“He gastado dos kits de supervivencia en una semana”, decía César Cadaval después de haber estado en uno de esos trenes nuestros que se paran por Toledo o Brazatortas como si se pararan en medio de Siberia. España va a vapor, va a pilas, va a manivela de cine mudo, es una charlotada de políticos sin vergüenza ni responsabilidad que se resume en ese chiste casi de velatorio (nuestros trenes parados parecen largos pasillos de velatorio, con cirio y purgatorio). Ya hay que salir de casa como de patrulla, ya hay que salir de puente como de campamento. Uno se sorprende comprando en el bar de la estación o del tren como en una tienda para tramperos, chocolate, cecina, cuerda y pieles, o casi, y tu madre te recuerda que te lleves navaja, queso, manta zamorana y pan de hogaza, como si fuera la madre del Algarrobo. Pero nuestros gobernantes nos dicen que no pasa nada, que por lo visto es normal que en el siglo XXI te coma un oso por la Meseta, te bombardee Napoleón en Santa Justa o pase por un Madrid apagado un autobús igual que un barco fluvial. 

Se paran nuestros trenes entre los sembrados, como buques rompehielos de lo blando, o se para toda España, que va a pedales. Aunque casi es peor lo que queda, que es esperar deshielos, rescatadores de montaña, forzudos con bigote que le den a esa lenta manivela que mueve todo aquí como un gramófono, faroleros de gas encendiendo una a una nuestras farolas, como faroles de cristo o de mina de carbón, y burócratas y políticos que aún tienen que inaugurar o adornar la emergencia como una feria de la vendimia, o echarles la culpa a los de Villarriba o a los de Villabajo, antes de empezar a querer arreglar la cosa. En las primeras horas del apagón, a mí me sorprendió la ausencia del Estado, no ya como si se hubiera ido la luz sino como si se hubieran ido en carromato o en globo todos nuestros miles de políticos. Había vecinos, y cajeros de supermercado, y chinos de chino vendiéndote la luz o los cachivaches como te venden la luz o los cachivaches en la feria de Sevilla, como si fueran sus inventores. Pero no estaba el Estado. 

El día del apagón éramos como niños sin padre, sin maestro, sin guardias, acaparando dulces y refrescos y sin noción de lo que podía pasar mañana, que quizá en eso consiste la infancia o la fragilidad. Igual ha pasado en esos trenes parados en uno u otro lunes o incluso en uno u otro martes, por uno u otro apagón, por uno u otro desastre decimonónico (no dejan de ser desastres decimonónicos, o sea tercermundistas, que se nos pare un molino de viento o que entren a robar unos ladrones de cobre como unos ladrones de melones). En esos trenes, parados entre dos estaciones como entre dos guerras, daba tiempo a formar comunas, a racionar mantas, a cavar letrinas, a pasar hambre y a pasar miedo, antes de que apareciera por allí alguien no ya a solucionar nada, sino simplemente al cargo. En esos trenes volvíamos a pasar por todas las edades del hombre y la civilización, del útero a la caverna y a la cooperación. Había que inventar hasta el humor, como el moranco. Y era así porque estábamos solos.

En uno u otro lunes, con una ceguera de vela o de Estado que llegaba hasta el martes, de lo primero que nos dimos cuenta fue de que no había nadie. Ni policías, ni sirenas, ni nuestros gobernantes saliendo por la radio de patata o de macuto, ni por sus balconcillos de mantón de Manila. O, si salían, era para echarle la culpa al oso o al Yeti. Estaban (están) todos en su búnker de bodeguilla o en su gabinete de crisis folclórico, estaban (están) con el relato más que con el problema. Todo tarda mucho, días más que horas, los trenes se apelotonan con otros trenes, la gente se apelotona con otra gente, las averías se apelotonan con otras averías, los burócratas se apelotonan con otros burócratas, parece que nos tienen que rescatar no de un túnel o un trigal o un apagón sino del Himalaya, y no en autobús sino en batiscafo. O quizá nos tienen que rescatar, aún más difícil, de todos nuestros gobernantes ineptos.

Lo que ocurre es que tenemos un país muy fundible y muy robable, como una finca abandonada. Nuestros gobernantes ya no se preocupan de que los servicios públicos funcionen bien

Cuando el apagón, yo escribí que Sánchez hablaba de ciberataque como de ladrones de cobre, y resulta que ahora vienen los ladrones de cobre de verdad y nos roban también el país entero como si fuera el carro de Manolo Escobar (si algo supera a unos hackers presentados como ladrones de cobre son unos ladrones de cobre presentados como hackers). Lo que ocurre es que tenemos un país muy fundible y muy robable, como una finca abandonada. Nuestros gobernantes ya no se preocupan de que los servicios públicos funcionen bien porque han aprendido que basta el relato, incluso un relato que incluya un oso, el Yeti o unos feriantes ladrones de chatarra o de niños. Pero gobernar es, precisamente, tener la culpa de todo. Ya no es que se nos averíen los trenes más que nadie, o todo el país como a ningún país, unos trenes y un país que son como de fogón, sino que la excusa ha sustituido a las soluciones y así es imposible.

Más de una semana después de que se fundiera todo el país, aún tememos salir a la calle sin canana, sin sebo, sin cantimplora. El Gobierno “no descarta ninguna hipótesis”, que es lo que dice ahora con todo, aunque la hipótesis más científica es que la política aquí consume tanto que hace saltar los plomos, como las plantaciones de marihuana. Un par de días después de que esos trenes se perdieran por la Mancha como cápsulas espaciales, en la soledad, la asfixia y el terror de nuestra propia respiración, aún acaparamos agua y galletas ante un señor que ya no es un azafato de la Renfe sino un tendero de la fiebre del oro. Y sigue habiendo averías, y plomos fundidos, y tribus fluviales tiradas por las estaciones, y fogatas y chistes a costa de unos trenes como de los hermanos Marx. Y más que habrá, porque esto es acumulativo, no deja de aumentar como la entropía, que queda más científico que decir el caos o la mierda. Pronto, dos kits de supervivencia en una semana nos parecerán poco. Como los dos dónuts que me compré sin hambre en el Alvia, por si acaso, antes de darme cuenta de que con eso no sobreviviría en la tundra ni llegaría a Brazatortas.