Llevamos un mes encerrados, haciéndonos todos poetas de elástico flojo, dibujantes de nevera, gimnastas de escoba, costureras de pelusas, panaderos de nuestros culos, billaristas de cervezas y amantes con miga de galleta. Algunos han descubierto la casa o la mujer o el marido o el parchís; la Thermomix como un Terminator en la cocina o el Skype con toda la familia como en una base lunar; el vecino al que le cuelga siempre la misma camisa sobre tu ventana como un preso de Alcatraz, o la vecina de la que sólo oías sus tersos orgasmos domésticos y ahora ves aplaudir entre las macetas como una señora en los toros con liguero debajo. Algunos incluso han descubierto al Gobierno saliendo en la tele a la hora de los Teleñecos, sólo para ahogarse en el momento histórico, como aquel Curro de la Expo. El Gobierno en la cuarentena tiene el nivel de esos poetas de la cuarentena, de esos humoristas de la cuarentena, de esa música de la cuarentena, y quizá de algunos artículos de la cuarentena.

Llevamos un mes encerrados, que es mucho o tampoco es tanto. Esto es el infierno para Sánchez, al que se le ha caído el mundo encima justo en mitad de un selfi con trampolín y zambullida. Esto es la cárcel para esa gente que sólo puede estar en una tirolina o con neopreno en el culo, corriendo de sí mismos, de su personalidad que está siempre como queriéndoles dar caza. Esto es inspiración de buhardilla para los que en realidad no salen nunca de la buhardilla. Esto es un largo domingo para la gente tranquila de domingo. Esto es la venganza de soledad de los solitarios, pero a veces también el alivio de soledad de los solos. Esto es trabajar en calcetín gordo para unos y es la ruina sonando como una lenta gotera para otros. Esto es, sobre todo, una tragedia sobre la que se hacen pasatiempos, muffins y yoga de madera. Lo peor de la cuarentena es el mundo que no hace cuarentena, que no está encerrado entre botes de nocilla sino sólo intentando vivir, no morirse o que no se les mueran.

Aquí seguiremos, bebiendo cubatas de duralex y tricotando mascarillas y conguitos. Aquí esperaremos, encerrados con él, a que el bicho pase. Y a que pase Sánchez también

Un mes encerrados, haciéndonos gordos gatos chinos del zapping, bebedores de lo que va quedando como si bebiéramos de los ceniceros, rondadores de farola, cazadores de papel higiénico, clandestinos de perro o de barra de pan o de paja desesperada o aburrida, astronautas novatos en la ciudad no sin gente sino casi sin gravedad, muertos de miedo en el supermercado como ya en la camilla, ante la merluza congelada como nuestro frío pulmón radiografiado. Un mes encerrados pero intentamos quedarnos en casa, aunque hay idiotas que pasean o hacen running, esa gente que sale a correr como a esquiar, vestido de buzo de correr, o hasta de vacaciones al pueblo, a la playa, los idiotas que creen que pueden esquivar al virus y salen por ahí, mirando a un lado y a otro, como si el virus fuera un autobús que van a ver venir. No aguantaban ni un par de días y ya tenía que salir el municipal gordo a perseguirlos. Si el virus sólo pillara a estos idiotas, o a los políticos que mes y pico después aún están repartiendo mascarillas con la cara de Goofy… Pero no, claro.

Intentan escapar los ciclistas gordos que hacen pareja con el policía gordo, una pareja como de sidecar de película muda; intentan escapar los runners, que para eso se compraron zapatillas de un verde desinfectante; intentan escapar las familias con baca, que creen que espantarán al virus como a moscones. Pero nadie puede escapar del virus. Ni siquiera Sánchez, que cada vez aparece más comido por él, como el protagonista de La mosca. La manera de escapar, de momento, es escondernos, porque la ciencia todavía está con guantes y fluflús de Doña Paca por culpa de los políticos.

Llevamos un mes encerrados y aún falta. Pero menos quejas, que aguantar con el culo en el sofá no es heroico, aunque nos lo diga Sánchez. Si tuviéramos medios, los médicos no serían héroes, sino profesionales que hacen su trabajo. Tampoco seríamos héroes los que nos quedamos chupando la tapa del yogur en casa, sino sólo gente que intenta no estorbar mientras la ciencia hace su trabajo. Si Sánchez habla de héroes es porque nos estamos enfrentando al virus con una cucharilla y una yogurtera. Con el heroísmo de sus discursos de papá comandante, Sánchez sólo reconoce el fracaso.

No podemos escapar del virus, pero tampoco de Sánchez. A lo mejor todos estos runners y domingueros sólo intentaban escapar del presidente, peor que la suegra, y ya ven, nosotros casi los matamos desde los balcones. Imposible escapar de Sánchez, que sigue ahí en la tele ahogándose en la historia, como Curro, con aquella sonrisa de pirulí flotando incluso en la tragedia. Como si Curro pudiera hacer algo en una pandemia o en un quirófano, con sus manos de globo. Como si Sánchez pudiera hacer algo, en fin, con su coreografía política de discoteca. Curro sólo podía esperar a que pasara la Expo y Sánchez sólo puede esperar a que pase el virus. Exactamente igual que nosotros. Llevamos un mes encerrados con Sánchez. Aquí seguiremos, bebiendo cubatas de duralex y tricotando mascarillas y conguitos. Aquí esperaremos, encerrados con él, a que el bicho pase. Y a que pase Sánchez también.