Hasta aquí llegaron las aguas, que es lo mismo que decir hasta aquí hemos llegado los ciudadanos. Llevamos cuatro meses largos desde que se celebraron las elecciones generales sin que se haya movido un sólo papel en la gobernación de España porque hemos estado esperando, primero, a ver cómo quedaban los partidos después de las elecciones autonómicas y municipales; después, a ver qué pactos se alcanzaban en las autonomías y en los ayuntamientos; a continuación a ver si Pedro Sánchez, el ganador de las elecciones pero con una mayoría muy insuficiente, decidía con quién elegía pactar para formar un gobierno razonable y con una mínima estabilidad: si con la izquierda o con la derecha.

Pero Ciudadanos, el único partido que nos podía haber ahorrado esta escandalosa e intolerable espera en mitad de una parálisis absoluta, no quiso, y lo dijo, ni dirigirle la palabra a Sánchez en una no celebrada entrevista. Es que Albert Rivera se había encaprichado con otra cosa, vaya por dios, ahora le gustaba ser el jefe de la oposición. En ese capricho imposible por inalcanzable se enfangó desde abril y ahí sigue, entretenido con un artefacto sin pilas y sin ruedas pero que él se empeña en sostener que de un momento a otro va a echar a andar.

En ésas estamos los ciudadanos, esperando. ¿Esperando a qué?  Esperando a la nada. Utilizados descaradamente como palanca para hacer morder el polvo a los de Pablo Iglesias

Así que el candidato ganador de las elecciones se inclinó al fin por hablar con el líder de Podemos y vendernos la falsedad de que estos meses de Gobierno en minoría desde junio del año pasado en que Sánchez ganó la moción de censura contra Mariano Rajoy, apoyado por los de Pablo Iglesias entre otros, habían sido muy productivos cuando la realidad es que desde el mismo Gobierno algunos miembros han confesado en privado que todo ese tiempo padecido ha sido un auténtico infierno.

Desde entonces nos han tenido casi un año, desde aquella moción de censura que ganó, esperando a que a Sánchez se le antojara llamarnos a unas elecciones generales que había prometido convocar "cuanto antes". Y durante esos 11 meses no se ha movido una hoja en el Parlamento más que para convalidar la riada de decretos-ley que el Gobierno producía sin cesar a pesar de que ése es un recurso destinado a regular cuestiones de la máxima urgencia y necesidad. Pero, como decía este domingo Felipe González en El País, aquí -y en otras democracias también-  ya las normas ni importan ni se respetan, así que Sánchez tiró por la calle de enmedio y decreto-ley va, decreto-ley viene, ha sobrevivido en La Moncloa casi un año.  Mientras tanto las elecciones, esperando. Y el Parlamento. Y el país.

Y por fin se convocan las elecciones, pero no porque Sánchez se sintiera obligado a cumplir su palabra sino porque al Gobierno, que tenía la intención de seguir cabalgando sobre ese mulo cojo durante todo el tiempo que le fuera posible, le echaron abajo los presupuestos y ya no tuvo más remedio que llamar a las urnas. Desde entonces la espera se ha seguido dilatando en los términos ya descritos.

En julio, nada menos que tres meses después de los comicios, lo que significa tres meses más de parálisis de gobierno, fuimos a una sesión de investidura que pareció un mal vodevil. (RAE. Vodevil: comedia frívola, ligera y picante, de argumento basado en la intriga y el equívoco, que puede incluir números musicales y de variedades). Música no hubo en esas llamadas negociaciones,  pero frivolidad, ligereza, intriga, numeritos de variedades y equívocos, de todo eso hubo a raudales en ese tiempo hasta llegar a la mismísima tribuna de oradores del Congreso de los Diputados.

Y así tuvimos que seguir esperando. Porque no pudo ser, porque fracasó la investidura del señor Sánchez, que desde entones es presidente en funciones, como todo su equipo de Gobierno. Un Gobierno aún más paralizado, por lo tanto, que durante la mini legislatura anterior.

