Sánchez Gordillo se ha ido haciendo viejo dentro del chándal como un cuponero, como un kiosquero. A veces ni va al Ayuntamiento y atiende en casa, como los curanderos, con un aire a ese Carlos Jesús de la tele de los 90. Sánchez Gordillo un día parece una abuela palestina en la butaca y otro un luchador mexicano entre guerrillero y futbolista cansado. Otros, renace el revolucionario que, como en todas las revoluciones, resulta indistinguible del cacique percherón. El pueblo liberado de la esclavitud del capitalismo siempre termina en alguien así, alguien que se hace viejo en su silla como una reina madre o un criador de pájaros, rodeado de papillas y cagajones, mandando entre gritos de sordo o loco y miedo de cocineras.
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