Las cifras de muertos y las de contagiados por el coronavirus no dejan de aumentar y ya son muy pocos, por no decir ninguno, los españoles que no tienen noticia de alguien cercano, sea su pariente o no, que no esté en su casa aguantando la fiebre y el malestar y resistiéndose a acudir al hospital, consciente de que las urgencias hospitalarias están saturadas y de que además es posible que, si tiene la edad suficiente como para que su esperanza de vida no sea larga, los médicos que le atiendan se vean en la necesidad de optar por salvarle a él, o a ella, o ponerle el respirador -un bien preciadísimo por lo escaso ahora mismo- a una persona más joven también necesitada de esa ayuda que le garantizará el seguir con vida. En una palabra, consciente de que si acude al hospital, puede que elijan dejarle morir a él.

También morirá en su casa, seguramente, pero al menos no pasará las últimas horas de su vida en total y absoluta soledad, como le ha sucedido a un alto número de mayores infectados por el virus y cuyas familias llevarán para siempre el peso tremendo de no haber podido acompañarles en el momento de su muerte.

Es comprensible por eso las advertencias que empiezan a aparecer en los medios de comunicación según las cuales cuando todo esto pase, que pasará, será necesaria la ayuda psicológica para una buena parte de la población superviviente. Y, desde luego, para los médicos que se están viendo obligados a causa de la escasez de material a decidir a quién le dan la opción de seguir viviendo y a quién se la deniegan. Una carga muy difícil, si no imposible, de sobrellevar y que les dejará para siempre una huella en el alma.

La población elige a sus gobernantes para algo más que para que administren el dinero público. Los eligen para que se responsabilicen del destino de aquellos a los que gobiernan

Todavía no hemos alcanzado el pico de infectados ni el de fallecidos, que no se sabe hasta dónde llegará, pero el número de víctimas enfermas y de muertos ha desatado ya el miedo, un miedo que cabalga libremente por todo el país y que tiene a toda la población sobrecogida. Es verdad que no es todavía el momento para los reproches a los gobernantes pero es inevitable que los ciudadanos se pregunten con una cólera creciente pero todavía contenida por qué razón no hay hoy suficiente mascarillas para todo el personal sanitario y para los ciudadanos en general; por qué hay una falta dramática de respiradores; por qué no ha habido suficientes equipos para confirmar si las personas están contagiadas o no con el virus aunque no tengan síntomas pero sí en cambio la capacidad de contagiar a otros; por qué nuestros médicos y enfermeras están trabajando en condiciones tan dramáticas y tan precarias sin las debidas mínimas protecciones.

En definitiva, por qué el Gobierno ha reaccionado tan tarde. Es verdad que los ciudadanos, todos nosotros, nos tomamos las primeras noticias sobre lo que estaba sucediendo en China con la confianza inconsciente y sin ningún fundamento de que "eso", que era cosa de los chinos, no nos pasaría a nosotros. Es más, existía la impresión generalizada de que todo esto era una burbuja que se estaba hinchando por culpa de la psicosis de una sociedad bien comida y bien asegurada y que se desinflaría pronto. Esa es la verdad.

Pero una cosa es la población y otra sus gobernantes. La población elige a sus gobernantes para algo más que para que administren el dinero público. Los eligen precisamente para que se responsabilicen del destino de aquellos a los que gobiernan, para lo cual disponen de una información que no está al alcance de la mayoría. Y este Gobierno, como el francés, el italiano o el alemán, por poner ejemplos que nos son muy próximos, estaba obligado a prever, si no en toda su extensión devastadora, sí al menos la dimensión inicial de la amenaza. No ha sido así y la población se plantea ahora, y con más fuerza y más ira se va a plantear en el futuro, las preguntas que he formulado unas líneas más atrás.

Cuando acabe esta batalla, que va a dejar al país entero moralmente exhausto, va a responsabilizar a sus gobernantes de hoy de no haber acumulado la munición cuando todavía había tiempo para ello

Y no va a haber respuestas atoexculpatorias suficientemente convincentes para unos ciudadanos que se van a intentar levantar tras el huracán que habrá arrasado sus vidas y su hacienda, y van a comprobar que el futuro que habían diseñado y en el que esperaban instalarse se ha borrado irremediablemente de su existencia.

Hablaba yo con un persona cuyo pariente está en un hospital aquejado de coronavirus y me decía que era muy adecuado que los responsables oficiales compararan lo que está sucediendo con una guerra. "El problema", decía, "es que a esta guerra el Gobierno ha enviado a los soldados -el personal sanitario- sin balas, sin fusiles y sin casco". Y ésa es la cuestión para la que de momento no hay respuestas y dudo mucho de que vaya a haberlas en el futuro.

El Gobierno tiene ante sí una gigantesca tarea en la que está dando los primeros pasos. Pero cuando acabe esta batalla, que va a dejar al país entero moralmente exhausto, psicológicamente deprimido, anímicamente doliente, físicamente debilitado y económicamente empobrecido, va a responsabilizar a sus gobernantes de hoy de no haber acumulado la munición cuando todavía había tiempo para ello y les va a exigir responsabilidades. Esta es una tragedia que se pasará al cobro.