Ismaeli -Ismael Martín Tostón, Ismael Hevia- reía con asiduidad al fondo de la barra, apoyado sobre el antebrazo izquierdo, vigilando: 1º) Que los camareros no armaran estruendo apilando platos. 2º) Quién entraba escaleras abajo en su minúsculo local en el que siempre parecía haber más gente de la imaginada. 3º) Pendiente de la nota que le daba a revisar su fiel Sebas, el único de la casa con chaqueta negra, distintiva del maitre, distintiva incluso del propio Ismaeli, el capo, de blanco como camarero en jefe.
Un tabernero, no un camarero en jefe, era Ismaeli, que ahora nos acaba de dejar por enfermedad, aunque ese irrepetible establecimiento de Serrano 118 continúe en la vorágine. Al menos en la última década del siglo XX y en la primera de este XXI -parece que nos referimos al Prerrománico-, Hevia era un clamor mañana, tarde y noche. El Hevia que él heredó de su suegro con el luminoso azul del apellido de su mujer, Elena Hevia.
Bajabas en coche desde los Delfines y, o bien aparcabas en la izquierda en Serrano, o bien le dabas las llaves a Adolfo, paisano toledano de Ismaeli, coleccionista de antigüedades y con un gigantesco cuajo para aguantar el trato siempre impecable en su tarea. ¡Aparcar en Serrano! Y no sólo. Con los camareros tirando del trenecito humano, procedíase a cortar la aristocrática calle en las tardes de Nochebuena o de Nochevieja, donde se tenía a bien pasar el cesto de la propina para los empleados, que a saber a qué hora llegaban a casa para la cena.
Prender un Cohiba
Ismaeli era el alma de todo aquello. Pepe o Vicente, camareros de confianza, pueden dar fe. Vicente se acaba de jubilar después de 35 años, noche tras noche, que era su turno. Pepe lo mismo aderezaba los ahumados que te encendía pletórico un Cohiba Siglo I (en interior, prerrománico también).
Ismaeli estaba enamorado de su pueblo, San Martín de Pusa, pero igual disfrutaba en El Campello que en las fiestas privadas de Jarandilla de la Vera, por no decir en su debut -impecable el atuendo- en los Sanfermines. Y por su casa, claro, pasaban gentes de tantos sitios, el comedor y la terraza más formales, pero la barra un dispendio de generaciones entremezcladas, jugando a los chinos o en segunda fila intentando hacerse un hueco para pedir. Con un trato esmerado cliente-camarero, ni una palabra fuera de lugar, haciendo gala de eso que se llamaba alternar.
Hevia un lunes por la noche -soberbios-, Hevia un aperitivo de sábado hasta la cena, y sin prisa porque el domingo no se abre. Con ese bullebulle de la gran taberna madrileña, daba igual que estuvieran ministros de Aznar o el entrenador del Real Madrid. Famoseo siempre discreto sin fotos en las paredes, conciliábulo nocturno por San Isidro sin cabezas de toros colgantes. La garantía de saber que siempre, siempre, te iban a dar una copa. Sin reservas, sin turnos, sin tonterías.
Un bar mágico. En Madrid, bajando Serrano. Y ahora sus hijos acaban de abrir, con el apellido del padre, el Martín Tostón de General Oráa con Castelló.
Ismaeli, ¿bien y tuú?
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