“Al principio no podía ver nada. El aire caliente escapaba de la cámara agitando la llama de la vela… pero cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, los detalles de la habitación emergieron lentamente de la niebla: animales extraños, estatuas y oro…"

“Veo cosas maravillosas”, musitó Howard Carter cuando el primer haz de luz hizo brillar el oro de los objetos apilados en la antecámara de la tumba de Tutankamón (1345-1327/5 a.C.). Corría el mes de noviembre de 1922 y el arqueólogo británico estaba escribiendo una de los episodios más felices de la egiptología al descubrir la única tumba real intacta de la historia. El 4 de noviembre de aquel año Carter -un aventurero tozudo e impermeable al fracaso de sus últimas temporadas- halló accidentalmente el primero de los dieciséis peldaños que le guiarían hacia la posteridad. Unas piedras, colocadas en su entrada durante la construcción de otra tumba cercana, la protegieron durante tres milenios del hambre voraz de los cazatesoros.

Venciendo a la impaciencia, Carter encargó a unos soldados escoltar la escalinata y envió un telegrama a Lord Carnarvon, el mecenas de la misión: “Finalmente he hecho un maravilloso descubrimiento en el Valle. Magnífica tumba con sellos intactos. Vuelta a cerrar a la espera de su llegada. Enhorabuena”. El aristócrata emprendió el viaje junto a su hija y el 24 de noviembre de aquel mismo año fue testigo del formidable instante en el que Carter derribó la puerta tapiada y reparó en que respiraba el aire “sin renovar durante siglos”.

En cifras

1925 fue el año en el que Carter terminó de inspeccionar la tumba y comenzó el estudio de los hallazgos hasta su muerte en 1939.

110 metros cuadrados ocupa la tumba de Tutankamón, repartidos en 4 estancias.

El reino de Tutankamon fue fugaz e intrascendente porque subió al trono a los 12 años y murió cuando rondaba los 20. Pero la vela que Carter logró introducir en el orificio abierto en la segunda puerta de la tumba desterró todo escepticismo sobre la proeza de su vida eterna: estatuas, camas, tejidos, muebles, carros y miles de objetos dorados surgían por doquier de la oscuridad. Entonces, el sensacional descubrimiento se propagó más allá de las laderas escarpadas y desérticas del Valle de los Reyes, a unos kilómetros de la ciudad egipcia de Luxor.

Los carros y otras piezas del imponente ajuar de Tutankamáon en la antecámara. Griffith Institute, University of Oxford

Es maravilloso tener como antepasado a uno de los protagonistas del mayor descubrimiento arqueológico de la historia

GEORGE CARNARVON

La joya de la necrópolis -con unos 5.000 objetos amontonados en cuatro pequeñas estancias y exhibidos hasta hace poco en el Museo Egipcio de El Cairo, ahora a la espera de la inauguración del Gran Museo Egipcio- no ha perdido ni un ápice de esplendor. Su perímetro se prepara para celebrar esta próxima semana el centenario de su descubrimiento.

“Es maravilloso tener como antepasado a uno de los protagonistas del mayor descubrimiento arqueológico de la historia”, narró hace una década a este periodista George Carnarvon, el bisnieto del hombre que financió las excavaciones y que visitó entonces la tumba, escoltado por una comitiva de flashes. Su familia de nobles ingleses todavía rinde culto a la memoria de su miembro más ilustre. “Tanto Carter como Carnarvon eran unos hombres excéntricos pero con personalidades completamente diferentes. Trabajaron juntos dejando un legado excepcional al pueblo egipcio de hoy”, agregó entonces.

Apenas fue el comienzo

Aquel afortunado día de noviembre solo presenció el comienzo de una larga historia narrada por las fotografías en blanco y negro y el papel tamaño sábana del rotativo inglés The Times. Meses después, el 17 de febrero de 1923, Carter retiró los ladrillos del cierre de la cámara sepulcral y se internó en un espacio mucho más pequeño que el de otras tumbas del Valle y repartido entre la antecámara, la cámara funeraria, la cámara del tesoro y un anexo. Fue en 1925 cuando alcanzó a ver el estilo pictórico basto y de trazo rápido –tal vez por el temprano deceso del faraón- que cubría los muros de la cámara funeraria, la única decorada.

Más de 110 kilos de oro y otros tantos de piedras semipreciosas daban forman al último de los sarcófagos

En el centro, dio con el enorme sarcófago rectangular de cuarcita que guardaba tres ataúdes antropomorfos encajados como una moderna Matrioska. Más de 110 kilos de oro y otros tantos de piedras semipreciosas daban forman al último de los sarcófagos. Un ajuar suntuoso y desproporcionado para las estancias acompañaban la vida de ultratumba del rey de la XVIII dinastía que sucedió a Ajenaton y su revolución monoteísta.

Fue precisamente Tutankamón quien restituyó el culto politeísta antes de una muerte que los estudios de ADN practicados a la momia –expuesta en la tumba- achacan al llamado Mal de Kohler (una necrosis avascular ósea) agravado por el paludismo. El faraón niño sufría grandes dolores de huesos y caminaba con dificultad, como atestiguan los 103 bastones hallados en el enterramiento.

Las sombras, no obstante, permanecen y no solo afectan a su breve reinado sino también a su propio origen. El análisis de ADN, publicado en 2010 y capitaneado por el arqueólogo egipcio Zahi Hawass, sugiere que Tutankamón era hijo del hereje Ajenatón y nieto del monarca Amenhotep III y su esposa Tiye . Y atribuye su salud quebradiza y sus taras físicas al hecho de ser fruto de un incesto regio. Una revelación nada sorprendente sobre el adolescente que conquistó la inmortalidad.