Las bolsas y el dólar reaccionaron al alza ante las últimas encuestas que dan a Hillary Clinton una mayor ventaja sobre Donald Trump, una vez que el FBI decidió exonerar a la candidata demócrata de posibles delitos por el affaire de los correos electrónicos.

En Europa, los presidentes y primeros ministros de los países más importantes respiran aliviados porque creen que el peligro está prácticamente conjurado. Puede que sólo Vladimir Putin se sienta contrariado ante los datos que vaticinan una derrota de su admirado aspirante a convertirse en el hombre más poderoso del planeta.

Ya veremos si los sondeos aciertan. Y si lo hacen, habrá que estar atentos a si el propio Trump admite su derrota o inicia una campaña de deslegitimación de las elecciones, algo que no tiene precedentes en la historia de los Estados Unidos.

Lo preocupante es que el mensaje de Trump, su indisimulado racismo, su primario machismo, su aversión a pagar impuestos, su apelación al belicismo para recuperar una supuestamente perdida supremacía como nación, su constante recurso a la mentira y a la amenaza, haya encontrado tanto apoyo en la sociedad norteamericana. Y eso ocurre tras ocho años de gobierno de Barak Obama, un candidato que despertó enormes expectativas, que ilusionó a un porcentaje muy importante de ciudadanos y que, pese a no haber podido cumplir todas sus promesas, ha logrado éxitos incuestionables como incorporar a 20 millones de personas al sistema de seguridad social (Obamacare), la legalización de los matrimonios homosexuales o, en política exterior, los acuerdos con Cuba o Irán.

El trumpismo tiene más que ver con el totalitarismo que con el populismo: trasciende por completo la ideología

El desgaste del poder y el comportamiento pendular de los electores hubiera dado una explicación razonable al vuelco hacia un candidato republicano. Pero eso es una cosa y otra muy distinta que la alternativa política la protagonice un personaje de las características de Trump. Que este empresario, que ha construido su imperio gracias a negocios inmobiliarios, no forma parte del sistema lo demuestra el hecho de que el stablishment republicano (desde John McCain a Colin Powell, pasando por el mismísimo George W. Bush) y su medio por excelencia (la cadena Fox) le han repudiado e incluso han pedido el voto para el Partido Demócrata. Eso tampoco había sucedido nunca en Estados Unidos.

Algunos analistas sitúan el fenómeno del trumpismo en el contexto del auge del populismo a escala global y, especialmente, en Europa. Hay, sin duda, elementos comunes. Trump se sitúa al margen del sistema (un sistema que, por cierto, le ha posibilitado amasar su fortuna) para proclamarse portavoz de los ignorantes, de los perdedores de la globalización, de los sedientos de venganza.

Pero el fenómeno Trump tiene más que ver con el totalitarismo que con el populismo. Trasciende por completo la ideología, aunque, evidentemente, su base social se encuentre situada en la derecha más conservadora.

Pero, al contrario de lo que ha sucedido en Europa, Estados Unidos ha salido fortalecida de la crisis que se inició con la caída de Lehman Brothers. El último dato de paro -cifra cuestionada, cómo no, por el candidato republicano- sitúa en el 4,9% el porcentaje total de desempleados, uno de los mejores registros de toda la serie histórica.

La recuperación económica se ha producido, entre otras cosas, gracias a una política monetaria caracterizada por fuertes inyecciones de liquidez y también porque los inmigrantes han hecho posible una inflación contenida y una mejora sustancial de la competitividad. De hecho, durante los dos mandatos de Obama sólo un 20% de los salarios ha subido por encima de la inflación.

Lo que ha hecho Trump ha sido convertir en víctimas a los que no han mejorado su situación. Y ha culpado de ello a los inmigrantes y al libre comercio. Por ello abandera la ruptura de los acuerdos con Europa y con Canadá y México y ha convertido a China en un enemigo a batir, prometiendo, si gana, el levantamiento de elevadas barreras proteccionistas.

Trump se comporta como un totalitario de nuevo cuño y no tiene inconveniente en cuestionar el resultado electoral

Trump utiliza a su favor el miedo. Miedo a la competencia, a la inmigración, a la multiculturalidad y al ISIS, situando a todos esos enemigos en el mismo plano. Y recurre al viejo mito de la supremacía racial, tan del gusto del Ku Klux Klan (cuya publicación le apoya), para recuperar la idea de unos Estados Unidos reconvertidos en superpotencia invencible.

Probablemente Trump no sabe lo que es el totalitarismo, pero se comporta como un totalitario de nuevo cuño. Apela a las masas, más que a las clases sociales. No tiene inconveniente en poner en cuestión la democracia y, seguramente, también él se echa mano a la pistola cuando escucha la palabra cultura.

Si gana, a Clinton le espera un mandato complicado. Carece de un programa ilusionante y tan solo augura el mantenimiento del statu quo. Muchos demócratas sólo la votarán por miedo a Trump.

Peor lo tiene el Partido Republicano, que deberá hacer examen de conciencia y purgar su pecado de haber coqueteado con la extrema derecha hasta el punto de haber hecho posible que un estrafalario por el que nadie apostaba un dólar hace tan sólo un año sea el candidato que ha estado a punto de ocupar la Casa Blanca.

¿Y si gana Trump? Entonces Europa tendría que asumir el papel de liderazgo global de la sensatez. Aunque aquí tampoco estamos como para sacar pecho. Mejor sería que esa opción sólo fuera un supuesto teórico.