A Pablo Iglesias, padrino en la penumbra con caricia fría al gato como la caricia a un revólver, hay que devolverle los favores, más nos vale. “Compañera, que te hemos hecho vicepresidenta”, le ha recordado a Yolanda Díaz así con sombra de sombrero o de farola. Iglesias lo dice como si la hubiera hecho estrella de sala de fiestas de Torremolinos o le hubiera puesto un pisito o un estanco, que se decía antes. Iglesias ya está entre el capo de palquito, el negocio de la estiba y algún baboso de La colmena, con manos blancas y cara blanda, que le recuerda a la pupila, a la modistilla, que así es la vida y que nada es gratis. Díaz, demasiado ingenua cree uno para la vida en la política y en los muelles, ha contestado que “no le debe nada a nadie”. Pero ella ha traicionado a la famiglia, y el primer aviso es una indirecta, el segundo es la advertencia, y el último, antes de dormir con los peces, supongo que será meterle bajo las sábanas la cabeza de su unicornio rosa favorito. Lo que falla en esta película, claro, es que Iglesias no tiene poder, no tiene sombrero, no tiene gato, no tiene partido, no tiene nada.

Pablo Iglesias, vieja gloria que aún se pone talco ante el espejo como si se empolvara de su muerte diaria, revolucionario que ha terminado en Risto o en Paco Porras de la extrema izquierda, Napoleón de sanatorio con gorro de barco de papel y enemigos de palomar, aún cree dominar el negocio, las candilejas, las calles por las que imagina que se pasea como un don o como un ditero, recibiendo sombrerazos, agradecimiento, manzanas y diezmos. No maneja ni representa nada ya, en realidad. Sólo es un influencer de bots, un agitador subido a una caja de botellines, el último mesías olvidado de esa izquierda eternal del 10% que es a la política como el dentista que recomienda el chicle con azúcar. Iglesias aún conserva intacta su energía agresiva, inútil, pueril y amarga, como un mimo ignorado por todos salvo por unos cuantos amigos, unos cuantos chiquillos y unas cuantas ardillas. Como conserva la energía, se cree que también conserva detrás un partido como unos blasones o una heredad. Pero todo lo que queda de Podemos está, igual que él, en el pasado y en el lazareto.

Iglesias no asume que lo suyo se acabó, y no solamente en lo personal, o sea en ese pasar de tertuliano con carpetilla a una moda política como una moda de Locomía, de ahí a vicepresidente florero, inútil o aburrido, y de vuelta a la carpetilla de gomilla floja, con currículos y tarjetero. También su proyecto se acabó, Podemos se acabó, se esfumó, ya sólo los vuelven a votar los punkis y sus líderes no parecen liderar nada o ni siquiera están, que por eso tienen que hablar por el partido los muertos, sacados como de un cofre pirata con su sable y con su loro, entre el más allá y el carnaval. Podemos ya es otra IU que mendiga puestecitos con derecho a bandera republicana en concejalías de pueblo y enchufes en asociaciones de marionetistas. Incluso mendigan, con esa exigencia del hidalgo mendigo, liderar otra vez una ultraizquierda que ellos, después de engañar con transversalidades y ejemplaridades y demostrar fanatismo y chifladuras, devolvieron a la melancolía, al fracaso, a la decepción, al corrillo de patinillo que ha sido siempre la ultraizquierda

Podemos, ni con un líder que se levanta de su propia ceniza, como un Ave Fénix de los porros, ni con otro líder que nadie tiene por líder; ni con su marca de amanecer morado ni con soldadura al recio martillo con hocino de la tradición; ni con confluencias peleadas ni con coaliciones desflecadas; ni desde las ondas ni desde el Gobierno donde mantienen solamente ministerios de pega, todo fachada, atrezo y evocación, como poblados del Oeste; de ninguna manera, en fin, Podemos está para exigir nada. No está para vaciles, para faroles ni para amenazas, no está para decapitar unicornios ni para ir a por pescado con agallas negras, ni siquiera está para llamar la atención a vicepresidentas que le han salido flamencas y más populares que nadie de su partido. Podemos sólo está para morir, para ser enterrado como el loro que fue. Y yo creo que todos lo saben menos Iglesias, o no quiere saberlo, porque entonces sería como un muerto errante, sin casa a la que volver para dejar caer los huesos, los dientes y la carpetilla evangélica y escolar.

Pablo Iglesias, con sombra quebrada de Nosferatu por las escaleras o de don Vito tras unas persianillas, exige o más bien amenaza sin tener con qué exigir ni con qué amenazar. Díaz insiste en que ella no le debe nada a nadie porque, entre otras razones, ella nunca quiso ser ministra, ni vicepresidenta, ni tampoco divina, supongo. Díaz llegará a todo sin querer ser nada, o sea lo contrario a Iglesias, que no supo ser nada queriendo serlo todo. Y aquí está la cuestión. Díaz no le debe nada a Podemos, sobre todo, porque su popularidad se la ha ganado precisamente apartándose de los modos de Podemos, de su agresividad y sus autoridades bizantinas y con badajo. Díaz, en fin, ha apostado por ser la anti Pablo Iglesias. Lo de Yolanda no va a ser una confluencia sino un largo circunloquio para desprenderse de la costra de Podemos y hacer un reboot naíf de la ultraizquierda. La amenaza de Iglesias no tiene sustancia pero tampoco sentido, porque lo que se salve de Podemos ya no será Podemos y lo que siga siendo Podemos no se salvará.

Pablo Iglesias está siendo un mal salvador y un peor enterrador. Ni siquiera sirve como mafioso apaisado en sombras, porque enseguida les cuenta a todos lo que piensa. Iglesias sólo está consiguiendo terminar de demostrar que no hay Podemos, que ya no tienen nada que dar salvo lástima, que no pueden salir a unas elecciones si Yolanda Díaz no les presta sus manguitos rosas o les devuelve el favor maquillando a un muerto, como en El padrino. Yo creo que, simplemente, como le suele pasar a la izquierda cuando la realidad les alcanza, Iglesias no sabe dónde está, no sabe qué ha pasado. Quizá no lo sepa ni lo asimile nunca, y así vagará por siempre, como una especie de Yurena de la política, por las radios y los tablaíllos, con una carpeta de fotos y letrillas y un animoso ladrillo en el bolso.