Neptuno, algo acojonado, parecía huir para refugiarse en su lata de caballa mientras pasaba la Revolución levantando los faldones de los dioses paganos del Madrid neoplateresco y confitero. Eso debe se ser la revolución, precisamente, ver que se les mueven los pies y la bañera a los hombres estatuados, su olimpismo de la hombría. Este no es otro 8M, de los que a los hombres nos parecían despedidas de solteras de maestras, entre el cumpleaños y la política. “Este va a ser un día histórico, no como uno más. Más participativo, más repercusión mediática, desde antes de la manifestación”, comenta Raquel Fernández, que nunca había sentido, a pesar de asistir habitualmente a esta celebración, la pesantez o el bramido de esa historia sustituyendo un mármol por otro.

Este no es otro 8M. La gente, llamándose unos a otros como fareros, se levantó ya a medianoche, como en una Navidad a deshora, a hacer caceroladas, a ir llenando la calle de pisadas de nieve sin nieve, para abrazarse con edredones. Parecían las escenas de una vida recuperada o salvada por Frank Capra. Ése era el ambiente, el de un comienzo con final feliz.

Parecía más la gente de un parque, entre hojas de otros colores. Madres, padres, hombres, abuelos, niñas...

Hubo todo el día lecturas de manifiestos, con la voz patricia de los foros, y concentraciones como de gaiteros; se ocuparon los escaparates de brillos, las neveras de los abrigos caros; hubo piquetes como si los hicieran en pijama, cantaron y bailaron. Y cuando llegó la hora de la manifestación, no parecía en realidad manifestación, sino un burbujeo que iba desde Atocha hasta levantar la lengua de la Gran Vía, gentes que se descolgaban de los balcones, que saltaban los parterres, y la calle que ya estaba llena de pancartas y silogismos de tiza terminaba su día ciudadano metiéndose en la manifestación en sí como en el último tranvía.

En esta manifa ya no se va vestido de manifa, apenas. No era el aquelarre que esperaban algunos, no había penes en horcas ni arponeras de tíos. Parecía más la gente de un parque, entre hojas de otros colores. Madres, padres, hombres, abuelos, niñas que se habían pintado la cara como para actuar en Cats, unos bigotes de gato reivindicativo y puño morado en la cara como una fresa estrujada.

“Yo no trabajo todavía”, dice Elena, una estudiante de instituto que es la primera vez que acude a celebrar el 8M. “Pero reivindico y pido por las mujeres que lo pasan mal, para que no me pase a mí”. Hay pelucas azules, cabeceras nazarenas, niñas con cintas en el pelo, un discreto morado entre todo, ese morado color de fruta dentro de un puño, y que dibuja manos y planetas Venus en globos y en mejillas.

La iconografía ideológica no parecía mandar mucho. Ni las banderas republicanas, ni las de la CNT y la CGT, o del PCE

La iconografía ideológica no parecía mandar mucho. Ni las banderas republicanas, muy gastadas de guerra y lavado, ni las de la CNT y la CGT, o del PCE, que parecían desteñidas de mezclarlas entre todas, con unos rojos negros, unos negros amarillos, y unas letras resbalando como compota. Tampoco las pequeñas capitancillas con megáfono, improvisando eslóganes o raps (“vosotros, machistas, sois los terroristas”, “Madrid será la tumba del machismo”, y así), parecían dirigir mucha cosa. Sí, estaban los bloques ideológicos con su gran pancarta de tres carriles, su bandera y su camión escoba de color asignado, que dejaban esos eslóganes en segunda persona, acusatorios, y un poco de verdugo: “Somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar”, invocaban una casta de druidas que nunca tuvimos aquí. O: “sin piernas, sin brazos, machistas a pedazos”.

Otras querían dejar su beso o su marca genital: “Nos salimos de nuestra costilla, salisteis de nuestro coño”, que por otro lado es de donde ha salido todo el mundo. A Begoña Villacís la quisieron echar por derechona, unas cuantas de estas que tienen los genitales como cepo ideológico, quizá del tamaño de ese chocho dentón que sacan en parihuela.

Pero el feminismo, este feminismo que se ha expandido, que ha crecido, o que ha nacido hoy, no tenía tanta corsaria ni tanta leñadora ni tanta caníbal. Uno lo veía sobre todo compuesto por familias, madres e hijas atadas a un globo por un dedo, amigas con una sencilla pancarta, como ázima, que decía sólo “libertad” o “igualdad”, parejas de jubilados y paseantes que no servían a ningún demonio ni a ningún partido, que levantaban las manos, recordaban a las asesinadas, exigían respeto y se miraban desde sus zapatos.

En esta huelga, la mujer extraída del día ha dejado a los hombres haciendo bocadillos con cara de idiota

No ha sido cualquier 8M, ni cualquier huelga. En esta huelga, la mujer extraída del día ha dejado a los hombres haciendo bocadillos con cara de idiota y los lugares de trabajo como mesas con dos patas, con un vacío escorado, con una dura ausencia con pendiente. Ese poder y esa justicia manifestados en las sombras que dejaron. Este feminismo que hemos visto más plural, deshomogeneizado, repartido como se reparte la ropa de un saco, con más chavalería, con más hombres, con menos uniforme de Rosie la remachadora entre la guerrillera y el vídeo de Madonna, menos Lisístratas, menos arrancadoras de bigotes y calzones.

Los manifiestos luego serán ambiguos o partisanos, porque todos los colores y telas y maneras de estrujar o no estrujar esa fruta morada en la mano o en el pecho son diferentes. Pero ahí estuvieron hoy muchas maneras de ser feminista. “Esto no lo he visto nunca”, decía Cristina, una treintañera gaditana que vive desde hace unos años en Madrid.

A veces las revoluciones se hacen a sí mismas, nacen cuando un soldado se cruza con un caballo o un niño se cruza con el hambre, o una mujer se encuentra con la fuerza de otras mujeres y de otros hombres, olvidada y recobrada de repente. Y esta vez no es una revolución contra las leyes, sino para que éstas lleguen a la justicia, que está más allá.

No es un 8 de marzo más, es un gran salto que ha despertado a los dioses y a los pájaros y ángeles dormidos de las fachadas palomares de Madrid

Ya no es la cantidad de gente, ni la confortante y rara sintonía en la diversidad, sino esa sensación de conclusión, de trabajo hecho ya para siempre, que ha dejado el día, a pesar de que sólo sea un comienzo. No es un 8 de marzo más, es un gran salto que ha despertado a los dioses y a los pájaros y ángeles dormidos de las fachadas palomares de Madrid y quizá del mundo.

Luego, los políticos quizá nos maten el pájaro, o se nos muera de hambre cuando, después de haber levantado tanto las manos, a la gente le llegue la desgana, el interés, la desunión. Pero este jueves se alfombró Madrid de tantos colores que las ideologías no se veían sino como teselas. Desde arriba, parecería uno de esos caminos que se construyen para los dioses, y que nunca utilizan.