En Historia de la guerra del Peloponeso, el clásico historiador ateniense Tucídides hace decir al célebre estadista Pericles: "Amamos lo bello sin extravagancia" (II, 40). Me parece una sentencia memorable, puesto que implica algo que hoy nos parece inconcebible: la noble indiferencia ante lo sorprendente, ante lo llamativo, ante lo pintoresco. Nuestro modelo actual de belleza interesante se encuentra, más bien, en el Prefacio a la obra Cromwell, de Victor Hugo, donde se defiende lo "grotesco" como nuevo ideal artístico y literario. De modo que cuando leemos de alguien que sostiene que, al igual que su pueblo (el orgulloso pueblo de Atenas, en el siglo V a. C), ama lo bello sin extravagancia, no podemos menos que inclinarnos: lo hacemos ante una verdad olvidada, tan espléndida como remota. Pues bien, he meditado sobre estas palabras admirables desde una terracita en el Four Seasons Hydra, en la isla griega de Hidra. Y tenía ante mí, toda la costa del Peloponeso, entre dos golfos (Sarónico y Argólico). Medité sobre lo griego con Grecia ante mí.
La isla en cuestión permaneció salvaje (tan salvaje y ciclópea como, aún hoy, el vecino atolón Dokós), durante el período clásico. De paso desde el puerto del Pireo, en Atenas, hasta Hidra, uno pasa junto a Egina. Este territorio tuvo una gran resonancia en el período clásico. En Egina uno visita el templo a Afaia y los restos de otro a Apolo. Esta isla formó parte de la Liga de la Hélide y estuvo ahí, bien presente, en los rifirrafes entre Esparta y Atenas… En fin, dígase Lesbos, Eubea, Samos o Egina: a su lado, en contraste, tenemos en Hidra una isla próxima a la costa, pero desértica, virgen, que pasó desapercibida a la civilización antigua. Aparece mencionada Hidra muy de pasada en Heródoto, a cuenta de una transacción de tierras.
Montañas, burros y monasterios
Cuando, en la noche, el bote del hotel nos recogió en el pueblo portuario de Hidra y nos llevó, a motor, por la costa, ya reparamos en las formas montañosas de Hidra y en las pocas lucecitas de la humanidad (la pequeña población de Vlichós) junto al mar Egeo. Me llevaron en bote, casi por necesidad, puesto que por el territorio no circulan coches, ni camionetas que no sean de la basura. Por Hidra se va en burro o en barco.
El hotel es una casona dieciochesca de dos plantas frente a la pétrea playa de Plakes. A sus espaldas, está la montaña. La fachada mira al mar, el calmo Estrecho de Hidra. Al tiempo que Grigoris, el manager del hotel, y el resto del equipo me ofrecían delicias en la tranquilidad de la terraza sobre Plakes, frente al islote de Dokós y las otras maravillas del paisaje marino, yo iba volviendo la mirada hacia las montañas. En la vista de la costa y en el vino blanco tenía yo la belleza sin extravagancia, de la que presumía el líder de la clásica democracia ateniense. En la vista de espaldas, en las montañas argo-sarónicas, estaba la extravagancia. ¿Me subirían allí los burros? ¿Y qué hay de los pies?
Hay una porción de monasterios ortodoxos, blancos y menudos, desperdigados por esas alturas mediterráneas. Las primeras poblaciones formaron parte de la Iglesia Oriental, en los tiempos en los que Grecia formaba parte del Imperio Otomano. En mis paseos por los caminos isleños, bajo el sol o bajo los pinos, encontré no pocos templos, níveos, con capacidad de albergar casi tantas personas como mi ascensor en Madrid, abandonados en soledades luminosas y remotas. Las gentes del continente fueron poblando Hidra en los siglos XV, XVI, XVII, XVIII. Fuera de los caminos pedregosos, de los templetes ermitaños y del mar sin extravagancia, en Hidra ciudad, en torno al pueblo, encuentra uno la historia: esta historia es, por tanto, moderna, con un algo de puerto hacia Oriente.
Este puerto, visitado hoy por yates abultados de muchas plantas, en torno al cual se apiñan las casas y la Iglesia Ortodoxa de la Asunción, tiene un algo de dédalo bizantino y luego, alrededor, este aire impersonal de lugar donde uno habrá de comprarse el trapito (no me pareció el punto del planeta más barato).
¿Qué decimos de la historia? Es un relato lejano para mí, el de esta isla. Hidra tuvo una época de esplendor de construcción de barcos, otra de pesca de esponjas marinas, otra de rebelión anti-otomana y, ya metidos en el siglo XX, ha sido escenario de algún veraneo de las stars.
Hay casonas, palacetes, diríamos, muy bien plantados, que datan del XVIII y del XIX, como la mentada casona de mi Four Seasons. Algunas de ellas fueron habitadas por prohombres de la isla. En los anales de la también citada guerra contra el turco y en la historia de la posterior nación soberana de Grecia (sea como república, sea como monarquía regida por casas alemanas) figuran los nombres de varios hidriotas célebres. La historia de Hidra atesora su historia de patrones santos y de héroes ricos, pero la Hidra que yo disfruté (con un afán de complicación poco clásico, barroco, bajo los pinos, por caminos no siempre recomendables) fue una Hidra naturalista, casi casi exploradora.
