Hiroshima (Japón), 6 de agosto de 1945. Son las ocho de la mañana. El cielo sobre Hiroshima tiene todavía ese azul pálido y limpio que solo existe en verano. La ciudad lleva despierta varias horas, pero languidece, adormilada bajo el ruidoso sonido de las cigarras, las radios encendidas y los pasos apresurados de los trabajadores que corren al tranvía. Una mujer dobla sábanas en una azotea; un niño corretea descalzo por el patio de su casa; un joven soldado, de permiso, camina hacia una tienda de conveniencia, sin saber que esa será la última sombra que proyecte sobre el asfalto. A 9.400 metros de altura, el B-29 Enola Gay, un avión militar estadounidense, ha superado ya la última nube, pero nadie mira al cielo. Quince minutos después, el tiempo no se detiene: se rompe. Una luz blanca, inmensa, absurda, lo consume todo. Lo que antes era una ciudad japonesa de 350.000 personas se convierte, en menos de un minuto, en una llanura hirviente.
El cuerpo militar estadounidense había estado practicando unas semanas antes el lanzamiento de lo que hasta ese entonces se conocía como Proyecto Manhattan: la bomba atómica, un arma de destrucción masiva cuyo radio de acción alcanzaba decenas o centenares de kilómetros a partir del punto de detonación. El presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman, sabía los devastadores efectos de este nuevo arma, y presionó a Japón para una rendición total, pero tenía por seguro que el país nipón no lo haría.
La Segunda Guerra Mundial es el principal conflicto de la historia del mundo, y los devastadores hechos acontecidos en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki no son sino prueba de ello. Gracias a un profundo trabajo de investigación, Pere Cardona ha rescatado las historias inéditas de aquellos hombres y mujeres que contribuyeron a cambiar la historia de una tragedia, para recopilarlas en El mundo en guerra (Principal de los Libros, 2025), que incluye fotos inéditas del bombardeo de Nagasaki, tomadas en septiembre de 1945 por el soldado estadounidense Ellis Clare Clements.
Hiroshima y Nagasaki, el infierno en la tierra
Hace aproximadamente unos cuarenta años, en Denver, Colorado, Ellis visitó una exposición bélica, junto a su sobrina pequeña. Fue ahí, entre armas que ponían de manifiesto los horrores vividos, donde el veterano de guerra se sinceró: "He disparado todas y cada una de ellas".
Alistado en noviembre de 1942 en los Marines, Elilis desembarcó en Nagasaki en septiembre de 1945, un mes después de los bombardeos, como parte de las fuerzas de ocupación. La devastada ciudad apareció ante sus ojos: nada —salvo un torii, la puerta tradicional sagrada de la mitología nipona— había sobrevivido al armagedón. Impresionado, sacó su cámara y fotografió las fatales consecuencias de la acción firmada por su país. Las visibles, claro.
Impresionado, sacó su cámara y fotografió las fatales consecuencias de la acción firmada por su país
Se estima que 237.000 personas perdieron la vida a causa de la bomba atómica sobre Hiroshima. Pesaba 4.4 toneladas y, cargada con 64 kilos de uranio, detonó con una fuera equivalente a 16 kilotones de dinamita. Causó la muerte instantánea de 70.000 personas. Los supervivientes se llevaron la peor parte: la radiación les hizo enfrentarse a enfermedades como el cáncer, provocando también alteraciones genéticas que han afectado a sus descendientes.
Tres días después, se lanzó una segunda bomba sobre Nagasaki, aunque esta ciudad no se encontraba en la lista original de objetivos. Esta hecatombe atómica aceleró el final definitivo de la guerra: el 15 de agosto de 1945, el emperador Hirohito proclamó por radio la rendición incondicional de Japón. Para el 2 de septiembre de 1945, la Segunda Guerra Mundial había finalizado oficialmente.
Testimonios de la catástrofe
El libro de Cardona recoge testimonios de la catástrofe, que ponen de manifiesto el colapso absoluto que vivió Japón durante esos días: "En el patio de la estación de ferrocarril de Urakami, un tren de carga que se dirigía al oeste se había detenido debido al bombardeo atómico. Dentro de un vagón de carga (...), cinco o seis caballos yacían muertos de costado. No había nadie en la locomotora; más tarde oí que todos los miembros de la tripulación murieron en los dos días siguientes al 9 de agosto".
