Un edificio antiguo con una arquitectura endiablada, un virus escurridizo, un mando dubitativo, la ausencia de material de protección y una población de alto riesgo han convertido a la residencia de ancianos de Nuestra Señora del Carmen de Madrid, de gestión 100% pública, en un centro de terror para sus residentes y para sus trabajadores. Horror, terror y caos no son licencias de estos periodistas, son términos que han empleado los seis trabajadores de distintas categorías profesionales que de manera anónima nos han relatado los hechos ocurridos en esta gigantesca residencia que se encuentra en Cantoblanco, en el campus de la Universidad Autónoma. 

Al principio de la pandemia había unos 350 residentes. Se estima que han fallecido 100, algunos apuntan a que son más. La cifra se desconoce a razón de la falta de transparencia de la residencia. Este diario ha solicitado información y hablar con la dirección y el centro ha remitido a la consejería de la Comunidad de Madrid, desde donde no se ha proporcionado información. La semana pasada la Fiscalía General del Estado ha elevado a 70 los procesos penales abiertos en distintas residencias de la Comunidad de Madrid, pero no detalla los nombres de los centros.

Todas las fuentes consultadas señalan, para tranquilidad de los familiares de los residentes supervivientes, que la situación en la residencia Nuestra Señora del Carmen ya está bajo control. A lo largo del mes de mayo el coronavirus ha sido doblegado en una centro que estuvo bajo su dominio de miedo y caos. 

El momento de mayor caos se produjo con la sectorización de la residencia. El 4 de abril, según los registros de la UME, se procedió a la tarea, una recomendación que realiza esta unidad del Ejército, aunque finalmente es la dirección del centro quien tiene que decidir cómo se ejecuta y qué residentes se ponen en una zona u otra en función de si están enfermos o no, según fuentes de este cuerpo consultadas por El Independiente.

“La dirección, sin ningún test realizado, movió a más de cien abuelos. Todas sus pertenencias se quedaron en el armario de su habitación original, en su módulo de la residencia. Los empezaron a mandar a comedores generales, todos juntos, en mesas de cuatro, a menos de un metro cada uno, sin mascarillas. Les dieron a todos camisones y cada abuelo llevaba el número de residente en la mano escrito con rotulador permanente. Todos hacían el mismo comentario. Esto es el Holocausto. Los abuelos estaban desubicados, se miraban unos a otros, calladitos, con la misma ropa y con números en la mano”, cuenta Antonio (nombre falso), un trabajador de la residencia.

“Ese fin de semana cuando entran los del turno de noche, no dan crédito. Se encuentran los comedores llenos de abuelos en módulos que no son suyos, todos mezclados. El turno de noche no sabe lo que pasa. ¿Por qué están todos juntos? Los días siguientes los residentes tenían sus dietas y medicación en otro sitio”. Tenían que cotejar uno por uno la información. “Tardaron días”, asegura este trabajador.

“Yo no sabía de ese episodio, cuando lo vi me espanté. Tuve la sensación de que estaban marcados como ganado”, explica Isabel, nombre falso que damos a otra trabajadora de perfil técnico. 

Para esta empleada de la residencia, el caos ha sido el auténtico aliado del coronavirus. “Las ayudas instrumentales nos han llegado muy tarde, ha habido muchos contagios de los trabajadores con muchas bajas y jornadas muy largas y dramáticas. La dirección ha estado muy perdida a la hora de organizarnos, hemos ido como pollo sin cabeza, se han dado directrices desde la AMAS [Agencia Madrileña de Atención Social], desde la UME y desde Salud Pública. Nos han llegado directrices y protocolos semanalmente. Además, ha habido mucha desinformación para los trabajadores, que solamente han podido obedecer lo que les han dicho”, mantiene esta empleada. 

