No hubo música en la despedida. Solo una voz, neutra, que recitaba nombres como si los convocara desde una lista fantasma: hombres y mujeres de edades diversas, físicos desiguales, algunos célebres –Naomi Campbell, Isabelle Huppert, Kim Kardashian– y otros anónimos, desfilando por última vez bajo la dirección creativa de Demna Gvasalia en la casa Balenciaga. El escenario no podía ser otro: el número 10 de la avenida George V, donde Cristóbal Balenciaga abrió su sede parisina en 1937. El lugar donde comenzó todo. Y, en cierto modo, donde ayer se puso fin a una era.
Tras casi una década al frente de Balenciaga, Demna se despidió con una colección de Alta Costura que parecía resumir todo lo que fue: la ironía y la brutalidad, el homenaje y la transgresión, el gesto contracultural disfrazado de lujo radical. Con sus hombros descomunales, sus abrigos acolchados, sus vestidos de eco decimonónico y sus trajes de cuero entallado que guiñaban a Thierry Mugler, Demna firmó su último manifiesto con la teatralidad que lo define. No tanto un adiós como un epitafio: la moda no es solo belleza, es fricción, choque, volumen, silencio.
Fin de una época
Lo que se vio en la pasarela fue un guardarropa generoso, hasta excesivo, hecho de sedas, algodones, organzas, lanas, guipures y pedrería. También de gestos reconocibles: el trench convertido en escultura, el esmoquin blanco declinado a lo Demna –es decir, con irreverencia– y una gama cromática que iba del blanco y negro habituales a rosas empolvados, azules suaves, rojos sólidos. Hubo motivos lisos y otros que se simulaban: la pata de gallo creada con cristales, las flores escondidas entre texturas.
La salida de Demna de Balenciaga no es solo un cambio de diseñador. Es el final de una época. Su fichaje por Gucci, la casa más valiosa del grupo Kering –y también la más en crisis–, habla tanto de su poder como de la urgencia del conglomerado por recuperar la iniciativa tras una caída prolongada, especialmente en el mercado chino. Pinault ha movido ficha, cediendo incluso el timón del grupo a Luca de Meo, el ejecutivo que salvó Renault en tiempos recientes.
Lujo y colapso
Demna, por su parte, no necesitó salvar nada. En Balenciaga hizo lo que muy pocos se atreven: destruir el aura y construir otra. Llevó a la Alta Costura a lugares insólitos, logró que una sudadera valiera miles de euros sin perder el discurso político, y convirtió el mal gusto en símbolo de una época post-ironía donde el artificio ya no se disimula. Su desfile viral con Britney Spears como voz en off fue solo una muestra más de esa mezcla de nostalgia, espectáculo y colapso.
Le sustituirá en Balenciaga Pierpaolo Piccioli, el diseñador que dio a Valentino su elegancia inclusiva y su delicadeza coral. Es difícil imaginar un giro más marcado: del cuero ciclista a la lírica de la seda, del negro como ideología al color como esperanza. No será una traición, pero sí una corrección. Piccioli representará, quizás, un regreso al refinamiento, a la belleza más evidente. A la moda que no necesita provocar para ser recordada.
Pero lo que dejó Demna no se deshace con un nombramiento. Ni siquiera con una última colección. Balenciaga, desde hoy, empieza otra etapa. La de intentar volver a ser algo distinto sin dejar de ser lo que ya cambió para siempre.
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