La campaña en Cataluña no está deparando demasiadas sorpresas. La lucha enfrenta al corazón con la razón. Lo extraño es que en una sociedad tan calculadoramente práctica como la catalana el sentimiento lleve ventaja. Pero todo tiene su explicación.

Los independentistas han llevado hasta sus últimas consecuencias el filón electoral del victimismo, que con tanto talento explotó Jordi Pujol. El creador del nacionalismo catalán moderno y fundador de Convergència manejó durante 30 años la amenaza separatista para obtener ventajas del gobierno central. Esa táctica viene de muy atrás, cuando rechazó un cupo como el vasco en plena negociación de la Constitución del 78. Pujol quería jugar en dos tableros: ser el rey indiscutible de la política en Cataluña y un elemento clave para la gobernabilidad de España cuando ninguno de los dos grandes partidos lograse la mayoría absoluta. Cuando algo no le gustaba aireaba la senyera.

Le salió casi todo bien.  Su figura como hombre de Estado fue reconocida, hasta el punto de ser premiado por el diario ABC como "Español del año" en 1984. Justamente ¡oh casualidad! el mismo año en que los fiscales José María Mena y Carlos Jiménez Villarejo presentaron la querella contra el consejo de administración de Banca Catalana, cuyo vicepresidente ejecutivo era Pujol, por apropiación indebida, falsedad y maquinación para alterar el precio de las cosas.

El propio Villarejo declaró en una entrevista a eldiario.es que "los fiscales generales del Estado que nombró el PSOE me prohibieron investigar a Pujol". En noviembre de 1986 la Audiencia de Barcelona desestimó la querella y el caso Banca Catalana se cerró... en falso.

El caso Banca Catalana demuestra la habilidad de Pujol para mezclar en un mismo recipiente la política, el nacionalismo y sus finanzas personales.

Convergència era el partido de Pujol que, aliado con Unió, se convirtió en un poderoso grupo de presión de la burguesía catalana. Agrupaba en sus filas a catalanistas, centristas, democristianos, independentistas moderados y aventureros sin escrúpulos. Todo iba bien. Sobre todo, para la familia Pujol, que durante su reinado amasó una incalculable fortuna.

Pero el castillo de naipes si vino abajo con la pérdida del poder y, sobre todo, con el descubrimiento de las cuentas en paraísos fiscales de Pujol, su esposa y sus hijos.

El 9 de septiembre de 2014 el ex president declaró en el Parlament sobre su fortuna oculta. No aclaró nada, pero lanzó una inquietante amenaza: "Si vas segando una parte de la rama, al final cae toda la rama y los nidos que hay en ella, y después caen todas las ramas".

Si los comunes se abstienen en la investidura, los independentistas podrían volver a gobernar. Pujol saborea su venganza

Convergència saltó por los aires con la figura de su fundador y el padre del nacionalismo dejó de jugar el papel moderador que había desempeñado con tan buenos rendimientos durante tres décadas. Artur Mas trató de sustituirle pero carecía del prestigio y la inteligencia de su mentor, que nunca le había tenido, por cierto, en gran estima. Mas es un tecnócrata reconvertido al independentismo. Un producto del oportunismo y de la frustración.

La burguesía catalana avaló, en principio, el proyecto nacionalista bautizado como Junts Pel Sí (JxS) con la esperanza de que la amenaza de la independencia consiguiera para Cataluña un tratamiento especial, una relación bilateral con el Estado. En definitiva ese era el proyecto de Estatuto que el Tribunal Constitucional echó abajo. Pero los planes fallaron. JxSí no logró la esperada mayoría absoluta en 2015 y el resto de la historia ya lo conocen: la CUP impuso la caída de Mas y el advenimiento del desconocido Puigdemont.

En los últimos dos años el gobierno la Generalitat ha basado toda su política en poner en marcha un proyecto de independencia unilateral que, como hemos sabido gracias a la Moleskine de Jové, ni siquiera veía viable el mismísimo Oriol Junqueras.

La teoría era forzar la máquina para que el gobierno central cediera en el último momento a la celebración de un referéndum de autodeterminación pactado. Eso, al menos, era lo que esperaban los grandes empresarios que habían visto con cierta simpatía el movimiento.

Pero no fue así. Pujol hubiera jugado sus cartas de otra forma. Desde luego, nunca se hubiera echado en manos de la CUP. Pero Puigdemont no tiene nada que perder, "es un indepe" de verdad (otra vez la Moleskine). No tiene cuentas que ocultar, tan sólo quiere que sus paisanos, que sus vecinos, no le llamen traidor.

Los que van a votar a Puigdemont, que ya le pisa los talones a ERC, lo hacen no porque crean que la independencia ahora es posible, sino porque es un político que no les ha engañado. El voto al independentismo es un canto a la resistencia frente a un enemigo exterior -España, representada por Ciudadanos, PP y el PSC- que piensan quiere tomarse la revancha. Por ello es tan difícil encontrar una vía de diálogo, de negociación.

Todo ello nos lleva a un panorama complicado de gestionar. Ninguna de las últimas encuestas dan mayoría absoluta a los independentistas, pero tampoco a los partidos constitucionalistas. Domènech (los comunes) tiene la llave y, lo más probable es que se decida por la abstención en una investidura que incluso podría devolver a la Generalitat a Puigdemont (en la segunda votación basta con mayoría simple, algo que sí parecen tener asegurado ERC y JxC). Por tanto, no es descartable que el próximo Molt Honorable comience su mandato entre rejas. ¡Oh, qué situación!

Desde su retiro, Pujol saborea su venganza: ¡Ya han caído todas las ramas!