El sexo, con bigotudos o con ovejas, con bailarinas o con camioneras, con agujero en el cuero o en el camisón de santa. Los dioses nuevos son dioses castrados y el pecado del sexo es su envidia. Los antiguos, en cambio, eran unos rijosos. Zeus se tiraba a las mozas transformado en toro o en lluvia dorada, y Atenea llegó a chivarse de que había pillado a Afrodita tejiendo en vez de estar por ahí haciendo el amor, escándalo (el de tejer) que Afrodita nunca volvió a repetir. Michel Onfray se atreve a aventurar incluso que la fobia al sexo del cristianismo se debe a que San Pablo, su fundador, era impotente. En esa Italia de un fascismo ridículo que retrata Fellini en Amarcord, el cura se preocupa fundamentalmente de si los muchachos “se tocan”. “¿Sabes que San Luis llora cuando te tocas?”, le dice al protagonista durante una confesión. Entonces, el chaval mira la estatua angelical, aniñada, del santo, que se nos ofrece en primer plano. Así es como Fellini consigue que la perversión se dé la vuelta y recaiga, en realidad, en el santo femenino y mirón, o sea en el puritanismo hipócrita y reprimido.

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