Rodrigo, nombre falso de un enfermero de la residencia, añade con su testimonio más elementos para comprender lo ocurrido en el centro. “Ninguna residencia está preparada para una situación así y hacer la contención de un patógeno respiratorio no es fácil, requiere un tipo de puertas, de ventanas, una ventilación y una arquitectura que no tenemos. Nuestro módulo tiene tres baños comunes para 32 residentes. Las habitaciones son dobles, compartes la habitación, si tu compañero se infecta estás a menos de dos metros y estás respirando el mismo aire. El virus se queda en la cama, en la ropa. Hay muchos residentes con demencia que deambulan tocándolo todo, luego hay otros que son muy cariñosos y no paran de dar besos, y esos besos son muy peligrosos. Su demencia les hace ser así, el personal normalmente puede evitar esos besos, pero otro residente, que está en su silla de ruedas, no puede”.

Una auxiliar de servicios a la que renombramos como Susana da cuenta de más episodios de caos. “Yo he visto cómo se ha muerto una persona y tener a otra persona sana al lado separada por un biombo y estar 24 horas así. Dijeron que si la mujer no se enteraba que se quedara allí porque no tenían sitio donde meterla. Yo he visto que esto ha pasado al menos dos veces”. Susana cuenta como a finales de marzo en un módulo de residentes limpios un mujer empezó a tener síntomas y a su compañera, "una andarina", la dejaron en la habitación encerrada con la ella varios días. "No querían que saliera porque es de las que se mueven mucho y no está muy bien de la cabeza. La dejaron encerrada, y daba golpes en la puerta con los nudillos diciendo: ¡Por favor, abridme! ¡Por favor, abridme! A mí se me partía el alma". Las dos mujeres sobrevivieron a la COVID-19.

Todos se preguntaban los mismo, ¿por qué los movemos de sitio?, vamos a contaminar a todos.

“Ya en mayo llegaron los resultados de unas PCR de un módulo con 12 positivos y corriendo a las diez de la noche los sacaron para llevarlos al módulo de los infectados. Se limpiaron algunas habitaciones con los otros durmiendo dentro”, explica Susana.

Según Antonio, como se hacía todo deprisa, “se metía a abuelos sin síntomas en habitaciones donde había fallecido una persona el día anterior, durmiendo en el mismo colchón”. 

“La situación no es que haya sido caótica, ha sido demencial, porque uno se puede ver sobrepasado y se pueden cometer errores, pero esto es otra cosa. Entrabas por la mañana y si hablabas con cincuenta personas todos se preguntaban lo mismo, ¿por qué los movemos de sitio?, vamos a contaminar a todos. Y eso te lo decía un médico, y te lo decía un enfermero y un auxiliar de servicios y te lo decía un tío de mantenimiento, todo el mundo menos las personas que gestionan la residencia”, sentencia Antonio.

Desbordados por la mortandad

Ninguno de los trabajadores que hemos entrevistado ha sido capaz de poner una cifra exacta de los fallecidos de estos meses en Nuestra Señora del Carmen. El cálculo más bajo que nos ha llegado lo cifra en 94 muertos y la más alta rondando los 130. La cifra exacta la tiene la dirección. Según los cálculos de Antonio “la residencia tiene 16 módulos con un máximo de 32 residentes ahora [hace dos semanas] hay 5 módulos cerrados que podrían no estar al 100% de ocupación, pero también es cierto que los módulos abiertos tampoco están al 100%, por lo que la cifra es elevada. De cien pasan, seguro”. 

En plena escalada de la curva de infecciones en Madrid la muertes de decenas de ancianos de esta residencia no pudo ser abordada con la urgencia que merecía. “Tuvimos problemas para derivar pacientes a hospitales, la respuesta era que no, por el colapso y los problemas en las UCIs. La respuesta era 'trátale en la residencia', pero nosotros somos un centro sociosanitario, no somos un hospital. Te preguntaban por su situación de vida, por sus patologías, cómo era la calidad de vida de la persona antes...”, cuenta Rodrigo. La morfina era en muchos casos el único alivio para los residentes moribundos.

“A los débiles se los llevó el virus rápido, los que tenían patologías de tipo cardíaco y respiratorio se fueron de manera fulminante, en días, en horas. Un día un síntoma, al día siguiente otro y al tercero, muerto. Esta ha sido nuestra triste realidad, se nos iban sin poder hacer nada”, relata Isabel.

