Y yo, que tenía los ojos cerrados, sentía que nada era como había supuesto, como lo había imaginado, en mi mente se desarrollaban todas las escenas, pero a la hora de escribirlas, no sé, como que me quedaba corto, despertando un dolor en mí que yo traducía como si fuera un sueño, entrecruzando miradas de complicidad y queriendo formar parte de la vida de otra persona, pero sin inmiscuirme. 

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Esto puede pensar Amalia, que ha escrito su mejor obra y ya solo piensa en que lo mejor es quitarse de en medio porque nunca podrá superarlo en calidad. Pero, por otro lado, Gonzalo, a través de Mateo, y dándose cuenta, a su vez, de que su creatividad tiene límites, que no expresa realmente lo que siente, lo único que encuentra son, precisamente, desencuentros, decepciones, ansiedad, abocado igualmente a un suicidio para no perder el halo mágico de sus vivencias. 

El dios de la juventud, de Alma Vidal, que también la dirige, es una mirada entrecruzada y titilante de varios personajes que, en muchas ocasiones, no se escuchan a sí mismos o se imbuyen tanto de la vida que se alejan hasta perderse en un tren que no tiene destino. 

No hay respuestas a tantas preguntas no dichas, y la extensión de las relaciones se deteriora o, simplemente, se enmascaran con frustraciones, con deseos, en un mundo que parece sonámbulo donde la tristeza convive con el dolor, con la propia muerte, con la juventud que no quedará para nadie. 

Personajes que se abrazan

Marta Poveda, Antonio Hernández Fimia, Natalia Llorente y Nacho Almeida se hacen jóvenes con la angustia vital y humana necesaria, pero de las flores secas. Despiertan, se interrelacionan, aunque quizás, al final, sean solamente nombres y, sin embargo, trascienden, se encienden, se queman, recuerdan, bailan, cantan, y esperan que algo pase cuando ya no puede pasar nada, y las sombras empiezan a cubrirlo todo al igual que las palabras. 

Es un montaje donde los personajes quieren abrazarse, pero se interrumpen mientras la muerte acecha, mientras van buscando la luz a través del silencio dándose cuenta de que no existe la perfección total, la amistad total, el amor total, y la esperanza dura tan solo unos instantes. 

La obra es rica en espacialidad, mostrando las oscuridades de una juventud que solo pretende el éxito, el reconocimiento, relegando las formas naturales de convivencia y, de esta manera, cada personaje se muestra ajeno a sí mismo. 

Nos dice la autora que aquellos que la rodean se convierten en objeto de su inspiración. Y así debe de ser, para sentirse humanamente solos, ángeles fieramente humanos, como diría Blas de Otero, avanzando por senderos que son puertas y ventanas y que hay que ir abriendo, o cerrando, siempre buscando algo, nunca conformes con nada, tristemente endurecidos por lo que deja de sentir el corazón. 

Tantas veces la juventud vive lo que no quiere, disfrutan aparentemente, pero abocados al sufrimiento, a lo socialmente establecido, a rodearse de sombras que se deforman en la extensión de su cuerpo, y eso les produce un estremecimiento del que solo saldrán con el tiempo.


'El dios de la juventud', escrita y dirigida por Alma Vidal, se representa en el Teatro Pavón hasta el 10 de agosto

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