A Sánchez hay que leerle siempre el mensaje esquivando su cara, que él pone inevitablemente por delante, más grande que las letras y más grande que su significado. En el cartón de su cara puede escribir un libro adolescente o sólo una frase, como ahora: Haz que pase, nuevo lema de campaña. El caso es que, ponga lo que ponga sobre su cara reconcentrada en sí misma, parece siempre la frase de un hipnotizador con espirales girando. Sánchez nos mira moviendo el reloj o el medallón de unas palabras aleatorias y nos dice que somos una gallina, o lo que pida el espectáculo.

Haz que pase quiere ser una llamada contra la abstención, aunque suene a We are the world, a tarjeta de coach personal o a puro muro de Facebook con hadas de las flores o balconadas de la luna. En el vídeo de la campaña sale mucha gente adormilada, telarañosa, tranquila, jardinera de su domingo, a la que un rayo como parroquial les hace ir a votar. A votar a Sánchez, se entiende. Sánchez es la eucaristía de ese domingo con su cara de póster de Jesús evangélico, de Jesús rapero. La gente va a votar con un gozo en el alma, el de Sánchez, y en realidad eso que tiene que pasar, eso que la gente tiene que hacer que pase, es que siga Sánchez. Y así te lo pide sobre su cara sobredimensionada, entre Tío Sam, cura guapo y Bustamante.

La gente no se para a leer lo que han escrito en la sonrisa y las sienes de Sánchez, que son como de tanguista. Pero el eslogan es de cuñada psicóloga, de estribillo y de película. Hay una canción de Mariah Carey que se llama así, Make it happen, y que parece la biografía de Sánchez: “No hace más que tres años, estaba abandonado y solo (…). Me agarré a mi fe, luché y rogué, y ahora he encontrado mi camino. Si crees lo suficiente en ti y sabes lo que quieres, vas a hacer que pase” (la traducción es mía). Hay también una película con el mismo título, que me encuentro descrita así: “Una joven mujer descubre una forma de baile que provoca conflicto y autodescubrimiento”. De nuevo, la vida misma de Pedro Sánchez, que al final va a ser como nuestro Kevin Bacon. Pero ha sido la misma ministra Celaá, con su cómico hieratismo, la que ha hecho la revelación definitiva sobre el simbolismo que se oculta en ese lema o mantra: “Es de Titanic, es precioso”. Sánchez y el Titanic. Ahí sí que está el póster de campaña.

Morirse de frío por amor, ahogarse en las sentinas por amor. Por amor a él, eso es lo que nos pide Sánchez

Morirse de frío por amor, ahogarse en las sentinas por amor. Por amor a él, eso es lo que nos pide Sánchez, que no sería en esta película Leonardo DiCaprio sino la señorita con joyón. España es el Titanic hundiéndose bella y tristemente como una mesa de boda en la piscina mientras Sánchez se enamora de su propia desnudez y de la pobreza cíngara y folclórica del pueblo, hasta conseguir que ese pueblo se ahogue en sus mocos helados por salvarlo a él. La frase, en realidad, no es la de Titanic. Lo que se dice en Titanic es “haz que cuente”, puro carpe diem. Pero eso es también muy de Sánchez, que no sólo aprovecha el momento sino que vive como si no hubiera mañana, sobre todo en lo que respecta al dinero público. En realidad, lo primero que contesta Celaá cuando los periodistas le preguntan “qué tiene que pasar” es “que nos toque la lotería”. De nuevo, lo clava. La lotería para ellos y el naufragio para los demás.

Sánchez sólo ha puesto una frase ambigua, una frase de relleno, sobre su cara de deportista de anuncio, esos deportistas desplegados en toldos y polideportivos que en realidad no te están vendiendo la camiseta, la zapa o el calzoncillo sino el agua de colonia de ser ellos. El único producto de Sánchez es Sánchez, tan empeñado en ser un icono que inspira a todo el mundo para la interpretación simbólica, alegórica y guasona. El PP enseguida ha contestado con un vídeo en el que extiende su lema hasta “haz que pase y no vuelva”, mientras la cara de Sánchez, su cara de marca de mermelada casera, su cara emblemática, su cara sobre todo orwelliana, se metamorfosea en Rufián, Torra, Otegui, Pablo Iglesias y Puigdemont.

Sánchez nos mira por detrás de las palabras, disolviéndolas o aspirándolas como una sopa de letras. La verdad es que no hay mensaje, nunca ha habido nada más que él, sus ganas, su ambición, su venganza, su cara de publicidad de rey de los colchones. Toda la política o antipolítica alrededor de su cara eran signos vacíos o borrosos, como ese alfabeto de los oculistas. El hipnotizador del Titanic nos mira fijamente y nos dice que le votemos, que tenemos que hacer que pase otra vez lo que ya ha pasado, lo que ya hemos visto que pasa con él, este naufragio con pobres, muertos, violines y candelabros. No dejen de mirarlo. ¿No sienten ya cómo les pesan los párpados?