Hay veces en que el problema no se resuelve solo con la ley, sino aplicando ética y decencia. España vive estos días un nuevo episodio de esa larga serie donde la justicia se confunde con la política y la política, a su vez, con la supervivencia. El procesamiento del Fiscal General del Estado, más allá de su desenlace judicial, pone frente al espejo algo más profundo que un expediente judicial: el descrédito moral de una institución que debía ser ejemplo de equilibrio y prudencia.

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La Fiscalía —ese poder que debería ser la conciencia técnica del Estado— ha actuado en los últimos tiempos no como garante del interés general, sino como brazo ejecutor de un interés concreto: el del Gobierno y más allá de eso el Fiscal General del Estado ha actuado de manera torticera y mentirosa anteponiendo su interés personal al de la institución. Mintiendo, ocultando pruebas e información, eludiendo su debida colaboración con la justicia. Esta actitud podría ser lícita y comprensible en un ciudadano normal que es acusado de un delito, pero él solo hubiese sido tal en caso de haber dimitido. Sin hacerlo, no es un ciudadano más, es una institución a la que no es lícito ni ético permitirle ese comportamiento.

No es una afirmación ideológica; es una constatación de hechos encadenados, declaraciones oportunas, filtraciones selectivas, acciones entorpecedoras y silencios clamorosos. La cuestión no es si el fiscal será o no condenado, sino qué gran parte de su autoridad se ha perdido por el camino.

Porque aun cuando los tribunales determinen la inexistencia de delito, la culpa moral ya está dictada en el tribunal de la ética pública. El uso de la Fiscalía como ariete contra un adversario político —en este caso, el entorno de la presidenta madrileña— rebasa con mucho la frontera de lo aceptable en una democracia madura y esa intencionalidad, delictiva o no, está ya más que probada. La intencionalidad pesa más que el resultado: la voluntad de dañar, de intoxicar, de convertir la presunción de inocencia en presunción de culpabilidad mediática. No hay toga que cubra eso con una absolución si la hubiese.

El caso de Amador, el novio de Isabel Díaz Ayuso, es el ejemplo más evidente de una maquinaria institucional puesta al servicio del desgaste político. Nadie discute que los hechos puedan investigarse; lo que se discute es cómo y cuándo se hace, y sobre todo, por qué. La Fiscalía ha actuado como si su misión fuera producir titulares, no verdades. Ha confundido la búsqueda de la justicia con la gestión del relato. Y eso, en cualquier país que se respete, se llama inmoralidad. Y el comportamiento del Fiscal General en su defensa impropio de alguien que representa a tan alta institución. Su dimisión para centrarse en su defensa hubiese sido mucho más éticamente entendible. Pero no, nada le diferencia amarrándose al cargo de Gallardo que torticeramente manipula la ley para aforarse y eludir a la justicia.

El problema de fondo no es jurídico: es cultural. Hemos normalizado que los órganos del Estado sean utilizados como instrumentos de poder y no como contrapesos de él. La independencia de la Fiscalía se ha convertido en una ficción amable, repetida en ruedas de prensa mientras se dictan instrucciones por teléfono. Lo grave no es que un fiscal se equivoque, sino que lo haga siguiendo una consigna.

Cuánto estamos dispuestos a tolerar que se utilicen nuestras instituciones como trinchera partidista y que nuestros líderes se escondan detrás de la justicia olvidando algo más importante, la ética y la decencia"

El ciudadano medio —ese que sí distingue entre el derecho y la propaganda— asiste perplejo a una degradación silenciosa: la de la confianza. Cuando el ciudadano deja de creer que el juez juzga y el fiscal acusa por convicción, la democracia enferma. No hay peor veneno que la sospecha de parcialidad. Ningún decreto, ni reforma, ni resolución pueden ya restaurar la autoridad moral perdida cuando se utiliza la justicia como arma de campaña electoral.

Quizá la mayor enseñanza de este episodio no sea la que recaiga sobre el procesado, sino sobre nosotros como sociedad: cuánto estamos dispuestos a tolerar que se utilicen nuestras instituciones como trinchera partidista y que nuestros líderes se escondan detrás de la justicia olvidando algo más importante, la ética y la decencia. La ley podrá absolver, pero la ética no olvida. Y si la Fiscalía no es independiente, dejara de ser justicia para convertirse en estrategia.

Decía Montesquieu que “una cosa no es justa por el hecho de ser ley, sino que debe ser ley porque es justa”. Ojalá quienes hoy lucen puñetas en las mangas de la Fiscalía recordaran que, en democracia, la justicia no se defiende con poder, sino con decencia

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