Los secos tambores de piedra, una procesión de novias y abuelas amortajadoras, las banderas como dragones chinos con bengalas en el hocico y flecos de sangre en la barba. Y los muertos en las tinajas de vino del pueblo, la fiesta ahogada en risas y los muertos pisados como uva. Hernani, Oñate, por las cuestas de lluvia encharcadas como venas abiertas, por las calles brotadas de gente sin alma como árboles huecos, va el asesino acompañado de niñas comulgantes de la sangre, niñas siniestras con acordeones como costillares arrancados, y de tenderos sanguinolentos y alegres como jiferos que fuman, y de envejecidas madrastras de la muerte, y de escolares crecidos en la ciénaga borrascosa de la patria, la mentira y el crimen.

Hernani, Oñate, los terroristas, los asesinos, los secuestradores, bajan como cabezudos ciegos de los campanarios a las plazas, vienen aún mareados de matar como de bailar, vienen sonriendo como calaveras, la calavera que les silba con los aplausos como el aire de los pasadizos, como la bala en la mañana, como el vacío entre los ojos, como la llama de la inteligencia y la humanidad apagada en el cenicero del cráneo. Vienen viejos y hundidos de muerte, la muerte se les ha quedado esculpida con los afeitados de la cárcel, con el espejado del odio, con la cal mojada de los huesos. Les suenan los muertos en el esqueleto, como las ruedas del carro fondado en el que los siguen llevando, en el que los llevarán siempre. Les suenan los muertos como cascabeles en las orejas o nueces en los bolsillos o en las manos, y así son recibidos en la fiesta del pueblo, como jacas adornadas, como borriquillos aceituneros o castañeros de la muerte, del horror y de los chiquillos.

Hernani, Oñate, los terroristas, los asesinos, los secuestradores bajan como cabezudos ciegos de los campanarios a las plazas

Hernani, Oñate, son esos lugares de jolgorio y sangre, esos lugares enfermos en los que los asesinos son héroes de una piñata. Ongi etorri, bienvenida, lo llaman, como si llegaran al pueblo la primavera o la cosecha. A los etarras los reciben las muchachas con cestos de flores y los mozos con porrón y los niños haciendo escolanías; el pueblo se reúne en una merienda de cementerio, alrededor de la rica y festiva matanza de la cocinera, y Bildu dice que hay que darle ya un “sentido de normalidad” a todo esto, “a que cuando una persona pasa 30 años en la cárcel pueda ser recibido por su familia”. Recibidos por su familia, por su partido, por la reina de la vendimia y por los comensales del txoko con la servilleta abullonada de sangre como de txangurro. Recibidos con pitos y con danzas, con guirnaldas y paseíllo, con gloria de torero lleno de cuajarones y municipalidad de rey mago hostelero.

Nos quieren hacer creer que todo acabó cuando los etarras, con esos sacos de arena en la cabeza y esos ojos agujereados del Klan, dejaron el saco, la biblia chapada de balas y la sábana de fantasma orinado para desparramar su serrín sólo en los parlamentos y en las calles. Pasaron a ser hombres de paz, como Otegi. Pero el asesino que deja de matar no es por eso un hombre de paz, sólo es un asesino aplacado. Y la ideología que veía normal matar no se puede volver de repente un jardincito zen, sólo es pragmatismo reconvertido. Bildu normaliza estos aquelarres etarras porque sigue viendo normal lo que hacía la ETA. Sólo que aquello se les quedó desfasado o improductivo.

El asesino que deja de matar no es por eso un hombre de paz, sólo es un asesino aplacado

No es normal lo que Bildu considera normal, ni es normal considerar a Bildu normal. Aunque Sánchez, otro pragmático, considera toda la ETA unas simples “discrepancias del pasado”, que así zanjó en su fallida investidura todas sus diferencias con Bildu. “Discrepancias”, como las que uno pueda tener con el catastro. El PSOE ha pedido a Bildu que cesen estos homenajes a etarras como ferias medievales de la sangre. Al mismo tiempo, Sánchez no parece tener problemas por pactar con ellos en Navarra. El PSOE y Bildu, en “armonía con la naturaleza”, supongo. El pragmatismo puede llevar a enterrar la pistola como una hoz, sin olvidarla, igual que puede llevar a normalizar lo aborrecible, sin avergonzarse. La ambición es persistente como la sangre. Esa ambición que nunca abandonará a Sánchez. Y esa sangre que aún sigue en las raíces de aquellas gentes y pueblos, hondas y mitológicas y podridas raíces de árbol de druida. Esa sangre que a veces rebosa en su festividad de apóstol de sangre, de solsticio de sangre, ese cumpleaños de viejo que celebra la sangre por allí, entre monaguillos, posaderos, alcaldes, flautistas, payasetes, pistoleros y enterradores.