La mañana del 23 de enero de 1826, tras casi 500 días de sitio, el brigadier José Ramón Rodil y Galloso rindió la plaza del Callao. Abandonó el fuerte del Real Felipe poco después a bordo de la fragata británica Briton. Había caído el último reducto español que quedaba en tierra firme americana. Con su capitulación no solo se sellaba el fin del virreinato peruano, sino que concluía el asedio más largo de todas las guerras de independencia hispanoamericanas.
El episodio, menos recordado que Ayacucho o Boyacá, fue sin embargo decisivo. Con las fuerzas realistas descompuestas y los mandos divididos, la resistencia numantina del Callao convirtió a Rodil en símbolo contradictorio de lealtad, terquedad y disciplina castrense. La Memoria del sitio del Callao, que escribió para Fernando VII, es a la vez crónica militar, defensa política y documento humano de una resistencia llevada al límite.
El sitio del Callao comenzó formalmente el 1 de octubre de 1824, apenas tres semanas antes de la batalla de Ayacucho. Fue una capitulación sin precedentes: el virrey La Serna fue hecho prisionero, la oficialidad española aceptó las condiciones impuestas por el general Sucre y los restos del ejército virreinal se dispersaron o pasaron a las filas republicanas. En teoría, el tratado alcanzaba también a la guarnición del Callao, pero Rodil, al frente del fuerte, rechazó los términos. Alegó no estar obligado por una rendición que no había suscrito y que, en cualquier caso, contenía una cláusula secreta, reconocida incluso por Bolívar, que lo exceptuaba de sus beneficios.
La resistencia por su cuenta de Rodil
Desde ese momento, el brigadier gallego decidió continuar la defensa por su cuenta, sin contacto con las fuerzas regulares españolas ni con garantía de apoyo desde la metrópoli. Así comenzó un segundo sitio, más prolongado y cruento que el anterior –entre junio de 1821 y septiembre de 1821, como parte de la campaña de José de San Martín para ocupar Lima y consolidar la independencia del Perú–, convertido en símbolo de obstinación monárquica y en uno de los últimos capítulos bélicos del imperio español en América.
La plaza había sido recuperada por los realistas en febrero de ese año, cuando una sublevación de tropas rioplatenses, hartas de impagos, devolvió el fuerte a manos españolas. José Ramón Rodil, entonces gobernador militar de Lima, recibió el mando del enclave con una guarnición compuesta por unos 1.800 hombres, en su mayoría criollos y soldados de extracción popular –negros, mulatos e indígenas– organizados en cuerpos de infantería, caballería y artillería precariamente dotados. La posición era estratégicamente vital: último puerto del virreinato en el Pacífico, punto de enlace con la metrópoli, bastión simbólico de la resistencia.
Sitiados entre ratas y pólvora
Pero su situación era crítica desde el principio. La ciudad de Lima había sido evacuada por los realistas, la escuadra española se replegó y el Callao quedó aislado, asediado por tierra por fuerzas independentistas peruanas al mando de Salom y rodeado por mar por una escuadra chileno-peruana comandada por el marino inglés Martín Guisse. Desde entonces y durante más de quince meses, Rodil se encerró en la fortaleza del Real Felipe, decidido a resistir hasta el límite.
La situación dentro de la fortaleza era inhumana. A medida que avanzaba el sitio, los alimentos escaseaban y la enfermedad hacía estragos. "Los perros, gatos y ratones habían desaparecido como manjares apetitosos", escribe Rodil. "Las aves de mar y tierra más despreciables, lobos marinos, mariscos y todo ser animado […] fueron alimento de la lealtad y valor del Callao".
A finales de 1825, la guarnición contaba con apenas unos cientos de hombres capaces de sostener un mosquete. Muchos de los que quedaron vivos el 23 de enero de 1826 estaban escorbutados, inválidos o enfermos. Las estadísticas hablan con crudeza: de los 3.003 defensores iniciales, hubo 785 muertos en combate y 1.312 fallecidos por enfermedades. Rodil remitía partes regulares a la corte y escribía con tono severo sobre la falta de ayuda desde España: "La escuadra no volvió a tocar en este puerto, ni remitió auxilio de ninguna clase. […] Yo supuse entonces que en todo marzo se sabría en Madrid la inesperada capitulación de Ayacucho".
