En 1964, el Departamento de Estado norteamericano patrocinó una operación para que Robert Rauschenberg, uno de las figuras sobresalientes del entonces incipiente pop art, se alzara con el gran premio de la XXXII Bienal de arte de Venecia. Hizo falta transformar en galería el antiguo consulado yanqui en la ciudad, fletar desde EEUU un enorme avión militar, infiltrar en el jurado a un prestigioso crítico estadounidense, improvisar una velada de danza contemporánea en La Fenice y trasladar las enormes piezas en una lancha motora por el Gran Canal pocas horas antes del veredicto. Pero Rauschenberg, con sus inclasificables artefactos que muchos consideraban basura, ganó el León de Oro y sus dos millones de liras –el equivalente a unos 25.000 euros actuales–. Un triunfo que escandalizó a muchos y que cambió el panorama del arte internacional.
Desde la creación de la Bienal en 1895, ningún artista norteamericano había conseguido el máximo galardón de la prestigiosa cita veneciana. Mediado el siglo XX, los marchantes y críticos europeos seguían marcando el compás de la validación curatorial y privilegiando a los creadores del Viejo Continente. Pero después de la Segunda Guerra Mundial las cosas habían cambiado. En coherencia con el nuevo orden mundial, el centro de gravedad del arte contemporáneo se había desplazado de París a Nueva York. Allí, una joven generación estaba desafiando las últimas convenciones del arte que habían sobrevivido a las vanguardias. Ya era hora de pasar a limpio el nuevo statu quo. Y aprovechar para poner en marcha una de esas operaciones de soft power de las que, en plena Guerra Fría, Estados Unidos se servía para proyectar las virtudes de su hegemonía política y cultural.
De todo esto trata Taking Venice, el documental que este lunes 11 de noviembre estrena en España la Fundación Juan March con la presencia de su directora, Amei Wallach. Un anticipo de la exposición que en octubre de 2025, coincidiendo con el centenario del nacimiento de Rauschenberg, la institución dedicará al artista cuarenta años después de la primera muestra de su trabajo en España, que tuvo lugar, precisamente, en la sede madrileña de la March.
Una operación de estado
Desde los años 70 se han ido descubriendo los detalles de la labor en la sombra que la CIA, a través de iniciativas como el Congreso por la Libertad de la Cultura, llevó a cabo para contrarrestar la influencia comunista en Europa. La agencia invirtió ingentes cantidades de dinero y cooptó a escritores e intelectuales para difundir las bondades de la pax americana frente al totalitarismo soviético. La operación veneciana para encumbrar a Rauschenberg no fue cosa de la CIA, pero antes de que Amei Wallach reconstruyera los acontecimientos con los testimonios reunidos en Taking Venice, la historia era poco conocida o se había malinterpretado.
El proyecto surgió en 1962 en el seno de la Agencia de Información de Estados Unidos (USIA, por sus siglas en inglés), un organismo dependiente del Departamento de Estado que no se dedicaba al espionaje, pese a lo que pueda parecer por su nombre, sino a la diplomacia cultural y el intercambio educativo a gran escala con otros países. Su principal objetivo era promover la imagen y los valores de Estados Unidos frente al modelo soviético.
Imbuida del optimismo generado por la Administración Kennedy, la sección de Bellas Artes de la USIA decidió aprovechar el escaparate de la Bienal de 1964 para hacer proselitismo y mostrar al mundo el fruto de la efervescente escena artística norteamericana. Para ello, contó con el asesoramiento de Alice Denney, una inquieta personalidad del mundo del arte de Washington conectada con los Kennedy a través de su marido, George Denney, que trabajaba precisamente en el Departamento de Estado. Fue Alice Denney quien sugirió a la USIA el nombre de la persona ideal para comisariar el proyecto de la Bienal.