La Semana Santa fue el peor momento, los muertos se contaban con dos dígitos. Y se apilaban en la pequeña morgue de la residencia. Distintos testimonios coinciden en que esos días los servicios funerarios no acudían a por los muertos. Tuvieron que acudir los bomberos. “El martes los bomberos se llevaron ocho cuerpos. Pero el miércoles por la noche me llamó una compañera horrorizada y llorando que había otros 11 cadáveres puestos en mesas porque no cabían en la sala”, recuerda Antonio.

Unos hijos desconsolados

"Estamos seguros de que la que está en la bolsa es mi madre, ¿verdad?”. Ricardo Sastre tuvo que preguntárselo al empleado de la aseguradora cuando fueron a enterrar a su madre el pasado 10 de abril. A la profunda tristeza de perderla se unían la impotencia y el desconcierto tras un mes de continuas llamadas y casi ninguna respuesta.

Desde que había ingresado en la residencia el verano anterior, Sastre visitaba a su madre de 94 años pero con “buena salud para su edad” tres veces por semana. Hasta que estalló la crisis del coronavirus. “El último día que vi a mi madre fue el jueves 5 de marzo. El domingo 8 llegué y ya no me dejaron entrar”, recuerda.

Aquel mismo día se suspendían las visitas a centros sociosanitarios en Madrid, una medida que pronto se extendería al resto de España y seguiría con el cierre de colegios. Era el inicio de la epidemia que a día de hoy se ha llevado a más de 27.000 personas en España. Un porcentaje muy alto de ellos – aunque desconocido por la falta de cifras oficiales – en residencias de mayores.

Me contactaron después de varios días, me respondieron de una forma que me sorprendió: está estable”.  

Las dos primeras semanas, Sastre y su hermana podían llamar directamente al módulo de la residencia en que vivía su madre y hablar con el personal, que podía ponerles con ella. “Yo no llegué a hablar con mi madre, porque solía llamar después de comer y me decían que estaba descansando en el sofá, que si quería despertarla. Y pensaba, no la voy a molestar”, lamenta Sastre.

Pero esa opción desapareció y Sastre asegura que a partir de la tercera semana de confinamiento los familiares ya sólo podían llamar a la recepción y dejar un recado. “Nos decían que la asistente social se pondría en contacto con nosotros. Pero tardaban hasta cuatro y cinco días en hacerlo. Cada vez teníamos que insistir más para que nos devolvieran la llamada y el día 2 de abril, cuando me contactaron después de varios días, me respondieron de una forma que me sorprendió: está estable”.  

Ni Sastre ni su hermana tenían conocimiento alguno de que su madre estuviera enferma y por eso quedó extrañado con la expresión. No le dijeron que tuviera síntomas de covid-19 o menos aún que estuviese confirmado: “A los cuatro días llamaron a mi hermana para decirle que mi madre no quería comer y que le habían hecho la prueba del coronavirus, sin más información. Eso fue el 6 de abril, el 8 la volvieron a llamar para decirle que le iban a poner morfina para que no sufriera”. La madre de Sastre murió unas horas más tarde, el Jueves Santo, sin haber podido despedirse de sus hijos.

Desprotegidos contra el virus

"¿Cómo se pueden tomar decisiones sin saber si todo el mundo es positivo o negativo? Si a lo mejor hay 30 personas de las que no sabemos, y como no lo sabes esa persona sigue en un área o un módulo que no le corresponde a su estado de salud actual. Las mueven corriendo cuando dan positivo, pero entre que se hace la prueba y el resultado llega han pasado tres días, pero han llegado a pasar siete días, en el caso de los residentes", se cuestiona escandalizado Rodrigo.

“Las PCR masivas nos llegaron hace un mes, a finales de abril. Los médicos han ido descartando por síntomas, y por la observación directa de la evolución de los pacientes, pero hasta que nos llegaron a finales de abril no se han podido ajustar y ese reajuste se ha producido a lo largo del mes de mayo. Por eso ahora ya la situación está controlada", atestigua Isabel. "Pero las pruebas a mi me las hicieron a finales de abril y me ha tardado tres semanas en llegar, al parecer se han perdido pruebas”, explica. Susana también confirma que su primera prueba se perdió y trabajadores que finalmente dieron positivo estuvieron muchos días trabajando con los residentes.

