Lélia Wanick Salgado va justa de tiempo. Acaba de recibir en Lisboa el Premio Gulbenkian de la Humanidad y tiene una ristra de medios internacionales a los que atender antes de volverse a París, donde vive junto a su marido, el reconocido fotógrafo Sebastião Salgado. Lo cierto es que la historia de uno no se puede entender sin la del otro. Y que, aunque este reconocimiento se lo ha llevado Lélia, en realidad lleva el nombre de los dos. En un perfecto "portuñol" -mezcla de portugués y español-, ella misma explica con orgullo el proyecto de sus vidas, que le ha valido ahora esta distinción pero que comenzó al otro lado del Atlántico hace 25 años.

Nos situamos en Brasil. Y en concreto en un lugar llamado el valle del Río Doce, ubicado entre los estados de Minas Gerais y Espírito Santo, en el sudeste del país. Una región que llegó a estar cubierta por un enorme bosque atlántico en el que hoy cuatro millones de personas deben hacer frente a la enorme degradación del terreno a causa de la deforestación, la explotación de recursos naturales y fenómenos como la erosión, que han provocado además un grave problema de escasez de agua.

"Cuando los portugueses llegaron a Brasil había un bosque que llegaba desde el nordeste del país hasta Argentina. Hoy en día sólo nos queda el 8% de aquel bosque, y está distribuido a pedacitos", asegura Lélia. "La tierra se degradó porque cortaron todos los árboles. Se quedó desnuda completamente. Y cuando llegaron las lluvias tropicales, que no tienen nada que ver con las europeas, arrasaron con todo. No había ni hierbas para el ganado. Todas las grandes ciudades de Brasil están ubicadas en esa zona. Y ahora, también por el calentamiento climático, están teniendo problemas de suministro de agua en verano. Es algo muy triste", remata.

Sebastião y Lélia conocen bien el valle del Río Doce. Él tiene en esa zona una casa donde vivió desde pequeño. Y ella, que le conoció muy joven, iba mucho por allí. Por eso, cuando vieron que Brasil se desangraba árbol a árbol y decidieron actuar tomaron la decisión de convertir la finca familiar de Sebastião, que estaba completamente degradada, en la sede del Instituto Terra. Una organización civil creada por los dos, sin fines de lucro y con dos objetivos principales: restaurar el ecosistema y promover un desarrollo rural en la zona.

Instituto Terra en 2001 (izquierda) y 2022 (derecha). SEBASTIÃO SALGADO

Lo primero que hicieron fue transformar la finca en una Reserva Privada de Patrimonio Natural, una distinción "inédita" (jamás se había otorgado a ninguna zona degradada) que se consiguió con el compromiso de que sería reforestada. Desde entonces han plantado en ese área de 700 hectáreas más de 2,5 millones de plántulas de 290 especies nativas de la mata atlántica. La finca, que llegó a ser casi una especie de desierto, alberga de nuevo hoy un bosque. Pero lejos de conformarse, el Instituto ha ampliado su área de trabajo y está en proceso de recuperar miles de hectáreas del valle y cerca de 2.000 manantiales.

Todo ese trabajo ha impactado también en la fauna. "Los animales han regresado", asegura Warnick con una sonrisa mientras explica que en la zona ya hay incluso jaguares y macacos. "Los pájaros suelen llegar pronto. Pero los felinos y los monos son los últimos en llegar a los sitios. Sólo vienen cuando ya existe en la zona toda una cadena alimentaria y saben que hay comida para ellos. Y los monos necesitan las copas de los árboles y las frutas. Es decir, que solo vienen cuando todo está listo. Y en nuestro bosque lo está", afirma.

Ni siquiera ellos tienen explicación para entender de dónde llegaron los animales, porque toda la zona de alrededor también está degradada. Aunque Lélia tiene una teoría: "Yo tengo la certeza de que se hablan entre ellos. Y saben que en esa zona están a salvo, hay comida y nadie los mata". Sea como sea, el propio Instituto Terra tiene contabilizadas 172 especies de aves (seis de las cuales están en peligro de extinción); 33 especies de mamíferos (dos de los cuales están amenazados en el mundo y otros tres que están en extinción en Brasil); 15 especies de anfibios; 15 especies de reptiles y 293 especies de plantas viviendo en ese 'nuevo' ecosistema.

Restauración, educación e investigación

La iniciativa se financia gracias a la colaboración de diferentes socios, desde el gobierno brasileño hasta el sector privado, pasando por fundaciones, donantes individuales de varios países y otras instituciones. "Es un proyecto integral, que involucra a las personas, a los animales y a la biodiversidad. Ahora mismo tenemos trabajando allí a unas 100 personas", resalta Lélia.

Desde 2002 el Instituto Terra siembra en sus propios viveros plántulas nativas del bosque atlántico, que son las que posteriormente plantan en la zona. Tienen capacidad para producir un millón de plántulas por año. Algunas de ellas, no obstante, las reservan para crear bancos genéticos de conservación que ayudan a preservar las especies.

Lélia y Sebastião Salgado, fundadores del Instituto Terra. PHILIPPE PETIT

Además de eso, el proyecto tiene una vocación educativa para todas las edades. "Tenemos una escuela para jóvenes que estudiaron agronomía a nivel no universitario. Vienen y se quedan durante un año haciendo todas las actividades del Instituto. Aprenden a plantar, a trabajar con las plantas.... Hacen de todo. Y luego también trabajamos con los propietarios rurales de alrededor para que puedan trabajar otra vez en la agricultura, porque hasta ahora no se podía", resume Lélia.

Otro de los pilares es la recuperación de los manantiales de la zona. Los trabajadores del Instituto buscan zonas donde hubo en el pasado agua, las restauran y plantan cerca de 400 árboles en cada una de ellos. Es decir, que cada nuevo manantial va de la mano con un "pequeño bosque" particular. Luego cercan la zona para que los animales no se coman las semillas. Y transcurridos un par de años, renace de nuevo el ecosistema. Un sistema que está permitiendo crear grandes corredores ecológicos para que los animales puedan moverse de un lugar a otro.

Lélia está más que acostumbrada a mirar a la cara a las tragedias humanas que su marido lleva décadas retratando con su cámara por todo el mundo. Pero, ¿se puede comparar uno de esos desastres humanos con los desastres ambientales que están viendo cada vez con más asiduidad? Lo responde ella misma: "Es algo distinto. Pero la cosa es que, en general, los problemas del medio ambiente nos afectan también a los humanos, porque vivimos ahí y somos los mayores depredadores que hay en el mundo. El medio ambiente no necesita de los humanos, pero los humanos sí necesitan del medio ambiente".