Si había alguien lo suficientemente ingenuo como para creer que la comisión de investigación sobre las cloacas de Interior, con la grabación de la conversación entre el ex ministro Jorge Fernández y el ex director de la Oficina Antifraude de Cataluña, Daniel de Alfonso, como punta del iceberg, iba a arrojar algo de luz sobre el lodazal, la sesión de ayer en el Congreso fue lo suficientemente bochornosa como para hacerles perder toda esperanza.

Un dato lo ratifica: lo que ha quedado para la hemeroteca es el lamentable espectáculo del interrogatorio del diputado de ERC, Gabriel Rufián, a un elusivo De Alfonso. Como ciudadano me sentí insultado ante la exhibición de soberbia, mala educación, chulería y, sobre todo, falta de seriedad del diputado.

El brazo ejecutor en Interior era el director adjunto de la Policía, Eugenio Pino, el hombre que recomendó a Fernández Díaz grabar su conversación con Daniel de Alfonso.

Una vez más se ha demostrado que las comisiones de investigación, tal y como están diseñadas, sólo sirven como escaparate para el lucimiento de individuos cuya principal cualidad es su capacidad para la provocación y sus ansias de protagonismo. Desde luego, el presidente de la comisión, el peneuvista Mikel Legarda, no hizo su trabajo, que consiste en mantener un cierto orden y el respeto a las mínimas normas de cortesía parlamentaria. Señor Legarda: el Congreso no es una taberna. O, al menos, no debería serlo.

Lo peor, sin embargo, de lo ocurrido ayer es que los ciudadanos siguen sin saber cómo, quién, por qué se grabó esa conversación y a qué se debe que su filtración se llevara a cabo casi dos años después de que se hubieran producido los encuentros en la sede del Ministerio.

No sabemos si Rufián se ha leído lo publicado en los medios (El Independiente ha aportado información suficiente como para que el diputado tuviera algunas pistas para haber sido más punzante y menos faltón), lo que sí sabemos es que ha visto El Padrino varias veces. En una de sus preguntas -hecha con la voluntad clara de que no hubiera respuesta- inquirió a De Alfonso: "¿Quién es Peter Clemenza? ¿Sabe usted quién es Peter Clemenza?".

Seguramente, la inmensa mayoría de los presentes en la sala no sabían quién era ese tal Peter Clemenza, a no ser que hubieran visto la película de Ford Coppola o leído la novela de Mario Puzo el día anterior.

Clemenza era un asesino a sueldo, el brazo ejecutor de Don Vito Corleone, el jefe de la familia mafiosa, papel que Rufián atribuye al ministro Fernández Díaz en su particular recreación de los acontecimiento.

Aunque él no lo sepa, en efecto, la clave está en Clemenza. O, bajando a la arena de los hechos, en la persona que recomendó al ministro grabar aquellas conversaciones, en la persona que ordenó a un comisario -ahora destituido- colocar el sistema de grabación y, en fin, en el máximo responsable de la creación de una unidad especial de la Policía destinada a realizar trabajos inconfesables.

Eugenio Pino, ex director adjunto operativo de la Policía, es decir, la persona con mando efectivo sobre el Cuerpo, ejerció su cargo sin ningún tipo de limitación. Y, de hecho, está investigado judicialmente por ello. En su manera de actuar el fin justificó siempre los medios. Probablemente, Jorge Fernández nunca llegó a conocer cuáles eran esos medios, pero Pino tuvo la habilidad de hacer que sus fines coincidieran con los del ministro.

El caso es que, al final, no se sabía muy bien quién mandaba, si el ministro o su subordinado. En la calenturienta imaginación de Rufián, si el que movía realmente los hilos era Vito Corleone o Peter Clemenza.