La falta de material de protección se prolongó demasiado tiempo. Gran parte de la plantilla se contagió y el personal de la residencia disminuyó cuando más falta hacía. Los EPIS, material al principio inaccesible que sustituían con bolsas de basura, fue entrando de manera restringida, con más tiempo de uso del recomendado. Tres días una mascarilla, aseguran algunos empleado. Los trabajadores destacan que mucho del material que recibieron era defectuoso, como mascarillas o guantes porosos.

El sindicato CSIF presentó una denuncia a la Inspección de Trabajo en esta residencia y en otras de Madrid para que se repartiera el material a los trabajadores. Cuando llegaron los EPIS los trabajadores aprendieron a ponérselos con tutoriales de Youtube. "Durante la segunda mitad de mayo nos han dado una formación para ponernos bien los EPIS, a estas alturas", asegura Susana.

Pero la principal herida de los trabajadores es la psicológica. Muchos están en tratamientos y se han sumado a terapias, algunos han tenido que recurrir a pastillas para dormir y pastillas para pasar los peores días. 

“Pero aquí se ha pringado todo el mundo, todos hemos hecho de todo. Se han visto trabajadores de perfil administrativo cambiando a residentes porque todas las manos eran pocas. Emocionalmente estamos rotos, porque estas cosas te rompen en muchas ocasiones, pero tenemos que seguir, y no nos podemos relajar porque sigue habiendo casos positivos”, asegura Isabel.

Consecuencias del aislamiento

Las consecuencias del aislamiento de los residentes ha significado, según explica Rodrigo, “un aumento de las caídas, han perdido masa muscular y la iatrogenia psíquica -sus demencias- se han puesto muy mal, están asustados, desorientados con un delirio mayor y con alucinaciones y pesadillas. Además han perdido lazos, vínculos y funcionalidades, porque dejan de hacer cosas. Algunos que podían usar cubiertos ahora ya no puede por estar tres semanas en cama y recibiendo la comida. La lucha contra la Covid se ha traducido en una pérdida de cuidados y una merma de su calidad de vida".

"La Covid es importante pero yo no puedo dejar a una persona sin duchar dos o tres semanas, pero se ha tenido que dejar sin duchas, sí higiene, pero no duchas completas. Porque no había personal, y a tantos muertos, tantas fiebres... Te pones a atender esas urgencias con el poco personal que te queda y esa ducha se queda sin hacer, o esa persona se queda sin alimentar o esa persona se queda sin hacer su cambio postural y le sale una úlcera por presión, o una persona se queda sin laxante y se obstruye... No llegas, no puedes”, relata.

“La mayoría de los residentes no está bien cognitivamente, pero son capaces de percibir los cambios y echan de menos a gente. Los que están bien sí que saben lo que ha pasado, han visto a la UME, a los bomberos...”, explica Isabel.

Según esta técnico han podido sentir el apoyo de los familiares, muchos se desesperaban porque no sabían de sus ancianos, pero han recibido muchas muestras de apoyo. “Los familiares han sufrido porque no saben si se les oculta información, les faltan datos médicos, y no han podido llamar hasta hace poco, algunos han podido hacer vídeollamadas con familiares, muchos sólo se les mostraba a su familiar porque no pueden hablar. Pero los muertos se fueron y no los pudieron ver ni despedir”, asegura Isabel.

Es el caso de Ricardo Sastre y su hermana, no saben cómo fueron los últimos días ni horas de su madre, porque la residencia no les informó de nada, ni antes ni después de la llamada de madrugada que hizo el médico con la triste notificación de la muerte. “Qué menos que nos hubieran llamado, no te digo para darnos el pésame, pero al menos para habernos contado cómo lo había vivido”, dice con impotencia este madrileño que, viviendo cerca del centro, evita desde entonces pasar por delante.

“Sus cosas están allí, sé que están en bolsas, pero es tanto el dolor que ni hemos llamado para recogerlas”. Sastre no pudo velar a su madre y apenas compartir el dolor en pleno confinamiento: “Me encontré con un vecino que también tenía a sus padres en la residencia. Eran matrimonio, les habían separado de la habitación y él había muerto. Lloramos juntos”.