Era una mujer sin excesivas manías y eminentemente práctica, poco dada a frivolidades y famosa por ser austera hasta la médula, incluso tirando a tacaña. Es cierto que tenía una de las fortunas más destacadas del mundo --y la mayor colección privada de cuadros, entre ellos varios bocetos de Leonardo da Vinci--, pero ella desayunaba cada día unos sencillos cereales de una marca muy popular que hacía guardar en unos tupperwares porque decía que así se mantenían más frescos.

Y, no, esta vez no se trata de una leyenda urbana o de un rumor: hace años, un periodista de un tabloide se hizo pasar por un lacayo de Buckingham y fotografió la mesa del desayuno de la mismísima reina de Inglaterra. Por ello sabemos que cada mañana, Isabel se sentaba a una mesa redonda con mantel. Delante suyo había un plato, una taza y unos cubiertos de plata. A la derecha, fruta y un yogurt en envase de plástico sobre un platito. A la izquierda, los famosos tupperwares. Isabel era inglesa hasta la médula, pero no compartía la manía de sus conciudadanos de engullirse judías, huevos fritos, salchichas y bacon a primera hora de la mañana. Todo lo más, si algún día tenía mucha hambre o, simplemente, le apetecía, pedía unos huevos revueltos con salmón.

Nada vino, sí ginebra y champán

Sus gustos culinarios eran igualmente sencillos --con predilección por el pescado, sobre todo por el lenguado de Dover. También le encantaba el salmón y, cuando estaba en Balmoral, en Escocia, solía disfrutar de las típicas truchas del lugar. La carne, a pesar de lo que siempre insistían sus médicos, solía ser roja, y le gustaba especialmente la de venado. No solía probar el vino y en las comidas bebía agua --su marido, Felipe de Edimburgo, a veces se decantaba por una cerveza--.

El alcohol se lo reservaba para el aperitivo. Antes de sentarse a comer, un lacayo se le acercaba con una bandeja de plata que portaba un Gin and Dubonnet, con dos cubitos de hielo y una rodaja de limón a la que se le sacaban las pepitas con pinzas. Por la noche, después de cenar, tomaba una copa de champán. A veces, en Balmoral, antes de la cena se tomaba un dry martini. La leyenda asegura que estaban bastante cargados.

A Isabel, el chef de palacio le pasaba cada semana una especie de carpetita con los menús de la semana (siempre en francés). Había tres propuestas para cada ágape y la reina tachaba los que no quería. Eso sí, que el chef no acertara le molestaba bastante y una vez e la oyó decir que "mis perros comen mejor que yo".

La merluza en salsa verde "alterada"

Isabel estaba acostumbrada a comer de todo, pero se sabe que odiaba el ajo, lo que provocó un pequeño problema cuando vino a España de viaje oficial. En una cena en la Moncloa con Felipe González, el famoso chef Juan Mari Arzak tenía prevista, entre otras exquisiteces, una merluza en salsa verde. Arzak tuvo que cambiar la receta sobre la marcha y, para compensar la falta de ajo, puso más almejas. Desde Buckingham también le informaron que nada de bogavantes, mucho menos langostas y que la reina prefería que no hubieran demasiados platos.

Por otros viajes oficiales también se sabe que Isabel también odiaba el aguacate, no probaba la salsa de tomate (para no mancharse) y prefería que no lo sirviesen un plato de espaguetis en público, porque aseguraba que era imposible comerlos con elegancia (siempre se escurren). El agua, a poder ser, debía ser de la marca Malvern y siempre precintada. El té también había que hacérselo con esta marca.

Hablando de tés: era su comida favorita del día. Normalmente optaba por el té Earl Grey o Darjeeling y siempre lo acompañaba de sándwiches y, sobre todo, de una tarta de chocolate que le encantaba. Era una de esas creaciones que llevaban chocolate por dentro y por fuera, pura gula vaya. Aprovechando uno de los jubileos, incluso se hizo pública la receta.

Unos horarios marcados

El té, por supuesto, se servía por la tarde, a la misma hora de siempre. En realidad, Isabel seguía unos horarios estrictos. Se levantaba puntualmente sobre las siete y media y lo primero que hacía era preguntar qué tiempo hacía. Luego tomaba una primera taza de té que una doncella le había llevado en una bandeja de plata. Mientras ella tomaba el té, la doncella le preparaba la bañera: siempre llena dieciocho centímetros y a una temperatura de unos veinte grados. Luego se vestía y, posteriormente, sobre las nueve, desayunaba. Las clases altas británicas no siguen la tradición de comer a las doce y cenar a las seis: la reina almorzaba a la una y cenaba a las ocho, un horario que a muchos españoles les parecerá muy temprano, pero que para los ingleses resulta una hora tempestuosa.

A la reina tampoco es que le entusiasmara otra gran pasión inglesa --el fútbol-- y contadísimas veces se la vio en un estadio. Últimamente, y por influencia de sus nietos, se decía que había visto algún partido del Aston Villa, el equipo favorito de Guillermo. Tampoco es que le entusiasmara la cultura: ni le gustaba el ballet, ni la ópera, ni iba demasiadas veces al teatro. Tampoco era una gran lectora.

En verdad, como muy bien dijo su marido "solo le gusta lo que come hierba y relincha", en referencia a que solo los caballos captaban realmente su atención. La equitación y, sobre todo, la cría de caballos de competición, era su gran pasión y, por lo que aseguraron muchos, llegó a ser una verdadera experta, una de las mejores a nivel mundial. Tanto, que la única vez en que Isabel II aceptó contestar a alguna pregunta de un periodista, fue cuando le preguntaron por quiénes habían sido sus caballos favoritos de todos los que había tenido. Fue uno de las poquísimas ocasiones en que, no solo atendió a los medios, sino que se permitió ser parcial. Todo un lujo para alguien educada desde la cuna para no tomar partido nunca por nada.