Cabras e iconos
Se trataba de Alan R. Solomon, un historiador del arte que había asumido recientemente la dirección del Museo Judío de Nueva York, transformando aquella discreta institución en un lugar de referencia para el arte moderno. En 1963 organizó allí una retrospectiva del trabajo de Rauschenberg que supuso un pequeño escándalo. En el centro de una de las salas podía verse su luego famoso Monograma (1955-1959), una cabra de angora disecada y atrapada por un neumático. Aquel animal intervenido artísticamente representaba toda la heterodoxia desarrollada por el artista texano desde que se instaló en Nueva York a comienzos de los años 50. Una época en la que apenas disponía de un cuarto de dólar para comer cada día y solía recorrer las calles que rodeaban su estudio en el bajo Manhattan para recoger todo tipo de desechos y materiales de derribo que luego utilizaba para realizar sus obras.
Con aquella polémica retrospectiva aún fresca, la obra de Rauschenberg sería el eje de la propuesta norteamericana en Venecia. Su trabajo reciente se recreaba oportunamente en la yuxtaposición de iconos de la cultura popular de Estados Unidos al modo que ya estaba ensayando Andy Warhol. Las imágenes serigrafiadas de Kennedy, botellas de Coca-Cola o artefactos espaciales de la NASA componían una postal conveniente a las intenciones del proyecto propagandístico de la USIA.
La obra de Rauschenberg dialogaría en la Bienal con la de Jasper Johns. Ambos se habían conocido en 1954 en el Village neoyorquino y no solo se hicieron amigos y amantes secretos, sino que colaboraron artísticamente, se influyeron y se apoyaron mutuamente desde los márgenes frente a las invectivas de los ya consagrados expresionistas abstractos. Tenía todo el sentido que las dianas y banderas norteamericanas de Johns se mezclaran en la calculada exposición veneciana con los icónicos collages de Rauschenberg.
Leo Castelli, el facilitador
Uno y otro estaban representados por el otro hombre clave de la conspiración veneciana: el galerista Leo Castelli. Este judío seductor y vividor nacido en Trieste y exiliado en Estados Unidos desde 1940 con la acaudalada familia de su mujer hizo valer sus amistades en el mundo del arte para establecer su propia galería en 1957, recién cumplidos los 50. Desde ella apostó por valores como Johns y Rauschenberg o, poco más adelante, Andy Warhol. Y lo hizo cuando el mercado del arte contemporáneo tal y como lo entendemos hoy comenzaba a ser una realidad. El mismo año que Castelli fundaba su galería, el Metropolitan adquirió el monumental Autumn Rhythm (Number 30) del recién fallecido Jackson Pollock por una cifra entonces mareante, 30.000 dólares, que preludió un boom especulativo en torno al arte contemporáneo.
En la preparación de la Bienal, Castelli desempeñó un papel clave como asesor de Solomon. Y no es casualidad que entre los artistas que viajaron a Venecia hubiera otros nombres de su galería como Frank Stella o John Chamberlain. Así, el proyecto inició su andadura en noviembre de 1963 con Solomon como comisario, Alice Denney como subcomisaria y enlace con la USIA y Castelli como consigliere más que oficioso.
El asesinato de John F. Kennedy el 22 de noviembre sorprendió a Solomon en París camino de Venecia para iniciar los preparativos. El comisario escribió entonces preocupado a Washington. ¿Seguimos adelante? La respuesta fue clara: por supuesto. “Era nuestro momento y contábamos con el respaldo del gobierno”, recuerda Denney, fallecida en 2023, en el documental de Wallach.
Solomon, a por todas
Hasta la fecha, Estados Unidos nunca había participado oficialmente en el certamen. De hecho, a diferencia del resto de países con pabellón propio en los Giardini della Biennale, el edificio estadounidense no había sido levantado por el gobierno, sino por un grupo de galeristas que lo costearon de su bolsillo allá por los años 20. Solomon se percató enseguida de que aquella vulgar construcción neoclásica se quedaba pequeña para sus intenciones y decidió buscar una localización extra. El antiguo consulado, entonces vacío, ubicado en el Gran Canal y pared con pared con la colección Peggy Guggenheim, era una opción ideal. Allí se expondría a los pesos pesados de su propuesta –Rauschenberg, Johns, Stella, Chamberlain, Claes Oldenburg, Jim Dine–, mientras que en el pabellón de los Giardini quedarían relegados dos abstractos más convencionales –Morris Louis y Kenneth Noland–.
