Quién concertará al vizcaíno con el catalán, que son de tan diferentes provincias y lenguas? ¿Como se avendrán el andaluz con el valenciano, y el de Perpiñán con el cordobés, y el aragonés con el guipuzcoano, y el gallego con el castellano (sospechando que es portugués), y el asturiano e montañés con el navarro, etc.? E así, de esta manera, no todos los vasallos de la corona real de España son de conformes costumbres ni semejantes lenguajes", se cuestionaba con cierta frustración el cronista del Nuevo Mundo Gonzalo Fernández de Oviedo en su obra de 1535 Historia general y natural de las Indias.
Habían pasado ya más de seis décadas desde que el enlace de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los futuros Reyes Católicos, había abierto la puerta a la reunión de los distintos reinos peninsulares bajo la misma corona, despertando las primeras esperanzas de convertir España en una sola nación.
"Las consecuencias políticas y militares inmediatas de la unión dinástica de Fernando e Isabel modificaron sin vuelta atrás el curso de la historia peninsular. Sus contemporáneos estaban al parecer convencidos de que, casi al instante, una nueva unidad política había sido creada, que daba comienzo a una reunificación definitiva de los reinos peninsulares", explica el catedrático Antonio Feros en su obra Antes de España. Nación y raza en el mundo hispánico, 1450-1820 (Marcial Pons, 2019).
Tanto era así que el reconocido humanista Antonio de Nebrija escribió en 1492 que con la unión dinástica de Isabel y Fernando y la reciente conquista de Granada "los miembros y pedazos de España, que estaban por muchas partes derramados, se redujeron y ayuntaron en un cuerpo y la unidad de reino".
El enlace de los Reyes Católicos despertó las primeras esperanzas de convertir España en una sola nación
Y sin embargo, más de un siglo después, a inicios del XVII, el cronista Pedro de Valencia consideraba fracasada la misión de los Reyes Católicos, ya que "si todos los reinos se hubieran unido en una corona, en una república, debajo de unas leyes, sin división ni diferencia, ni aún de los nombres castellanos, aragoneses, portugueses, navarros, sino que todos se llamasen españoles, como lo son, hablasen una sola lengua, gozasen en común de los mismos bienes y comodidades, e inmunidades, y padeciesen debajo de un yugo, en conformidad, las mismas gravezas, que serían menores y parecerían más ligeras", todos cooperarían en la conservación de la monarquía.
Por entonces, eran muchos los intelectuales y consejeros de la monarquía que observaban con cierta envidia la evolución de Francia, donde las múltiples diferencias regionales, aún muy presentes a lo largo de todo el siglo XVI, habían ido quedando subyugadas por el creciente dominio del rey. Que aquel proceso coincidiera con un resurgir del poderío continental del país vecino, que pronto fue achacado al éxito de sus políticas centralizadoras, no hizo sino convertirlo en el gran modelo a seguir.
Porque aunque España acumulaba ya más de un siglo de reyes comunes -incluso Portugal se había unido a la monarquía hispánica desde finales del siglo XVI- era muy evidente que las diferencias entre los distintos reinos marcaban aún la dinámica del país. Sólo así puede entenderse que el poderoso conde-duque de Olivares recomendara a Felipe IV como "el negocio más importante de vuestra monarquía el hacerse rey de España; quiero decir, señor, que no se contente Vuestra Majestad con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, conde de Barcelona, sino que trabaje por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia [...] que si Vuestra Majestad lo alcanzara será el príncipe más poderoso del mundo".
El objetivo de hacer de los distintos reinos hispánicos una nación común había sido una constante desde los Reyes Católicos y a lo largo del reinado de la Casa de Austria. Las notables dificultades que habían encontrado monarcas como Carlos I (el Carlos V del Sacro Imperio) o Felipe II para aunar las voluntades de sus súbditos en las distintas partes de su reinado bien justificaban esas intenciones.
Para alcanzar esos proyectos, la monarquía hispánica se apoyó en dos grandes conceptos que debían servir de vínculo al conjunto de los españoles: Dios (es decir, la defensa a ultranza de la religión católica) y Rey.
Para fomentar la unidad, los reyes Habsburgo trataron de generar fuertes vínculos en torno a la religión y la monarquía
"A lo largo de los siglos XVI y XVII, muchos de los súbditos del rey reconocían la necesidad de fomentar el sentimiento entre los españoles de que estaban unidos a través de la persona de su monarca y una religión comunes, una historia y unos enemigos comunes y tal vez un futuro a compartir. Para algunos de ellos, la posibilidad de crear una patria unida, a la que todos debieran absoluta y suprema lealtad y en la que no hubiera distinciones basadas en el lugar de nacimiento, era indudablemente la condición sine qua non para garantizar el futuro de España como superpotencia en el contexto europeo y, más importante aún, para asegurar la estabilidad política interna", afirma en su libro Feros.
El empleo de estos grandes conceptos como argamasa entre las poblaciones de los distintos reinos del territorio peninsular podía tener cierto sentido y, en buena medida, se pudo considerar exitoso, ya que, desde las primeras décadas del siglo XVI es perceptible un creciente sentimiento de españolidad entre los súbditos de la monarquía; una convicción de compartir una semilla original común que estaba también alimentada por las legendarias historias que hablaban de un pueblo unido hasta la invasión musulmana en el siglo VIII.
Estos sentimientos de colectividad se veían intensificados en las trascendentales empresas exteriores que la monarquía hispánica emprendió a lo largo del siglo XVI, ya fueran las constantes guerras contra un enemigo extranjero -casi siempre Francia- o la conquista del Nuevo Mundo, donde por primera vez se pudo apreciar la constitución de una sociedad española, sin distingos entre los habitantes de unas u otras regiones peninsulares. "Viéndose fuera de su tierra se aman, honran y respetan grandemente, aunque hayan sido enemigos mortales", confirmaba un autor en 1617.
