Todo el Congreso de los Diputados parece ya un comedor de estilo Remordimiento, aquel Renacimiento falso de rastro o de cuartel o de sacristía que se puso de moda en la posguerra, y que trataba de impresionar a las visitas con un lujo como de cetrería, feo, negro y encuerado. Los pudientes se traían mesas de médico como pasos de palio, sillones igual que ballestas y cómodas como tumbas de santa o del mismo anticuario que se las vendía. Hasta el lujo parecía entonces conventual, mortuorio y penitente. Algo así creo que le pasa al Congreso, que ahora ha repartido sus sillones, y que ya digo que yo veo como sillones Remordimiento, con sus grandes clavos de crucificado y su peso de herencia de cerrajero.

Aun en la decadencia, nos queda el lujo españolísimo de un sillón de fraile o de alcalde del Siglo de Oro, y de pelearnos por él aunque no dure nada el poder ni la legislatura ni puede que España. Vox, por ejemplo, se ha molestado mucho porque los han mandado al gallinero, como a ver pelis de Fu Manchú. Y eso que lo de Sánchez se parece mucho a una de Fu Manchú y que los de Vox buscan al malo igual que Roberto Alcázar y Pedrín, siguiendo pisadas de chino. La verdad es que igual se defiende mejor esa España suya, como de Matías Prats padre, precisamente desde los altos graderíos en los que siempre estaba Matías Prats padre, con gafas de no ver nada o de no hacerle falta ver nada (toda España padecía entonces fotofobia, como él). Vox, además, es como ese estilo Remordimiento del mueble que decíamos, pero en política. Ellos se reclaman necesarios pero sólo son como una decoración de desván que se saca para darles la razón al párroco o al suegro que vienen a comer y a quejarse de los tiempos, de la juventud, del descoco y de los negritos que no van a misa. Hay algo de buhardilla y de arcón del abuelo en ellos, y yo creo que en el fondo tienen querencia a esa última, alta y achaflanada madera que toca ya a las telarañas, a las pilas de candelabros y a las bóvedas de ángeles pintados, también apilados, como soperas. 

El Congreso ha quedado teselado como siempre y agrietado como nunca, no entre provincias ni ideologías sino entre puros intereses de mercaderes como camelleros

El estilo Remordimiento era el de unos muebles a los que no les podía dar el sol, era comer o dormir ya en la tumba, pensando en morirse o pudrirse. Eso es lo que le pasa al Congreso, creo yo. La polémica por los asientos es algo anecdótico cuando uno se da cuenta de que lo que ocurre de verdad es que la soberanía nacional se resquebraja como el hojaldre de madera de aquellos muebles que venían con huesos, humedades y enfermedades de abadesa. La democracia ya sólo se ejerce a través de la coacción y el chantaje directos al Estado por parte de facciones tribales, territorios con mito o con escorrentía, y gremios de la edad, del sexo, de la condición o del paisaje. Es decir, cada minoría cree que puede desgajarse de los derechos y las obligaciones comunes y pedir privilegios para su pedanía, su árbol sagrado, su profesión, su sentimentalidad, su tipito.

El Congreso no es ya una disposición de ideologías, ni siquiera de clases, sino de intereses por cada villorrio, por cada negocio y no sé si por cada talla. La distribución de escaños que me preocupa es ésa que ha centrifugado la política hasta que casi nadie parece ocuparse ya de lo común, hasta que ha dejado de importar la igualdad para ser sustituida por la fuerza de la diferencia, por la razón superior de la diferencia. Incluso, o sobre todo, en la izquierda, de la que ya podemos decir que ha soportado a lo largo de su historia todas las paradojas posibles, un poco como Pedro Sánchez.

El Congreso ha distribuido ya sus sillas de oficina, sus butacas de cine, sus gradas de gallera y sus palcos de procesión. Ha quedado teselado como siempre y agrietado como nunca, no entre provincias ni ideologías sino entre puros intereses de mercaderes como camelleros. La democracia podría morir allí como un médico en su escritorio salomónico, y quizá lo haga. El Congreso parece ya ese comedor Remordimiento, ese mueble de cura, ese mueble osario en el que se podían cerrar con el mismo llavín el lujo, el pan, la ceniza, la miseria, la vida, la muerte y la decadencia.

Todo el Congreso de los Diputados parece ya un comedor de estilo Remordimiento, aquel Renacimiento falso de rastro o de cuartel o de sacristía que se puso de moda en la posguerra, y que trataba de impresionar a las visitas con un lujo como de cetrería, feo, negro y encuerado. Los pudientes se traían mesas de médico como pasos de palio, sillones igual que ballestas y cómodas como tumbas de santa o del mismo anticuario que se las vendía. Hasta el lujo parecía entonces conventual, mortuorio y penitente. Algo así creo que le pasa al Congreso, que ahora ha repartido sus sillones, y que ya digo que yo veo como sillones Remordimiento, con sus grandes clavos de crucificado y su peso de herencia de cerrajero.

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