Retrato de un intransigente
Nacido en Lugo en 1789, Rodil era un militar de carrera formado en el Batallón Literario de Santiago durante la Guerra de la Independencia. Combatió en América desde 1816. En la batalla de Maipú protegió la retirada realista con tropas indígenas y mulatas, lo que le valió el ascenso a coronel. En 1821 fue nombrado gobernador militar de Lima.
Su temperamento era duro y su estilo implacable. La Memoria lo muestra como un hombre de principios rígidos, orgulloso de su papel y poco dado a la autocrítica. Pero también deja entrever una conciencia aguda de la tragedia: "Me vi gobernador interino de la única plaza fuerte que existe en el Perú, sin medios efectivos ni conocidos para sostenerla […] no estaba artillada, ni ofrecía a la vista otra cosa que un sepulcro". Su decisión de fusilar a 36 supuestos conspiradores durante el sitio ha pesado sobre su legado. A ojos de muchos peruanos fue un tirano; para otros, un ejemplo de fidelidad absoluta a un orden agónico.
Intercambio de cortesías: Salom invita a la rendición
El 15 de julio de 1825, el general republicano Bartolomé Salom envió una carta a Rodil desde Bellavista. "Me cabe la satisfacción de invitar a V. S. para concluir la lucha que por tantos años ha afligido a unos pueblos de un mismo origen, pero distintos intereses", apelaba con extrema cortesía, antes de esgrimir razones honor, humanidad y conveniencia política para solicitar la rendición. "Combaten en mi corazón dos sentimientos: el de la gloria y el de la humanidad. El primero nos toca a ambos el llenarlo, pero el segundo es esclusivo de V. S., porque habiendo ya cumplido completamente con los deberes de un militar bizarro, esas tropas y vecindario son dignas de mejor suerte y de disfrutar tranquilos las dulzuras que nos ofrece la paz que rodea a este país". Culminaba Salom: "Si V. S. se penetra de mis razones y no desoye los gritos de la humanidad doliente, puede entrar V. S. en una transacción, para la cual nombrará sus comisionados […]. Yo quedo, Señor General, con la dulce tranquilidad de llenar cumplidamente las leyes militares uniendo las de la filantropía”.
Era un gesto de excesiva, casi untuosa cortesía bélica que, aunque sincero, formaba parte de la presión psicológica sobre el asediado. Salom hablaba de "una capitulación militar honorífica", reconociendo en Rodil al último servidor fiel del rey en América.
La respuesta de Rodil, fechada el 17 de julio, es uno de los textos más intensos del epistolario militar del siglo XIX. En ella rechaza toda forma de rendición sin combate final: "Los siete motivos en que V. S. apoya la intimación de rendir estos baluartes […] no me presentan, divididos ni en conjunto, un fundamento positivo para acceder y cubrir mi honor. […] Estoy en el caso de poder decir a V. S., en contestación, que si fueren puestos en ejercicio los elementos de que tanto abunda en su línea de sitiador, yo no tendré en inacción los de defensa de que dispongo".
Rodil no niega la posibilidad de rendirse, pero la subordina a la idea de honor: no capitular sin agotar los medios ni mientras exista la más mínima posibilidad de resistencia.
El armisticio final: enero de 1826
Las condiciones ya eran insostenibles. Sin víveres, sin medicinas, con los soldados alimentándose de mariscos y lobos marinos, la capitulación era inevitable. El 15 de enero de 1826, Rodil propuso un armisticio a Salom, eligiendo como punto neutral la fragata británica Briton. "Es lo menos que puede exigir un militar que no se reporta otra gloria que concluir este asunto con el honor que demanda su deber". Salom aceptó, aunque prefirió negociar bajo pabellón propio. Finalmente, el 22 de enero se firmaron los términos: amnistía general, posibilidad de retorno a España para los jefes, y salida ordenada de las tropas del fuerte.
La historia no ha dado un juicio unánime sobre Rodil. En Perú, su figura ha sido asociada con la represión y el autoritarismo. En España, en cambio, fue elevado a marqués y considerado ejemplo de virtud castrense. El propio Bolívar, en carta privada, reconoció su temple. Doscientos años después, queda el eco de sus palabras escritas en el Callao: "Sucumbiré con el dolor de haber sido víctima malamente inmolada por la ruina del Ejército y la inaudita marcha de la Escuadra". Y la imagen de un pabellón izado sobre una fortaleza que resistió hasta que no quedó otra cosa que el hambre y la memoria.
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