La audacia de rebasar los límites del recinto de la Bienal y ubicar la exposición en plena Venecia despertó las susceptibilidades de otros países participantes y del mundillo del arte convocado para la cita. Cundió la idea de que Estados Unidos tramaba una gran operación imperialista para tomar la Bienal. Una impresión que muchos vieron corroborada cuando en mayo de 1964 aterrizó en la base militar de Aviano un enorme aparato de la fuerza aérea norteamericana con las piezas de la exposición a bordo. Pero no se trató de una arrogante demostración de fuerza, sino de un recurso de emergencia. Como la USIA no contaba con presupuesto suficiente para un flete convencional, Alice Denney consiguió a través de su marido un transporte militar. Lo cuenta ella misma en el documental: "No era una conspiración. Es que no nos podíamos permitir un avión normal".
Tampoco ayudó a calmar las suspicacias el hecho de que el comisario Solomon explicitara por escrito y en declaraciones ante la prensa que la capital del mundo del arte se había desplazado de París a Nueva York. La presencia del crítico norteamericano Sam Hunter en el jurado que debía decidir los premios de la Bienal y la llamativa campaña de promoción de Rauschenberg montada desde París por Castelli y su exmujer, la galerista Eliana Sonnabend, terminaron de calentar el ambiente.
El trapicheo final
Pese a todo, la calidad de la exposición del consulado logró poner de acuerdo a la mayoría del jurado. Cuatro de sus siete miembros apoyaron la candidatura de Rauschenberg al León de Oro. Pero tres, incluido su presidente, en un principio se resistieron. Y es que había un obstáculo burocrático: al parecer, las bases de la Bienal no permitían premiar una obra que se exhibiera fuera del recinto del certamen.
Con las espadas en todo lo alto, el 18 de junio, en vísperas del fallo, y como parte del aparato promocional levantado por Solomon y Denney, se celebró en el Teatro La Fenice una función de la compañía de danza de Merce Cunningham. El coreógrafo y bailarín norteamericano se encontraba de gira mundial con un espectáculo cuyo vestuario y escenografía habían sido diseñados precisamente por Rauschenberg. La actuación en Venecia no estaba prevista, pero se consideró que sería la guinda del pastel que terminaría de vencer las resistencias del jurado, que asistió en pleno a la función entre aplausos y pateos de quienes protestaban por las maniobras norteamericanas.
En efecto, tras aquella brillante velada escénica las resistencias quedaron vencidas. Pero Solomon quiso asegurarse de que el escollo burocrático de la localización en el consulado no arruinaba sus planes. Así que hizo construir en cuestión de horas un anexo efímero a la entrada del pabellón norteamericano en los Giardini para instalar las obras de Rauschenberg. Allí fueron trasladadas en motora desde el consulado en una operación que Amei Wallach recrea en su documental. Expuesta a las salpicaduras viajó, por ejemplo, la pieza Buffalo II, que en 2019 se subastó por 89 millones de dólares.
"Hubiéramos ganado igualmente, pero efectivamente lo preparamos", reconoció después Solomon. Aquel trapicheo final hizo elegible a Rauschenberg, que aceptó el premio feliz pero no del todo cómodo con aquella operación un punto grostesca e irreal. Que puso su obra de raíz marginal al servicio de las necesidades del gobierno norteamericano. Que certificó la basculación de la capital del arte de París a Nueva York. Y que multiplicó la cotización de los artistas de Castelli, inaugurando el mercado especulativo del arte contemporáneo.
Después de celebrar el triunfo en una trattoria de Burano, Rauschenberg llamó por teléfono a Nueva York para que uno de sus ayudantes destruyera las pantallas de serigrafía que se habían utilizado para crear algunas de aquellas obras. A diferencia de Warhol, quería evitar a toda costa repetirse. En 1990 volvió a la Bienal invitado por la URSS.
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