto.
Cuando a última hora de la tarde el régimen nazi pudo transmitir a través de la radio y por la acción del ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, el mensaje de que el Führer aún vivía, las posibilidades de saldar con éxito aquella aventura se desvanecieron.
Cuando Goebbels transmitió por radio que Hitler estaba vivo, las opciones de éxito del golpe se desvanecieron
Algunas de las fuerzas que se habían puesto a sus órdenes aquella noche, pronto se volvieron contra los cabecillas del complot e incluso en el interior del edificio de la Bendlerstrasse un grupo de oficiales decidió oponerse a los líderes golpistas. Poco antes de la medianoche ya nadie dudaba que la intentona había fracasado.
Fue entonces cuando el coronel general Friedicht Fromm, comandante en jefe del Ejército de la Reserva, que había permanecido retenido toda la tarde, fue liberado y decidió ajusticiar a los líderes golpistas, tras someterlos a una farsa de consejo de guerra en el que se decidió su ejecución inmediata. Poco después de la medianoche, Olbricht, Stauffenberg, Haeften y el coronel Mertz von Quirnheim fueron fusilados.
Con su muerte, Fromm trataba de evitar que delataran su tibia actitud durante los preparativos del golpe. Esto no le sirvió, sin embargo, para evitar caer varios meses después entre los dos centenares de condenados por el régimen nazi, que desataría una terrible cacería contra cualquier sospechoso de haber estado más o menos involucrado y sus familias.
Los más de 5.000 detenidos en aquellas semanas dan fe, además, como observa Hernández, de que el atentado se utilizó para proceder contra cualquier opositor al régimen y extender el temor entre la población. "El fracaso de la conspiración para eliminar a Hitler eliminó la última posibilidad de un final de la guerra negociado", confirma Kershaw.
Con un Hitler confiado en su suerte y una resistencia interna totalmente aplastada, nada ni nadie podrían ya convencerle de la conveniencia de poner fin a la guerra. El Führer se sentía, ahora más que nunca, indestructible. Y sólo una derrota total podría hacerle ver que estaba equivocado.
Aún serían necesarios un año más de batallas y varios cientos de miles de víctimas para que el sueño de Stauffenberg y sus compañeros de conspiración se hiciera realidad.
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