Fue un arduo trabajo el de reconstruir las ciudades por completo, pero más dolorosa fue la tarea de enterrar a los seres queridos que habían fallecido durante los bombardeos. Se recogen las palabras de Yoshiro Yamakawi, un ciudadano japonés que hubo de enterrar a su padre: "Mis hermanos y yo pusimos con cuidado su cuerpo ennegrecido e hinchado sobre una viga quemada frente a la fábrica donde lo encontramos muerto y le prendimos fuego". En total, la prefectura de Nagasaki informó de 19.743 cremaciones a fecha de 1 de septiembre de 1945.
Cuando miré hacia arriba, vi algo largo y delgado caer del cielo. En ese momento, el cielo se volvió brillante
A una distancia de 2,7 kilómetros, la joven de veinte años Kumiko Arawa recordaba haber subido junto a sus amigos a la azotea de un edificio para "contemplar la ciudad después de un breve ataque aéreo". "Cuando miré hacia arriba, vi algo largo y delgado caer del cielo. En ese momento, el cielo se volvió brillante y mis amigos y yo nos agachamos en una escalera cercana". Sobrevivió, pero Fat Man, la bomba atómica que se lanzó sobre Nagasaki, le había arrebatado a sus padres y a cuatro de sus hermanas. "A los veinte años, de repente me vi obligada a ayudar a los miembros de mi familia que aún sobrevivían. No recuerdo cómo conseguí que mis hermanas menores estudiaran, quién nos mantenía o cómo sobrevivimos".
Sobrevivir tras la hecatombe
Una tarea: la supervivencia. En Nagasaki, más del 80% de las camas hospitalarias resultaron completamente destruidas, con una tasa de mortalidad de entre el 75 y el 80% de sus ocupantes. Se desconoce la afectación al personal sanitario pero, a día 1 de noviembre, 120 facultativos prestaban sus servicios en la ciudad. Dos minutos antes de la explosión, Raisuke Shirabe, profesor de cirugía en la Facultad de Medicina, escribía en su despacho cuando escuchó el ruido de los aviones: "Me levanté de inmediato para ir al refugio (...), pero solo llegué hasta la puerta antes de que una luz pálida me iluminara. Me arrojé a un rincón, cerré los ojos y me agaché mientras el edificio comenzó a derrumbarse. Al final, cuando las cosas dejaron de caer, abrí los ojos y todo lo que había en la habitación —la mesa, las sillas, el armario, la cama y la lámpara— apareció desperdigado en todas direcciones. A mis pies quedó el reloj situado sobre mi escritorio. Lo recogí. Se había detenido exactamente a las 11:02".
Me arrojé a un rincón, cerré los ojos y me agaché mientras el edificio comenzó a derrumbarse
Justo a esa hora, un grupo de diez niños de once años, capitaneados por Koichi Nakajima, jugaba a orillas del río Urakami. Se entretenían lanzando una pequeña campana al agua, y ver quién sería el primero en encontrarla tras su nado. En la última ronda, Koichi pasó casi un minuto sumergido y, cuando estaban a punto de estallarle los pulmones, subió a la superficie, solo para descubrir un mundo diferente al recién abandonado. Dos de sus amigos se retorcían de dolor. El resto había sido carbonizado.
Entretanto, en el despacho oval de la Casa Blanca, Truman conoció el resultado de la incursión junto a la carta remitida por Samuel McCrea Cavert, un clérigo protestante que le imploró detener los lanzamientos "antes de que la bomba atómica causara más devastación sobre su pueblo [el de Japón]". Dos días más tarde, el presidente le respondería: "Nadie está más preocupado por el uso de bombas atómicas que yo, pero me molestó mucho el ataque injustificado de los japoneses a Pearl Harbor y el asesinato de nuestros prisioneros de guerra (...). El único lenguaje que parecen entender es el que hemos estado usando para bombardearlos. Cuando hay que lidiar con una bestia, hay que tratarla como una bestia".
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