Es posible que cuando lea usted estas reflexiones, Cristina Cifuentes ya forme parte de los que dimitieron tras haber perjurado que no lo harían nunca. Viene siendo algo muy habitual en la política española, nadie reconoce lo que todos los demás saben que sucederá si le pillan en un renuncio. Además, la táctica del presidente Rajoy siempre se repite: primero quita importancia al caso de corrupción ocurrido, en una segunda fase apoya incondicionalmente al acusado, en la tercera señala culpable de los hechos a algún partido de la oposición, habla de caza de brujas y complot y en la cuarta y última fase obliga a dimitir al encausado. Siempre actúa igual, aunque en este caso con Cristina Cifuentes las circunstancias son distintas.

Cifuentes no dimite por no poder demostrar que tiene un máster, ni por faltar a las clases o que se lo dieran sin presentar el trabajo de fin de máster, Cristina Cifuentes finalmente se marcha por mentir. Por decirnos una y otra vez con una sonrisa en el rostro que se examinó, que hizo el trabajo y que asistió a clase. Por esas mentiras se ve obligada a irse.

Es inconcebible que posiblemente la presidenta de la Comunidad de Madrid más querida de los últimos años, eficiente en su gestión y tremendamente empática con los votantes, tenga que irse por haber gestionado tan mal esta crisis del master de la Universidad Rey Juan Carlos.

Cifuentes ha roto moldes, se confiesa republicana y defiende al colectivo LGBTI

Desde que el terrible accidente de moto la llevó al corazón de muchos madrileños, ha sido de las presidentas más queridas. Qué pocas delegadas o delegados del Gobierno han estado trabajado un 21 de agosto en Madrid, día que la embistió un coche. Que pocos han ido en moto particular en lugar de viajar en su coche oficial con aire acondicionado y escolta. Que pocos como ella, viven en un piso de alquiler o lucen hasta cinco tatuajes en su cuerpo.

Ha sido una presidenta de la Comunidad que ha roto moldes, se confiesa republicana y defensora como pocos de las reivindicaciones LGBTI. Mientras otros cantan el novio de la muerte con La Legión, ella se confiesa agnóstica. Hasta en la forma de vestir ha marcado la diferencia. ¿Cómo alguien con esa personalidad ha podido cometer un error de principiante? Pues parece ser que por miedo a la inestabilidad laboral en el futuro.

Cifuentes era lo que se conoce como una PAS, personal administrativo y de servicios de la Universidad Rey Juan Carlos, por lo tanto, no era profesora. Se presenta a la promoción interna para ser docente y la aprueba con un Tribunal formado por dos amigos íntimos de ella, Dionisio Ramos y José Francisco Otero, esa fue la primera irregularidad. El resto ya lo saben ustedes. Cifuentes buscaba una salida a la vida política si no volvía a salir elegida diputada del Partido Popular. Para ello debía conseguir ser catedrática y llegar a convertirse en profesora, y un máster era el camino más fácil si se lo ofrecían a cambio de nada.

Tras ser pillada por la prensa, Cifuentes debería haber llamado a alguno de los 247 altos cargos y asesores que nos cuestan 16 millones de euros al año, para saber cómo actuar manteniendo su honor personal y con suerte su cargo público. Quizá si hubiese salido a decir la verdad, hubiese renunciado al máster y hubiese pedido perdón, las cosas hoy serían distintas, la oposición seguiría pidiendo su cabeza, pero la opinión pública estaría de su parte. Mentir es lo que la aboca irremediablemente a la dimisión.

Cifuentes es la punta del iceberg, que puede hundir el Titanic de las universidades públicas

Aunque Cifuentes es la punta del iceberg, lo que se puede hundir es el Titanic de algunas Universidades públicas españolas. Descontrol, falta de inspecciones, partidismo, falsificación de firmas, amiguismo, financiación irregular, son solo algunas de las acusaciones a las que tendrá que responder la Rey Juan Carlos. Igual que sucedió en las Cajas de Ahorro, la política lo contamina todo, convierte esta Universidad en el corralito de las derechas, mientras que la Carlos III lo es de las izquierdas y Podemos convierte la Complutense en su laboratorio de pruebas.

Hemos descubierto que la putrefacción de la Universidad llega a tal punto que el bueno de Pablo Casado, aunque con todos sus títulos legales, consiguió un postgrado en Harvard sin salir de Aravaca y en cuatro días, eso sí, pagando 8.800 euros por ello. O cómo consiguió Iñaki Urdangarin su licenciatura en Administración de empresas de la Escuela de Negocios ESADE, que además se volcó para avalar sus pelotazos económicos que le van a llevar a prisión.

Quizá ahora empezamos a comprender por qué las Universidades públicas españolas nunca están entre las mejores del mundo, solo Rusia tiene universidades con peor prestigio europeo que las nuestras. Debemos aprovechar el caso Cifuentes para hacer limpieza de estos corralitos de partido en los que se han convertido algunas universidades españolas.