La persistencia y arraigo de las instituciones y leyes regionales frustraba cualquier plan de unificación
Sin embargo, estos vínculos reforzados se mostraban del todo ineficaces a la hora de salvar los dispares intereses y privilegios de los distintos reinos que se habían ido conformando durante siglos, a partir de la lucha por la "reconquista" de los territorios "ocupados" por los musulmanes.
De ahí habían surgido una serie de reinos, con sus instituciones propias, sus autoridades gubernativas, sus leyes, sus impuestos o su moneda y los distintos reyes tuvieron que regir cada una de esas regiones a partir de consejos particulares, ocupados por personas nativas de esas partes (los aragoneses eran considerados extranjeros por los castellanos y viceversa) del reino, que en ningún caso abordaban las cuestiones relativas a España como un todo.
Estas instituciones locales eran las que realmente estaban presentes en el día a día de los ciudadanos, cuya relación con la monarquía central, que carecía de órganos de poder de alcance nacional -a excepción de la Inquisición-, era muy lejana en la mayoría de los casos. Todo esto lleva a Feros a afirmar que "en los siglos XVI y XVII no existía una patria española ni tampoco existía una nación española".
Una vecindad difícil
La exitosa unificación de los reinos de Castilla y León en el siglo XIII servía de modelo para quienes argumentaban a favor de un proceso similar con las restantes partes de la monarquía. "Vecinos son todos y que no los divide sino un riachuelo, una sierra, sino algunos mojones de tierra en ella misma", escribía al respecto Baltasar Álamos de Barrientos, ya en el siglo XVII.
Pero lo cierto es que ni los Reyes Católicos ni sus sucesores a lo largo del siglo XVI se decidieron a abordar la tarea de la unificación política de forma decidida. Ni siquiera en el aspecto de la lengua, considerada por muchos de sus consejeros un elemento esencial para diluir las divisiones, se hicieron intentos por imponer el castellano, aunque este iría ganando terreno de forma constante.
En las restantes regiones crecía el temor a que la centralización supusiera la imposición de la cultura de Castilla
En cualquier caso, estos distintos reinos ya habían dado sobradas muestras de su oposición a cualquier mínimo intento de uniformidad o centralismo. Una oposición basada en buena medida en la convicción de que lo que se intentaba era establecer un predominio de Castilla y su cultura sobre las restantes partes de la monarquía hispánica.
A lo largo de todo el siglo XVI, Castilla, la región más poblada y con más recursos de la Península Ibérica, se había ido consolidando como el centro del poder de los Habsburgo en España. Y esta posición se vería reforzada por la decisión de Felipe II, en 1561, de hacer de Madrid la sede de la Corte.
"Tras superar unas pocas crisis relativamente menores a finales del siglo XVI, Castilla se convertiría en el reino más leal y promonárquico de la corona española. Y, lo que es más importante, el reino de Castilla comenzó de forma gradual a verse a sí mismo como sinónimo de España", observa el autor de Antes de España. Nación y raza en el mundo hispánico, 1450-1820.
Esta situación generó movimientos de reacción en otras regiones de la monarquía, como en Portugal o en Cataluña. En esta última, las élites resultaban muy insistentes en la defensa de su identidad política, cultural e histórica. "La idea constantemente promovida por los autores catalanes durante este período y más adelante era que los catalanes querían ser parte de la unión con tal de que su idiosincrasia cultural, su distintiva identidad política, su idioma y sus libertades fuesen respetados", afirma Feros.
Pero lo cierto es que las muestras de "castellanización" se hacían palpable en el hecho de que los reyes apenas abandonaban aquel reino para visitar sus restantes dominios o en que, cada vez más, la gran mayoría de los oficios públicos era concedida a ciudadanos castellanos, lo que sería criticado, incluso, por un centralista como el conde-duque de Olivares.
Con los recelos azuzados por estas situaciones fue fácil que la crisis estallara a partir de una cuestión menor, la Unión de Armas, un intento promovido por parte de Olivares de que todas las partes del reino contribuyeran de forma proporcionada a las empresas bélicas de la monarquía. Aunque aquel proyecto no estaba concebido como un paso hacia la unificación territorial, "el auge del patriotismo en las décadas anteriores motivó a muchos no castellanos a interpretar la Unión de Armas y otras iniciativas similares como ataques directos sobre la autonomía de los reinos".
En 1640, el desbordamiento de la tensión regional se manifestó en la rebelión de Cataluña (que llegaría a desgajarse de España para situarse bajo soberanía francesa hasta 1652) y de Portugal (que conseguiría con este movimiento su independencia definitiva.
Aquellos virulentos desgarros internos mostraban bien a las claras que tras casi dos siglos de unión de la coronas de Hispania, el objetivo de hacer de España una patria única y común para el conjunto de los pueblos ibéricos estaba aún muy lejano. Los españoles, en su mayoría, se sentían partícipes de un pueblo común, pero sus lealtades se mantenían aferradas a sus proyectos locales.
Y cambiar eso no iba a ser nada fácil. De hecho, en cierto modo, podría decirse que sigue sin serlo. Aunque, como advierte Feros, "al contrario de lo que se ha venido a menudo arguyendo, los sucesos de los siglos XVI y XVII ni predeterminaron los conflictos modernos ni tampoco bloquearon los diversos caminos que podía haber tomado la historia española. Los acontecimientos de entonces no prescribieron ni el fracaso ni el éxito del nacionalismo español en el futuro".
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