El 18 de enero de 1995, Ana María Matute (1925-2014) tomó posesión del asiento K de la Real Academia Española. Lo hacía como solo ella podía hacerlo: con un profundo sentimiento de agradecimiento por todo aquello que una vez se le fue arrebatado. Se sinceró en su discurso de ingreso, al que tituló En el bosque: "No sólo me siento honrada —incluso halagada—, sino también asustada, lo confieso [...]. Evoco las ilustres personalidades que me han precedido y me embarga el temor de no ser capaz de emularlas". Se refería, sobre todo, a Carmen Conde, la primera mujer en ingresar en la RAE. Matute fue la tercera (en 1984, lo hizo Elena Quiroga de Abarca). "Ni en mis más locos sueños juveniles pude imaginar que un día me hallaría aquí", confesaría la autora de Olvidado rey Gudú. Los sueños habían sido, precisamente, lo que le habían hecho salir a flote durante su juventud.
La de Matute fue una infancia robada por el trauma de la Guerra Civil española. Tenía diez años cuando estalló, pero rozaba ya los once. Las consecuencias del conflicto y la extrema pobreza de la posguerra marcaron para siempre la mentalidad de una niña. Y, con ella, su obra literaria. Leer a Matute es leer sobre la carencia. Sus personajes son, en la mayoría de los casos, infantes cuyos padres no les quieren, obligados a hacer vida de la más austera soledad, reflejo de la profunda depresión que padecía la autora.
Su obra fue censurada durante la dictadura franquista. Cada frase, cada línea, fue objeto de reparos y tachaduras, acusando a su creadora de atacar a la moral por el uso de palabras malsonantes y expresiones vulgares. Pero sus problemas con el franquismo no se limitaron a este aspecto: en 1972 se le prohibió salir al extranjero, impidiéndole ir a un congreso de literatura infantil en Niza. Hubo de fallecer Franco para Matute poder gozar de una escasa libertad.
Casada con la literatura
Matute tenía 26 años cuando contrajo matrimonio con el también escritor Ramón Eugenio de Goicoechea. Por aquel entonces, era él el que gozaba de la fama de las letras, pese a ella haber publicado ya dos libros. Se casó por impulso: era una eterna enamorada de la literatura y Goicoechea no era sino la personificación de la misma. Sus padres se oponían al enlace, pero poco le importó. A su padre lo comparaba con el maravilloso héroe homérico, Ulises; a su madre, con la mano dura castellana del Cid Campeador.
El matrimonio trajo consigo un hijo (Juan Pablo de Goicoechea Matute), demasiados problemas económicos y una asombrosa producción literaria (Matute ganaría en 1954, dos años después de casarse, el Premio Planeta por su novela Pequeño teatro). Pero ambos eran muy distintos: el carácter seductor de Goicoechea le hacía ser irresponsable, varando de trabajo en trabajo y dependiendo económicamente de otros, mientras que ella, de carácter fuerte pero compasivo, asumía la carga financiera escribiendo cuentecillos y novelas cortas. De nuevo, Matute estaba en la Guerra Civil: la precariedad se había apoderado de ella.
Los primeros años de casados los pasaron en Madrid. En su libro autobiográfico, Memorias sin corazón, Goicoechea recuerda la humillación que sintió cuando, tras el nacimiento de su hijo, la pareja se dio cuenta de sus limitaciones económicas. Describe la imagen de un recuerdo: él, avergonzado, empuja un carrito de niño sin niño. A su lado, Matute lleva al bebé en brazos. Se dirigen a un prestamista local con la intención de intercambiar el lindo cochecito por un hatajo de pesetas.
Vuelta al hogar
Diez años duró el enlace. En julio de 1962, viviendo la pareja en Porto Pi (Mallorca), Matute descubrió, con horror, que en sus ventas a prestamistas Goicoechea había vendido la máquina de escribir con la que ella se ganaba la vida. Sin consultarle, claro. Esto fue la gota que colmó el vaso y Matute le pidió el divorcio a un enfurecido Ramón Eugenio.
Por aquel entonces, las leyes patriarcales del franquismo otorgaban automáticamente la custodia al padre, haciendo que Matute perdiera inicialmente todo derecho a ver a su hijo. Goicoechea se llevó a Juan Pablo a Barcelona, mientras la autora buscó refugio en el matrimonio de los Cela. Fueron estos los que permitieron a la desdeñada madre recomponerse un poco, pero los primeros atisbos de la profunda depresión que sufrió en vida empezaron a florecer en estos momentos.
Matute estuvo entre dos y tres años sin poder ver a su hijo. Lograba verle de caridad algunos sábados de cada mes, cuando su suegra se lo permitía. Juan Pablo recuerda esas largas tardes en las que madre e hijo iban al cine o a merendar, "siempre en taxi, porque ella nunca condujo". Ya de adulto, Matute miraba a su hijo. "¡Ay, Dios mío! ¿Dónde se ha ido mi niño de los sabaditos?", lamentaba, apurando la vida las 24 horas del día.
Juntos de nuevo, y aprovechando una oferta laboral para impartir clases en una universidad de Indiana, Matute y su hijo se mudaron a Estados Unidos, donde permanecerían hasta 1966. A su regreso, se radicaron en Sitges, cerca de la familia materna. Fue allí donde la escritora conocería a su segundo esposo, Julio Brocar, menos villano que Goicoechea y con el que mantendría una relación de más de dos décadas. "Era feliz, pero todo lo sufrido me pasó factura", recordaría Matute cuando, el 26 de julio de 1990, coincidiendo con el día de cumpleaños de la escritora, Brocar falleció repentinamente. Matute no pudo escribir a consecuencia de la tristeza. Seis años después volvería al panorama literario con su epopeya fantástica Olvidado Rey Gudú. El resto es historia de la literatura española. Goicoechea, por su parte, pasaría a los anaqueles literarios por ser "el marido de Ana María Matute". Su producción literaria es meramente una anécdota.
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