Habrá más vicepresidentes que indios y más Gobierno que gobernanza. Se trata de multiplicarlo todo, los asientos con letra dorada, las mujeres con poder astracanado, la progresía con sus banderines de progresía y la comarca de Podemos con sitio suficiente para sus sectas y sus juegos de las sillas. 20 ministerios, cuatro vicepresidencias, el senado galáctico para la España de las ocho o nueve naciones, de los miles de colectivos voraces, de los otros miles de problemas de moda, de todos los asuntos que ya tienen día de la ONU, oenegé dedicada, telemaratón programado, carrera solidaria o canción de Disney o de La Polla Récords. Un pedazo de Gobierno, en fin, que no sabremos si tendrá astronauta o estrellita, si será ministro Wyoming o Évole, pero que naturalmente estará pensado como un mueble bar de abuela, para apabullar, para rellenar, para abombar la casa como una casa de Gaudí y para repartir la familia entre cacerías de platos y una herencia falsa de marcos de fotos como lingotes de plata.

No sólo hay mucha gente que contentar, gente con su provincia, su negociete o su máquina de etiquetar o anillar conductas o enemigos, sino mucho plan que aparentar y que inaugurar. Y más fácil y barato que hacerlo con hechos es siempre hacerlo con un nombre. Es lo que se llama política performativa, la que intenta colarnos que las cosas se crean en el mero acto de nombrarlas. Nos hablan de acuerdo económico y social, de pacto por el empleo, de oficina contra la corrupción, de gobierno de progreso, y ya nos parece que la economía está encauzada, que el paro está resuelto, que la corrupción está finiquitada, que el progreso es imparable. Igual que cuando nuestros políticos nos miran con ojos espirales y nos dicen “prometo que”, “declaro que”… Con la política performativa se simulan realidades y también legitimidades: “el pueblo quiere”, “el país ha decidido”, “el futuro nos demanda”… Les suena, ¿verdad?

La política performativa tiene éxito como tiene éxito la pereza. Nadie espera nada más, un dato, una evaluación, después de una golosina performativa; nadie sale a mirar qué tal nos ha ido con el progreso después de que Sánchez lo haya dicho en la entrevista llamando de tú al periodista, resbalándose por el sillón y por la corbata, o en el Congreso como desde un Sinaí al óleo. Nadie mira la economía, el déficit, los nacionalismos convertidos en jaulas de tiburones. Es decir, nos hemos quedado con una apariencia que no llega nunca a ser realidad. Hannah Arendt decía que la performatividad era lo más negativo de la política porque nos aleja de la verdad. Aquí, a eso tan negativo de la política lo llamamos política sin más.

Hasta habrá otra Moncloíta para los señores de Galapagar, aunque hagan allí la revolución en vez de recepciones con Ferrero Rocher

Los ministerios, tantos ministerios, no sólo tienen el objetivo de poner asientos a los culos, hacer a los culos y a sus ideas ministeriales, cosa que necesitaba sobre todo Podemos para que su ideología pasara de utopía a maquinaria en marcha. Los ministerios sirven también para hacer pasar su nombre por su solución. Por ejemplo, hay una vicepresidencia para la Agenda 2030 (la llevará Iglesias), con lo que aquello nos aparece ya con la certeza y el éxito de unos Juegos Olímpicos. Bueno, está el ministerio de Garzón, el de Consumo, con todas las competencias transferidas a las autonomías (vale, también tendrá los bingos), pero que hace falta para que no parezca que está en el Consejo de Ministros como grumete o en una trona.

Todos quieren su ministro, su subsecretario siquiera; las gentes que esperan que se solucionen sus problemas al ver el cartelito y los políticos que quieren hacer creer que se solucionan los problemas poniendo el cartelito. Todos quieren su ministerio y muchos ministerios. Sánchez porque necesita, después de tanta agonía, un Gobierno con aparatosidad de zepelín o de tren de soldados o de capilla laica para su guerra contra la derechona. Y Podemos porque necesita, como decíamos ayer de otra manera, un contenedor físico desde el que proyectar su relato y su conflicto, desde el que hacer política performativa con las potentes mayúsculas de sus competencias (Salud, Igualdad, Consumo, Universidades…), y desde el que empezar a engordar ejércitos ideológicos con dinero público.

Serán como 20 ministerios, cuatro vicepresidencias y dos Gobiernos. Y no sé ya las secretarías, subsecretarías, alferecías y asesorías. Hasta habrá otra Moncloíta para los señores de Galapagar, aunque hagan allí la revolución en vez de recepciones con Ferrero Rocher. Allí, en el Ministerio de Sanidad, ministerio con nubarrón rojo y perenne encima, como unos Cárpatos comunistas, empezará el asalto. Pueden parecer muchos, pero no. Pocos ministerios son para la cantidad de gente que está ahora repartiéndose España, para todos los que Sánchez ha puesto a la cola, con un vicepresidente para cada fila india.

Habrá más vicepresidentes que indios y más Gobierno que gobernanza. Se trata de multiplicarlo todo, los asientos con letra dorada, las mujeres con poder astracanado, la progresía con sus banderines de progresía y la comarca de Podemos con sitio suficiente para sus sectas y sus juegos de las sillas. 20 ministerios, cuatro vicepresidencias, el senado galáctico para la España de las ocho o nueve naciones, de los miles de colectivos voraces, de los otros miles de problemas de moda, de todos los asuntos que ya tienen día de la ONU, oenegé dedicada, telemaratón programado, carrera solidaria o canción de Disney o de La Polla Récords. Un pedazo de Gobierno, en fin, que no sabremos si tendrá astronauta o estrellita, si será ministro Wyoming o Évole, pero que naturalmente estará pensado como un mueble bar de abuela, para apabullar, para rellenar, para abombar la casa como una casa de Gaudí y para repartir la familia entre cacerías de platos y una herencia falsa de marcos de fotos como lingotes de plata.

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