Para qué va a querer Sánchez un debate donde le pueden partir la cara de cartel, a ver. Pedro Sánchez sabe que está en el mejor sitio para hacer una campaña, La Moncloa, que tiene infraestructura de Papá Noel, con elfos mágicos de alegría anisera. Los milagros de las Navidades semanales no necesitan ni dinero, salen de calcetines con ojitos o de frotarse las narices entre ministros, todos con jersey de renos romboidales. Ferreras le ha preguntado a Sánchez en la entrevista de Al rojo vivo sobre eso de los debates, si va a ir al menos al suyo, pero Sánchez ha contestado con lo bueno que es hablar y lo bonita que está la primavera que le pone corazones en la cara como mariquitas en las flores, o algo así. Y con que su gabinete tiene que pensar si está el tiempo para eso o hace mala tarde para salir con pamela a que te den una tunda.

Para qué va a querer Sánchez un debate si él está ahí, en albornoz en La Moncloa, como en esos hoteles de felpa para el amor y el juego. Si está en carteles como libros de Corín Tellado o discos de Camela que dicen “haz que pase” o “un hombre ante mi puerta” o “no puedo estar sin él” o “has cambiado mi vida”. Para qué va a ir a un debate si el CIS le hace encuestas como ramos de rosas y lirios, si tiene la boca hecha a la fresa achampanada de decir “justicia social”, “desfavorecidos”, “convivencia”, “diálogo”, palabras que le salen como burbujas de baño delante de entrevistadores con palanganero. Ir a un debate, un cara a cara con Casado incluso, como si el presidente estuviera ahí para bajarse de la hornacina ahuevada y hablar con cualquiera. Si él ya habla con el pueblo desde esa cara como un zepelín por el cielo que deja caer copos de su amor en corazones de confeti. Sánchez, su gabinete más bien, como le dijo a Ferreras, tiene que mirar si merece la pena ir o no a los debates. Está ahora como un cristo de capa rica mirando si le va a llover sobre la gloria de sus candelabros y su oro de rey de los pobres.

Por un lado está lo de ir a un debate, la idea desmotivadora en sí de ir a un debate donde te encuentres la realidad sin filtros y sin gasa en la cámara, como la que le ponían a Sara Montiel. Donde hay que confrontar ideas, argumentos, hechos, y esa cosa tan fea del pasado. Sánchez no quiere hablar del pasado, ese lugar azaroso donde él ha dicho y hecho una cosa y la contraria con la misma soltura y garbo de un tuno con pandereta. Por eso habla tanto del futuro, que está vacío en cuanto que lo puede llenar otra vez con cualquier cosa, con constitucionalismo o con el documento de Pedralbes, con Iglesias o con Otegi, con firmeza y ley o con indultos de su magnificencia oriental. A Ferreras no le quiso negar la posibilidad de indultar a los posibles condenados en el juicio del procés. Pero dijo que cuando haya sentencia “el poder político tendrá que posicionarse”. ¿Por qué iba a posicionarse el poder político por esa sentencia u otra, a menos que quiera tomar la única decisión política que podría afectar a esa sentencia, es decir el indulto?

Sí, está lo de ir a un debate, cualquiera, donde el muñeco tenga que decir y contestar y rebatir, y no sólo tocar el bandoneón

Sí, está lo de ir a un debate, cualquiera, donde el muñeco tenga que decir y contestar y rebatir, y no sólo tocar el bandoneón. Y luego está con quién debatir. El cara a cara con Casado, que desde el Congreso acribilla sin papeles, sería como el combate del campeón fondón contra el joven aspirante con hambre, the eye of the tiger. Peligroso también debatir con Rivera, con más labia y más argumento, y motivado por el abismo de la indecisión en su electorado y por su convicción de ver en Sánchez no el antipatriotismo sino la antipolítica de un vaquero de rodeo que hace de presidente. Con Abascal sería aceptar el lugar de la extrema derecha, pero con el miedo de que hasta sus argumentos de mesón medieval le desarmaran. Hasta sería difícil Iglesias, que necesita recuperar los votantes que se le están yendo por el voto útil y su crisis de legitimidad burguesa, y que lo trataría de “izquierdita cobarde”.

Sánchez prefiere quedarse con el club de fans de beso en la foto y en la servilleta, con la imagen de perfume de rosas. Sánchez no quiere debatir porque lo suyo no se decide en el debate, en el argumento, en la idea, en la propuesta, sino en los reflejos dorados que pueda ofrecer su imagen ante una derechona hecha de hienas de dibujos animados. Está en el mejor sitio, La Moncloa, con albornoz y botón de camareros y de decretos leyes. Fuera está la jauría de las palabras, de la realidad, de lo que él mismo ha hecho y dejado de hacer, de la confrontación política adulta. Pero todavía puede hacer fuegos artificiales desde el balcón, para la niñez política de España.

Ahí estará pensado su gabinete si asume que un pelele no está para debates en uno de los momentos más importantes de la historia de nuestra democracia. Si sale a pelear por todo eso que considera tan importante, derechos, valores, la esencia misma de la democracia, o se queda en ese olor de laca de uñas y ese tacto tranquilizador y satisfecho de seda en el pernil. Su gabinete, dice Sánchez, será el que pensará si presentar al campeón como un gobernante de carne y verbo o de mentón de cristal. Si dejar que lo veamos hacer política en vez de bici estática o, admitiendo que la cosa es imposible, esconderlo en casa en una como cestita para la colada o la mascota. Ni siquiera Sánchez lo aclara. “El gabinete, qué me mandará a hacer Iván Redondo”, piensa Sánchez en albornoz mirando el teléfono del baño, húmedo de progreso y sérum facial… “Pero qué necesidad hay de un debate, a ver…”, le contesta el espejo, apayasado de vapor y pereza.