Hay un torreón en el centro de Madrid que salta a la vista para cualquier peatón que pase por allí y no vaya ensimismado mirando la pantalla de su móvil. Sobresale de la mole homogénea de un edificio decimonónico, ubicado al comienzo de la calle del Conde de Romanones, entre las plazas de Jacinto Benavente y Tirso de Molina. Aunque parece un recrecido reciente, se cree que su origen está en un campanario desamortizado del siglo XVIII. Pero si este torreón llama la atención no es por su anodina arquitectura actual, sino por la bandera arcoíris que ondea en su cúspide desde hace 30 años. Su propietario asegura que fue la primera que se izó en la ciudad y casi en España.

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"Fue en el año 95, en el primer cumpleaños que celebré aquí", explica Cristóbal Santos Arrate, ingeniero de Caminos retirado, 63 años, y habitante del torreón desde la primera mitad de los años 90. Artífice de este monumento espontáneo que ya forma parte de la geografía LGTBI de la capital y que por estas fechas del Orgullo se engalana con banderas y pendones extra. "En aquella época la bandera gay no existía en España, era cosa de unos maricones de San Francisco y de Berlín. Ese día, unos amigos alemanes vinieron con una y me retaron a colgarla. Yo me subí al palo de la antena que había aquí y la puse. Y hasta ahora". Con el tiempo sustituyó la antena por un mástil de ocho metros, y solo ha quitado la bandera una vez, cuando se lo pidió el equipo de rodaje de La comunidad, la película de Álex de la Iglesia, porque se colaba de fondo en un plano. La cambia cada dos meses, y en las semanas del Orgullo pone una versión XL –"es más grande que la de Pedro Zerolo"– acompañada de la enseña del orgullo trans.

Cristóbal recibe a El Independiente en el amplio salón de su casa, un piso por debajo del torreón –al que se accede desde la cocina por una escalera metálica de caracol–. Dos días antes nos colamos en la finca para indagar en la historia de la orgullosa atalaya. Al tercer intento llamamos a la puerta correcta y pactamos el encuentro. Con él están sus dos novios, Fernando y Alejandro, un cariñoso caniche rojo y una pareja de cacatúas rosas, macho y hembra, que salen libremente de una jaula con vistas a Jacinto Benavente, a cuya reforma Cristóbal lleva meses oponiéndose con tenacidad porque, entre otras cosas, saca las paradas de autobús de la plaza para ponérselas en la puerta de casa. Su calle lleva meses levantada pese a que ya había sido rehabilitada recientemente. Las carísimas planchas de granito de diez centímetros de ancho instaladas hace pocos años han sido sustituidas por nuevas planchas de granito más grandes y más caras. Y Santos, que hizo carrera en una importante empresa constructora y vio hacerse ricos a sus jefes, intuye la sombra de las comisiones. En el granito y en los bolsos de firma de alguna ingeniera al cargo.

Cristóbal Santos Arrate en lo más alto de su torreón en Madrid.
Cristóbal Santos Arrate en lo más alto de su torreón en Madrid.

Vida de novela

Segundo de ocho hermanos, hijo de militar y alumno del colegio de los agustinos de Padre Damián, Cristóbal Santos Arrate tiene una peripecia vital digna de novela. Curioso y espabilado desde pequeño, a los 11 años se preguntó cómo su padre, con un sueldo de 17.000 pesetas, podía mantener a su numerosa familia y pagar los colegios caros de sus hijos. "¡Niño, no abras las cartas!", le decía su madre. Pero Cristóbal seguía abriendo cartas y curioseando papeles, y a los 16 años descubrió que su padre, que todavía vive y tiene 92 años, era espía. "Colaboró con el Mossad", asegura. Cuando le dijo que le iba a pagar la carrera, Cristóbal se negó. Estaba deseando volar del piso familiar del Paseo de la Castellana, dejar de compartir habitación y de dormir en una litera, pero quería hacerlo por sus propios medios. "Desde los 17 años no le he pedido un céntimo a mis padres, y con mi primer sueldo les invité a un viaje a Egipto", presume.

