Opinión

La monarquía catalana

Foto de archivo del Rey y Quim Torra estrechándose la mano
Foto de archivo del Rey y Quim Torra estrechándose la mano. | EFE

Estos republicanos que no saben qué es lo público, estos parlamentarios que tienen al Parlament la mitad del tiempo con la cortina echada, como una caseta de pitonisa, y la otra mitad negando el parlamentarismo; estos demócratas que hablan de derechos de los pueblos pero ignoran los derechos individuales; esta gente, en fin, ha reprobado al Rey para sentirse todo eso, republicanos, parlamentarios y demócratas, matando un solo pavo real. Lo difícil, en realidad, es ser republicano sin tener que cortarle los rizos a ningún rey. Ir contra un rey ya es caer en su superstición, como ir contra Dios quejándose a Dios por ser injusto, severo, caprichoso, cruel, bucólico o perezoso. Lo complicado, lo admirable, es ser republicano positivamente, afirmativamente.

Pero en Cataluña, con el espacio público destruido y el imperio de la ley abolido por un orfeón de habaneras sentimentales, esto es imposible. Lo que les queda, entonces, es el Rey, su figura babilónica o torera, sin la que ellos no pueden sentirse republicanos porque no hay en ellos nada de república sino, al contrario, efluvios y temblores de un reino legendario.

Lo difícil, en realidad, es ser republicano sin tener que cortarle los rizos a ningún rey

El Rey, al fin y al cabo, es sólo un perchero de medallas, tapices y letras góticas capitulares de la Constitución. Sin embargo, nada hemos conocido aquí más cercano a una monarquía absoluta que el pujolismo y lo que éste trajo. El Rey es un sello de cera, una colcha de la fotocopia de su papel moneda, un funcionario con mástil propio, vestido de baraja, sí, pero nada más. No es un jefe ni un dueño, y no manda ni en las corbatas que se pone. Pero Pujol, el pujolismo, era (es) Cataluña entera, el poder y la arbitrariedad, las cabezas en bandeja de cochinillo y el diezmo de cura gordo.

Cuando entraba Pujol en una sala se ponían de pie los plumillas y los organistas, como si fuera la reina Mary. Pujol hasta llegó a un grado práctico y superior de inviolabilidad, y no por aceptar un balandro o perseguir ninfas en jardines italianos, sino tras haber santificado la cleptocracia hereditaria como forma de gobierno. El pujolismo eligió a sus delfines en una línea de verdadera degeneración sanguínea, o sea Pujol, Mas, Puigdemont y Torra. El último, incluso, no es más que un valido. Lo suyo sí que es una pinacoteca de belfones con mastín. Eso sí que es sangre regia, y no para vestirse de tarta ni hacer regatas ni plantarse como un árbol de Navidad militar, sino para mandar de verdad, sobre todo lo visible y lo invisible, como un rey shakesperiano.

El pujolismo era Cataluña entera, el poder y la arbitrariedad, las cabezas en bandeja de cochinillo y el diezmo de cura gordo

El Rey, el Borbón… Han hecho de él una caricatura, un rey de cabalgata, de jabalí y de Versalles que no tenemos; una caricatura no tanto de la monarquía como de una España entre la jota y el Cid, la que lleva haciendo el catalanismo desde sus batallas dieciochescas. Los reyes lo eran, en un principio, porque los creían elegidos por los dioses. Ya nadie (bueno, casi nadie) se cree esas cosas. Lo que queda es una leve melancolía de lo sagrado reducida a ceremonia y a ilusión de permanencia o ejemplaridad, que a muchos les tranquiliza. Uno, que es republicano de verdad, preferiría que, desechada la superstición del dedo de Dios, el Estado dejara, sanamente, de ser representado por sus flecos teológicos. Lo curioso es encontrarse con estos republicanos espantados por el concepto suavemente religioso de un rey pero entregados a un concepto absolutamente religioso de nación. Es decir, que contra una superstición ya desvaída, rebajada al símbolo o al minué, la de la monarquía, ellos están esgrimiendo una superstición equivalente pero vigente y vigorosa, en la que creen aún como en un juicio de Dios, la superstición de la nación, el pueblo o la raza.

El Rey, nuestro Rey, es en realidad un señor laico, aunque bese los anillos de los obispos como en un grimoso y antiguo saludo de rusos (hasta ahí no ha llegado aún la laicidad). Me refiero a que el Rey es alguien puesto por la ley y al que podría quitar la ley, pero sólo la ley. El Rey sigue participando del concepto laico del Estado, el Estado como algo acordable, moldeable, transformable, impugnable. Justo lo contrario de la nación, que es un concepto teológico, macizo, indestructible e indiscutible. El Rey, reprobado con gran satisfacción por unos republicanos sin ninguna república en los papeles ni en la mollera, es un oficinista con carroza. Y, sin embargo, esos republicanos parecen todos chamanes, guardianes de Excalibur, godos o carolingios con el copón de un Cristo en la cabeza, la nación sangrante, religiosa, inexistente pero dura como una joya. La monarquía de faisán y vasallaje, por dogma, por linaje, por poder, por totalidad, es la suya, es la catalana. Pero no les va a importar mucho, a estas alturas, sobrellevar una contradicción más.

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