Una expedición sin agua
En una ocasión, de vuelta de una caminata a la paradisíaca playa de Nisiza (en la cara sur de la isla, despoblada), me quedé sin agua. Así de fácil. ¿Cómo? Había ido sin agua. Hete aquí una extravagancia. En un punto de latitud/longitud un tanto indeterminadas, me topé con un lugareño que marchaba, tranquilamente, sobre un caballo rechoncho y pardo, por el sendero.
–¿Hydor? ¿Hydor? –pedí, tras recordar cómo se decía agua en griego clásico.
El hombre, entrado en años, rapado, agrietado y bien bronceado, no me entendió. ¡Ni en esa situación me habrá de servir el conocimiento de esa viejísima palabra! En griego actual, agua es nero. Yo, para entonces, hice con la mano, sobre la boca, el gesto universal de beber. Glu, glu, glu…
–¡Nero! –asintió el hombre a caballo, tras desencriptar la gesticulación.
Lo seguí hasta una granja destartalada, entre matas y jarales, recogida bajo una elevación del montañoso terreno. En aquella granja había una anciana con botas de caballista. El hombre dijo:
–¡Nero!
La señora me miró y llenó una cantimplora polvorienta que había por allí con un bidón muy grande lleno de agua. Los hidriotas disfrutaron viéndome beber.
–¡Nero! –dije yo, al término de mi larga ingesta.
La campesina asintió, dulce y jovial, y me puso aún más agua, y la bebí, aunque ya sin ganas. Luego, apareció un tercer morador, tras un muro de hormigón. Este era visiblemente más joven y hablaba inglés. Se llamaba Lazaros. Tenía el cristiano nombre de uno de los más egregios y distinguidos patriotas de la isla (Lazaros Kontouriotis). Lazaros ostentaba por su isla sin coches un orgullo máximo. Un orgullo perícleo y monumental.
–Beautiful, ¿ah? I am a so lucky guy [Bonito, ¿eh? Soy un tipo muy afortunado] –dijo, saliendo de la desastrada pagoda.
En efecto, Lazaros tenía la razón, todo aquello era muy bonito. Me propusieron volver a caballo. Me despedí sin decir nada y volví a las soledades arcaicas, como de vida de cíclope, de la isla de Hidra. Ya cansado, tras conocer el extremo oeste de la isla y la vertiente sur de las montañas, volví al lujo señorial, prócer y dieciochesco, del Four Seasons Hydra como se vuelve a una belleza clásica y sin aspavientos.
Me tumbé en sus hamacas hasta la tarde-noche. Al día siguiente, el bote me recogería de nuevo en el puertecillo del delicioso hotel y me llevaría al puerto, y en el puerto tomaría un ferry que me llevaría de vuelta, pasando junto a la olímpica Egina, hasta el Pireo, y desde allí hasta Atenas, donde el Instituto de Finlandia había organizado un pequeño congreso sobre la filosofía de Aristóteles... No había tiempo para subir al monte Eros.
La cita del Pericles de Tucídides que he puesto más arriba puede leerse en otra traducción. En la versión de Francisco Romero, leemos II, 40: "Gustamos de la belleza con sencillez". Pero me quedo con la versión anterior, atribuible a Alicia Yllera. Repito: "Amamos lo bello sin extravagancia". En original, leemos: "philokaloumén te gàr met'euteleías". "Eutéleia" designa, en griego clásico (idioma que tan poco me ha servido en mis últimas aventuras), lo barato y falto de valor, así como la frugalidad y la sencillez. Pero, pese a Romero, yo prefiero lo de "bello sin extravagancia" como espíritu que guio a Fidias y a Sófocles, tan alejado de nosotros: en ese "sin extravagancia" también admiro la corrección antimoderna. Pese a la falta de yacimientos, el Four Seasons de Hidra expresa bien el fondo del viejo adagio. Debería haberme quedado sesteando en su regazo en vez de marchar por los senderos, por la Grecia de los cíclopes. Un día, cuando por fin alcance la madurez, diré: "Amo la belleza sin extravagancia".
Luego de esa cita, en Historia de la guerra del Peloponeso, II, 41, se lee: "La ciudad entera es la escuela de Grecia". Y la escuela de todos. De todos nosotros. Pero algunos somos alumnos torpes y rezagados, demasiado modernos y aspaventosos. ¿Qué esperamos encontrar? ¿Tengo un mar fantástico; qué espero encontrar en el interior? Tengo que volver al hotel de Hidra y disfrutar solamente de la más serena contemplación helénica y dejar de hacer el idiota, perdiéndome (¡sin cantimplora!).
Por otro lado, ¿no es extravagante (es decir, muy poco perícleo) que haya escrito un artículo enterito sobre la isla de Hidra, su cultura, sus burros y sus yates, sus gentes y sus templos, sin haber mencionado a su más prestigioso morador pop, Leonard Cohen?
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