Hoy tendremos la constatación del fracaso definitivo de unas negociaciones que estaban muertas antes de nacer

Y ahora nos vienen con esta tomadura de pelo de una negociación que los socialistas nunca han querido que acabe en nada porque la realidad desde el primer minuto es que Sánchez jamás ha estado dispuesto a gobernar con Podemos, ni con Pablo Iglesias al frente del partido ni con Pablo Iglesias recluido en un monasterio trapense, donde no hay regla de silencio pero se habla lo estrictamente imprescindible. No, no y no.

Por eso hemos seguido esperando todo el mes de agosto a que el presidente hiciera algún movimiento político concreto. Pero no, él ha estado entretenido en charlar con los grupos sociales que ha elegido a su estricta conveniencia en lugar de entablar negociaciones claras y productivas con el resto de los partidos, de uno y otro espectro político.

Y no lo hizo porque había decidido dejar pasar el tiempo, agotar los plazos procurando que se notara lo menos posible que estaba mareando la perdiz, a ver si llegábamos pronto al 23 de septiembre y se convocaban elecciones automáticamente, que es lo que él quiere, aunque Adriana Lastra, para disimular, diga otra cosa.

Y en ésas seguimos los ciudadanos, esperando. ¿Esperando a qué?  Esperando a la nada. Utilizados descaradamente como palanca para hacer morder el polvo a los de Pablo Iglesias -que tienen vértigo de otras elecciones porque temen perder un chorro de escaños- con el argumento  de que los electores no toleraríamos una nueva convocatoria electoral sin tomar medidas de castigo contra quien se quedara al final con el cartel de culpable pegado en el pecho.

Y lo que intentará hasta el final la delegación negociadora socialista es que ese cartel quede colgado del cuello de los del partido morado y el PSOE recoja el botín del castigo a la terca obstinación de quienes insisten en formar parte del Gobierno en lugar de conformarse con unos cuantos puestos de relumbre - y, por cierto, de inadmisible adjudicación con criterios políticos, que es la escandalosa pretensión de Pedro Sánchez- como el CIS o la CNMV, aunque no en la dirección.

Hoy por la mañana tendremos la constatación del fracaso definitivo de unas negociaciones que estaban muertas antes de nacer, o quizá asistiremos -desde luego con estupor infinito si es así- a una reconducción de ultimísima hora de lo que lleva siendo un fiasco y una ficción que no es tolerable y que dura demasiados meses ya.

Me refiero al encuentro parlamentario de Pablo Iglesias y Pedro Sánchez durante la sesión de control, que empieza a las nueve. Pero si las cosas no han cambiado milagrosamente a lo largo de esta noche, seremos testigos de la confirmación de algo que ya intuíamos desde que la sesión de investidura de julio se saldó con un fracaso pero que ahora ya sabemos: que el 10 de noviembre nos convocan otra vez a las urnas.

Eso sí, los resultados electorales servirán, según los sondeos, para volver a empezar en el mismo lugar exacto en que nos encontramos ahora. Es decir, para nada. Los españoles tendremos que seguir, pues, esperando. A menos que el señor Sánchez decida dar un nuevo giro a su estrategia y se acerque al PP y a Ciudadanos para intentar conformar una base de acuerdo de gobernabilidad para un país que lleva una eternidad atrapado en una espera estéril sin que nada se mueva pero que no puede y no quiere seguir pagando el altísimo precio de tanta parálisis.

Mientras tanto,  el señor Quim Torra se prepara, libre de presiones, para recibir la sentencia condenatoria del Supremo a los dirigentes independentistas juzgados llamando a la población a "romper las cadenas" para "volver a ejercer la autodeterminación". Es decir, a la insurrección, a levantarse contra la ley y desde luego contra un Gobierno que en ese momento seguirá en funciones y, por lo tanto, estará extraordinariamente limitado en su capacidad de decisión. ¿Le importa esto a alguno de los dirigentes mencionados? Parece que no.

A los demás sí nos importa.