A esos 17 años tuvo su primer novio, y cuando le dejó lo pasó tan mal que se lo contó a todo el mundo. Fue la manera de decirle a sus amigos que era gay. En 1981 comenzó Caminos, se metió en la asociación cultural que organizó el homenaje a Canito y otros conciertos inaugurales de la Movida. Él llevaba la cantina, "que era lo que más dinero daba. Éramos diez, los izquierdosos zarrapastrosos de la Escuela y el maricón. El único gay de la escuela era yo. No tenía pluma, pero no me escondía. Era un niñato muy guapo, aunque no era en absoluto consciente de ello porque yo no me gustaba".

No estudiaba mucho y salía todas las noches por Chueca hasta las cuatro de la madrugada, pero a base de cambiazos y otras picardías se las arregló para sacar los seis cursos en siete años y medio, servicio militar incluido. Al acabar la carrera, con el dinero que ganó en la mili, recorrió la India durante seis meses. En Calcuta contrajo el cólera y conoció a la madre Teresa. "Estuve con ella una mañana entera y certifico que era una hija de puta" –tal y como defendió Christopher Hitchens en su controvertido ensayo The Missionary Position–. A su vuelta a Madrid, el relato de su peripecia india, su desparpajo y su seguridad le sirvieron para conseguir el mejor trabajo posible en la primera y única entrevista de trabajo de su vida. En pleno furor constructivo previo a la Expo le enviaron a Sevilla, donde se ocupó de la dirección facultativa de los últimos 60 kilómetros del AVE, del soterramiento de toda la red arterial ferroviaria de la ciudad y de la estación de Santa Justa. "Cobraba el triple que el tío que más ganaba de mi promoción".

El torreón visto desde la plaza de Jacinto Benavente.
El torreón visto desde la plaza de Jacinto Benavente el pasado 1 de julio.

"Para toda la vida"

Así que cuando en 1994, de paso por Madrid, vio el anuncio de un gran piso a la venta –entonces cuarto sin ascensor, ahora con ascensor gracias a los buenos oficios de Cristóbal– cerca de Tirso de Molina, tenía ahorrado lo suficiente para pagar al contado los 13 millones que pedían. El problema vino cuando la portera de la finca le habló de lo de arriba, y sobre todo cuando se lo enseñó. Al subir a aquel torreón con una vista panóptica de Madrid se enamoró inmediatamente de él. Pero la propiedad solo se lo vendía en lote con el resto de buhardillas del ático, y por un precio total equivalente al piso de abajo. Aunque no tenía dinero para ambos bienes, una vez más se las arregló para solucionarlo. Negociando y sacando dinero de aquí y allá compró los dos.

Ya sin ahorros, todo lo que ganaba lo invirtió en la reforma. Unió el piso y el torreón y convirtió las buhardillas en dos áticos que ahora tiene alquilados. Aprovechó todo: con la madera de la vieja escalera de la torre y unas persianas de madera que encontró en la calle se hizo la cocina. Con ingenio de ingeniero levantó la casa de sus sueños.

Subimos la escalera, forrada de recuerdos, retratos, una foto firmada de Madonna, y atravesamos dos pisos intermedios antes de llegar a la cúspide. Al pie del mástil hay un monumental jacuzzi que ahora están reparando. "Alejandro me dijo que lo tendría arreglado para el Orgullo, pero se nos ha echado el tiempo encima", explica, antes de señalar el horizonte y enumerar todo lo que se ve desde aquí: el Cerro de los Ángeles, la cementera de Arganda del Rey, el Pirulí, Vallecas, San Isidro, San Francisco el Grande, la Casa de Campo, Gredos, la sierra, Callao, el rótulo de Tío Pepe, el edificio de la Telefónica, la torre Picasso, las Cuatro Torres, el Ayuntamiento, el Círculo de Bellas Artes, el Teatro Calderón, la Torre de Valencia. Un skyline total que solo se recorta contra el cielo.

"Llevo más de 30 años viviendo aquí y nunca te aburres de esta vista. Cuando me voy de viaje estoy deseando volver. Desde el principio sabía que era mi casa para toda la vida", confiesa. Lo que no podía sospechar es que el torreón de sus sueños se convertiría en un símbolo para la ciudad. Y todo por un arranque de orgullo durante una fiesta de cumpleaños.

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